¿Quién decide nuestro destino?
- Vladimir Gessen

- 23 jul
- 21 Min. de lectura
En este siglo la democracia titubea mientras resurgen los nuevos autócratas. ¿Sabemos realmente en manos de quién estamos?
Poder tripartito
Jamás en la historia contemporánea habían coincidido, en un mismo momento y con tanto poder concentrado, tres líderes de naciones claves con perfiles tan disímiles, voluntades tan personalistas y visiones tan incompatibles del mundo. Xi Jinping, Vladimir Putin y Donald Trump no solo encarnan modelos opuestos de cultura política y destino nacional, sino que además operan desde estructuras de poder que les otorgan un control interno casi absoluto y una capacidad de influencia global sin precedentes. Lo que hagan —o lo que decidan no hacer— en los próximos años puede inclinar la balanza del siglo XXI hacia una era de cooperación constructiva o hacia un abismo irreversible. Estamos ante una encrucijada histórica en la que, por primera vez, el futuro de la humanidad podría depender no tanto de las instituciones multilaterales, ni siquiera de los pueblos, sino de la psicología y decisiones de tres hombres que hoy concentran en sus manos —de forma directa o indirecta— la llave de la paz… o del colapso.
De dónde venimos…
¿Estamos retornando al pasado con China, Rusia y Estado Unidos dirigiendo ese proceso? ¿Adónde nos llevan Xi Jinping, Vladimir Putin y Donald Trump?...
Hubo un tiempo —largo, crudo, y repetido múltiples veces— en que el destino de los pueblos dependía de la voluntad de un mandamás. Desde el primer jefe tribal que impuso su poder por la fuerza, pasando por los grandes conquistadores como Gengis Kan, Alejandro Magno, las dinastías absolutistas de la China imperial, los shōgun del Japón feudal, los señores de la guerra medievales en Europa, los reyes ungidos “por la gracia de Dios” y hasta Napoleón Bonaparte, la historia humana fue una historia de mandamases. Quienes gobernaban, lo hacían no por el consentimiento de los gobernados, sino por “derecho divino”, herencia de sangre o dominio militar.
Este patrón se perpetuó en los siglos modernos, revestido de nuevas formas pero idéntica sustancia. Los dictadores como Adolf Hitler, Benito Mussolini, Francisco Franco, Josef Stalin, o Mao Zedong en China, impusieron su autoridad a fuerza de control totalitario, represión y culto a la personalidad.
El avance de la humanidad
Algo cambió tras las dos grandes guerras del siglo XX. El trauma colectivo de tanta muerte y destrucción hizo nacer —en Europa, en América, y poco a poco en otras regiones— un nuevo ideal, el de la democracia. La llegada de las Naciones Unidas en 1945 marcó un hito en la historia de la humanidad. Por primera vez, las naciones del orbe se unieron con el compromiso explícito de preservar la paz y defender la dignidad humana. Solo tres años después, en 1948, se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un documento sin precedentes que consagró —por consenso moral— que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos, sin distinción de raza, sexo, religión o ideología. La voz del pueblo, expresada en votos y no en balas, comenzó a regir la sucesión del poder. Las constituciones sustituyeron a los edictos imperiales. El Estado de derecho reemplazó la ley del más fuerte. Y, por primera vez en la historia, la libertad individual pasó a ser —al menos en teoría— el pilar de muchas sociedades. Gobiernos elegidos por los ciudadanos reemplazaron a tiranos en buena parte del planeta. El progreso tecnológico, la interconexión digital y la globalización auguraban un futuro guiado por la cooperación y los derechos humanos. La humanidad entró en una etapa sin precedentes de progreso integral. La reconstrucción económica mundial, impulsada por el Plan Marshall de EEUU en Europa y por el auge industrial en Estados Unidos y Asia, dio paso a décadas de crecimiento sostenido. Se expandieron los sistemas educativos, se redujo drásticamente la mortalidad infantil, y surgieron avances médicos que prolongaron la esperanza de vida. A nivel político y jurídico, se consolidaron democracias liberales, se reconocieron los derechos de las mujeres, se suprimieron leyes racistas, y se condenó la discriminación como un crimen contra la dignidad humana. Llegamos a la Luna, conocimos más al Universo y los avances tecnológicos irrumpieron como nunca hasta llegar a la inteligencia artificial que nos augura un mundo pleno. Nunca antes la ciencia, la cultura y la conciencia de los derechos habían avanzado tanto, ni tan rápido. Fue una época de reconstrucción… y de renovación del alma colectiva que nos permitió salir de la última pandemia. Ahora lo planteado es la convivencia o el colapso, la paz o la destrucción mundial.
Llega el siglo XXI
Hoy, en este incierto siglo XXI, existen visos de que estamos dando marcha atrás comenzando con un regreso de una segunda guerra fría de nueva generación. Como psicólogo, observo con preocupación un patrón emergente, como lo es la seducción del autoritarismo que reaparece, esta vez revestido con trajes contemporáneos, discursos nacionalistas, redes sociales disfrazadas de libre expresión que debilitan a las democracias desde adentro.
Xi Jinping en China concentra poder con una eficiencia milenaria. Ha desmantelado los límites de su mandato, impuesto vigilancia digital masiva, y promovido un nacionalismo que sofoca disidencias internas y amenaza a sus vecinos. Vladimir Putin, desde Moscú, opera como un zar moderno, interviene elecciones extranjeras, perpetúa su mandato con reformas constitucionales a la medida, y atiza guerras que redibujan fronteras con el lenguaje del pasado imperial zarista. Y Donald Trump —aunque elegido en democracia— representa un fenómeno que inquieta, ya que es un líder que, en lugar de fortalecer las instituciones, las desafía abiertamente, alienta la polarización, y ha socavado la credibilidad de las instituciones y del sistema electoral estadounidense que lo llevó al poder…
Estos tres hombres, cada uno a su modo, son los nuevos mandamases del siglo XXI en búsqueda de un nuevo orden tripolar. Lo más alarmante es que ya no conquistan con ejércitos únicamente, ahora se valen de algoritmos, propaganda digital, manipulación emocional y erosión institucional.
Desde la psicología sabemos que, en tiempos de incertidumbre, las personas buscan figuras fuertes. Líderes que prometan orden en medio del caos que crean. La ansiedad social —provocada por crisis económicas, pandemias, guerras, migraciones masivas o cambios culturales— puede llevar a muchos a preferir una “seguridad autoritaria” sobre la libertad democrática. Pero ese camino tiene un precio. Cuando las libertades individuales y la soberanía de las naciones comienzan a sacrificarse en nombre de la fuerza o la eficacia, estamos ante un retroceso civilizatorio que la historia ya demostró como son de destructivas.
El futuro no debe estar en manos de mandamases —por populares, carismáticos o eficaces que parezcan— sino en las manos conscientes, libres y participativas de los ciudadanos del mundo. Se trata de la convivencia o del colapso. La paz o el sometimiento mundial.
Breves perfiles de los mandamases de antaño
Alejandro Magno, no solo fue un genio militar, sino también un joven impulsado por una ambición desmesurada, alimentada por la figura mítica de su padre Filipo y la creencia, inculcada desde la infancia, de ser descendiente de dioses. Su perfil psicológico refleja el síndrome del elegido, que es una mezcla de narcisismo expansivo, carisma genuino y una necesidad profunda de trascender.
Gengis Kan, desde las estepas mongolas, emergió con una visión brutalmente pragmática del poder, con inteligencia táctica sobresaliente y una capacidad de organización excepcional, pero también con una psicología marcada por el trauma infantil y la supervivencia a través de la violencia. Su dominio se construyó sobre una lógica de temor, pero también de fidelidad tribal inquebrantable.
Napoleón Bonaparte representa el ascenso del hombre moderno a través del mérito… y del ego. Tenía una mente analítica, estratégica y visionaria, pero su psicología mostraba claros rasgos de megalomanía y una creciente desconexión con la realidad a medida que crecía su poder. Su caída es, en muchos sentidos, una tragedia psicológica, la de un genio devorado por su propia imagen idealizada.
En Asia oriental, el poder también se concentró en figuras como los emperadores de las dinastías chinas, muchas veces considerados hijos del Cielo. En ellos, se cultivaba una mezcla de obediencia confuciana y misticismo imperial. A nivel psicológico, eran moldeados desde pequeños para representar un orden cósmico inalterable, lo que generaba una identidad sagrada y al mismo tiempo una vulnerabilidad a la paranoia y el aislamiento emocional.
En Japón, el Shōgun, jefe militar supremo, encarnaba la autoridad real en nombre del emperador. Su psicología estaba arraigada en el código del bushidō, con valores de honor, obediencia y sacrificio, pero también con una rigidez emocional que favorecía el fanatismo y la represión de cualquier forma de disidencia o debilidad.
En Europa, el poder se consolidó en figuras como los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, cuya unión forjó el nacimiento del Estado moderno español. Ambos tenían una voluntad férrea y una religiosidad obsesiva. Isabel, en particular, mostró una psicología marcada por la devoción, la astucia política y una convicción mesiánica que justificaba la uniformidad religiosa a través de la Inquisición y la expulsión de los judíos.
Isabel I de Inglaterra, por su parte, reinó con inteligencia estratégica y una poderosa teatralidad. Mujer en un mundo de hombres, su perfil psicológico revela una combinación de inseguridad interior y control calculado de su imagen. Mantuvo su poder con astucia emocional, sin casarse jamás, cultivando una especie de misticismo político que la hacía intocable: La Reina Virgen.
La Reina Victoria, símbolo del Imperio Británico, personificaba una autoridad maternal y rígida. Su psicología reflejaba un profundo sentido del deber, una represión emocional marcada, y una cosmovisión conservadora, aunque abierta a los avances del progreso. Fue una figura ambivalente, emocionalmente distante, pero políticamente influyente.
En el siglo XX
Ya en el siglo pasado, la lista de déspotas modernos tiene nombres más oscuros.
Adolf Hitler, el paradigma de la egolatría maligna, era un paranoico con delirios mesiánicos y una profunda necesidad de proyectar su odio interior hacia grupos externos. Su capacidad oratoria y su manipulación emocional de las masas eran herramientas de una mente profundamente trastornada.
Benito Mussolini, en cambio, mostraba rasgos de histrionismo porque necesitaba constantemente el aplauso y la atención pública. Fue un actor político que encarnó el poder como espectáculo, y cuyo desprecio por la vida humana surgía de una combinación de cinismo, impulsividad y deseo de grandeza.
Francisco Franco, "caudillo de España por la voluntad de Dios", construyó su poder desde una psicología fría, calculadora, y obsesionada con el orden. No fue un carismático, sino un administrador del miedo. Su perfil era el del hombre de pocas palabras, con una afectividad reprimida y una concepción paternalista y autoritaria del país.
Josef Stalin, el padrecito de la URSS, por su parte, es uno de los ejemplos más extremos del despotismo paranoide. Su desconfianza patológica lo llevó a purgas masivas, y su estilo de liderazgo se sustentaba en el miedo absoluto. Su frialdad emocional, combinada con una inteligencia táctica despiadada, lo convirtió en uno de los líderes más letales de la historia. Y luego vino Mao Zedong, un revolucionario convertido en verdadero “emperador”. Su psicología reflejaba un narcisismo ideológico. Él se veía a sí mismo como el redentor del pueblo chino. Fue capaz de movilizar masas con devoción religiosa, pero también de causar catástrofes humanas —como el Gran Salto Adelante— sin inmutarse. Su carisma destructivo aún impregna parte del liderazgo chino, de hecho su imagen cuelga precisamente en la entrada monumental a la Ciudad Prohibida en Pekín sobre la puerta que da frente a la Plaza de Tiananmen, el corazón político y simbólico de la China moderna.
Tras el horror de las guerras mundiales, el mundo dio un giro. Las democracias comenzaron a multiplicarse, los derechos civiles se expandieron, y las libertades individuales empezaron a formar parte del horizonte colectivo. Durante más de medio siglo, creímos haber aprendido la lección.
El punto es que ahora, con 25 años transcurridos del siglo vigente, la figura del mandamás regresa, no ya a caballo ni con uniforme de general, sino con discursos polarizantes, redes sociales manejadas algorítmicamente y mecanismos legales torcidos para consolidar el poder. ¿Estamos por repetir la historia de la segunda guerra mundial que terminó con el reparto del mundo entre las potencias de entonces?
El triángulo de poder en el presente
Estados Unidos
Estados Unidos es una superpotencia económica y militar con proyección en todo el planeta. Trump en su segundo mandato, ha retomado con más fuerza la doctrina "MAGA" (Hacer América Grande Otra vez), lo que implica el aislacionismo, cuestionar y debilitar a la OTAN, la ONU, los tratados climáticos y los acuerdos comerciales multilaterales.
La actitud de la Casa Blanca de Trump en relación con el Kremlin de Putin ha sido ambigua, y con China, abiertamente conflictiva. Trump tiene el poder de activar o desactivar alianzas, y sus decisiones afectan desde la economía global hasta los conflictos en Medio Oriente, el Pacífico y Europa. Surgen muchas preguntas: ¿Está la Casa Blanca buscando una alianza con Rusia como lo hizo el presidente Richard Nixon al pactar con el enemigo de EEUU como la China comunista? ¿Pactará Donald con Trump con Xi Jinping para enfrentar a Rusia? ¿Rusia y China, sumando a Irán y Corea del Norte, se enfrentarán a Estados Unidos?...
Estados Unidos posee el poder militar más formidable del planeta, con una capacidad estratégica sin paralelo. Cuenta con aproximadamente 5.244 ojivas nucleares, de las cuales más de 1.700 están desplegadas y listas para su uso inmediato, según estimaciones de la Federación de Científicos Estadounidenses, 2024. Su Armada opera 11 superportaaviones de propulsión nuclear, verdaderas ciudades flotantes capaces de proyectar poder en cualquier rincón del mundo. Además, dispone de más de 60 submarinos de ataque y estratégicos, muchos de ellos nucleares y armados con misiles balísticos intercontinentales. Con cientos de bases en los cinco continentes, aviones hipersónicos en desarrollo, y un presupuesto de defensa superior a los 880 mil millones de dólares anuales pero su dirección estratégica, bajo el gobierno de Trump, es más impredecible que nunca.
China
Su régimen impulsa una visión alternativa del orden mundial, sin democracia liberal ni derechos humanos universales. Ha consolidado un sistema autoritario tecnológico con control total sobre su sociedad y con una proyección exterior creciente. El régimen chino, liderado por Xi Jinping y bajo el control absoluto del Partido Comunista Chino impulsa una visión alternativa que se aleja deliberadamente de los principios de la democracia liberal, el pluralismo político y los derechos humanos universales. En su lugar, promueve un modelo basado en el autoritarismo tecnocrático, donde el Estado controla no solo la economía y los medios, sino también los datos personales, los flujos de información y hasta la conducta moral de sus ciudadanos. Este sistema, apuntalado por tecnologías de vigilancia masiva, reconocimiento facial, censura digital y puntuación social, representa una forma inédita de control estatal total, que Beijing presenta como una vía eficiente y legítima para el desarrollo nacional de los pueblos.
A nivel internacional, China proyecta esta lógica a través de iniciativas como la Franja y la Ruta, préstamos estratégicos, redes de infraestructura digital y alianzas con regímenes autoritarios. Está en juego el futuro de Taiwán, cuya integración forzada es una obsesión nacional, así como la hegemonía en Asia, con el dominio de los mercados energéticos y tecnológicos y el liderazgo global en inteligencia artificial, biotecnología y comercio. La meta es clara, desafiar a Estados Unidos como potencia dominante del siglo XXI y construir un nuevo orden global sin necesidad de elecciones libres, prensa independiente ni derechos individuales universales, en el que el éxito económico y el control político absoluto sean compatibles.
China ha consolidado un poder militar de rápido crecimiento, que se manifiesta tanto en su arsenal nuclear como en su capacidad naval y terrestre. Según el Bulletin of the Atomic Scientists, China cuenta con aproximadamente 600 ojivas nucleares, cifra que está aumentando a un ritmo de cerca de 100 nuevas ojivas por año. Se prevé que supere el millar hacia 2030–2035.
La Armada del Ejército Popular de Liberación (PLAN) es ya la más numerosa en buques de combate activo, con 387 embarcaciones, incluidos más de 79 submarinos y actualmente dos portaaviones operativos (Liaoning y Shandong), más un tercero, el Fujian, en pruebas. Opera unos 66 submarinos incluyendo 7 submarinos balísticos de ataque nuclear. El ejército de superficie cuenta con aproximadamente 384 000 tripulantes navales y una flota de superficie que incluye destructores, fragatas, corbetas, buques anfibios y buques de apoyo, China ha superado en tonelaje de combate a Estados Unidos. En conjunto, este poder militar refleja el esfuerzo estratégico de Beijing por desafiar el dominio naval occidental —especialmente en el Pacífico— y fortalecer su disuasión nuclear, con implicaciones profundas para el equilibrio global y la seguridad regional.
Rusia
Vladimir Putin encabeza un Estado con arsenal nuclear estratégico, capacidad de guerra híbrida y desinformación global, y una red de influencia basada en la exportación de energía, armas y valores antiliberales. Desde su llegada al poder en el año 2000, ha transformado a la Federación Rusa en un régimen autoritario personalista, centralizado en torno a su figura, con control sobre los medios, el sistema judicial, las elecciones y las fuerzas armadas. Bajo su liderazgo, el nacionalismo ruso, el militarismo y la ortodoxia religiosa han sido elevados a pilares del poder, alimentando un relato de “resistencia civilizatoria” frente a la decadencia moral de Occidente. La anexión de Crimea en 2014, la invasión a gran escala de Ucrania en 2022 y su prolongación hasta hoy, forman parte de un proyecto más profundo, como es el de reconstruir el prestigio y la esfera de influencia del antiguo imperio ruso. A nivel global, Putin teje una estrategia de alianzas tácticas y asimétricas, especialmente con China, Irán, Corea del Norte y con sectores nacionalistas y populistas en Europa, África y América Latina como Venezuela. Ofrece apoyo militar, energético o diplomático a cambio de lealtades simbólicas y rupturas con el Occidente democrático.
Rusia bajo Putin ya no busca ser aceptada por Occidente sino lograr un mundo multipolar donde el uso de la fuerza, la soberanía absoluta y la censura no sean condenados, sino reconocidos como formas legítimas de poder. En este tablero, la guerra es un medio, no un fracaso, y la paz solo es aceptable si garantiza que Rusia sea tratada como una potencia indispensable.
Rusia sigue consolidando su poder militar de modo alarmante. Posee alrededor de 5.460 ojivas nucleares totales, con unas 1.700 desplegadas listas para el lanzamiento, manteniéndose como uno de los mayores arsenales estratégicos del mundo. En su fuerza naval cuenta con una flota activa de unos 370 buques, incluyendo un portaviones, 2 cruceros, 10 destructores y más de 64 submarinos —de los cuales unos 12 son submarinos balísticos nucleares—, junto a docenas de corbetas y fragatas. Su ejército de tierra es una maquinaria colosal con cerca de 1.320.000 efectivos activos, según evaluaciones de fuerzas globales. Esta combinación convierte a Rusia en una potencia militar integral.
¿Por qué de estos líderes depende el mundo?
Porque tienen en sus manos no solo el poder nacional, sino las palancas que pueden mover —o desestabilizar— al planeta entero. Donald Trump, Xi Jinping y Vladimir Putin, poseen la capacidad real de iniciar o escalar conflictos armados, ya sea de forma directa o por alianzas, en diversos frentes estratégicos del orbe. Los tres concentran más del 90% del arsenal nuclear del planeta. También cada uno puede alterar la economía mundial, mediante guerras comerciales, sanciones económicas, bloqueos tecnológicos o manipulación de monedas, aranceles, y sus decisiones impactan directamente en la inflación, el comercio, los mercados financieros y el acceso a recursos estratégicos. Además, influyen decisivamente en los organismos internacionales. A través de su respaldo o veto, pueden paralizar mecanismos multilaterales de resolución de conflictos o cooperación, como la ONU, la OMS, la OMC o el FMI, debilitando las normas que sostienen la estabilidad global.
Asimismo, imponen modelos ideológicos enfrentados. Trump representa el nacionalismo populista, la civilización cristiana, y el repliegue occidental aislándose a sí mismo. Xi promueve un autoritarismo tecnocrático, eficiente y expansionista, anclado en el capitalismo de Estado, y Putin encarna un “neozarismo” imperial, con tintes religiosos y revisionistas, que desafía las fronteras y el relato occidental de la historia.
Juntos moldean el siglo XXI, no desde la cooperación, sino desde la tensión entre visiones incompatibles de poder, verdad y civilización.
Perfiles de los mandamases del presente
Xi Jinping: El ingeniero del poder en clave imperial digital
Xi no grita, no improvisa, no desborda. Su poder no proviene de la teatralidad, sino de la disciplina. Su figura encarna la continuidad del autoritarismo milenario chino, adaptado al siglo XXI con la precisión de un cirujano ideológico y el alcance de la vigilancia digital. Desde la perspectiva psicológica, es un estratega silencioso, reservado, profundamente introspectivo, con una personalidad modelada por el cálculo, el autocontrol y una cosmovisión estructurada de la historia y del poder.
Hijo de un alto dirigente comunista purgado durante la Revolución Cultural, Xi creció entre el privilegio y la humillación, entre la élite y el ostracismo. Estos años de formación sembraron en él una psique marcada por la resiliencia dura y la obediencia estratégica, pero también por una comprensión íntima del peligro que conlleva la inestabilidad política. A diferencia de otros líderes autoritarios más expresivos, Xi evita los gestos emocionales. Su rostro es impenetrable, su tono de voz monocorde, sus apariciones públicas medidas. Este estilo no es simple austeridad oriental, es parte de su lógica de control. Su psicología privilegia la estructura sobre la pasión, el orden sobre la espontaneidad, y sobre todo, la narrativa sobre la verdad factual.
Xi no necesita gritar para imponer su autoridad. Habla en nombre de una civilización milenaria, y gobierna como un emperador que no se proclama como tal, pero que actúa como si el “Mandato del Cielo” lo guiara. Desde una mirada clínica, Xi revela una personalidad obsesiva-organizada, orientada al largo plazo, refractaria al caos, y profundamente intolerante a la ambigüedad. Esto explica su impulso por suprimir la disidencia, reeducar el pensamiento crítico, reconfigurar la historia oficial y eliminar toda pluralidad narrativa. La censura digital, los campos de "reeducación" en Xinjiang, el silenciamiento de médicos y periodistas durante el brote de COVID-19, o la imposición del control en Hong Kong, son expresiones conductuales de una mente que no concibe la verdad como debate, sino como alineamiento.
Xi piensa como ingeniero del poder, de forma que cada variable debe ser anticipada, cada actor debe saber su lugar. El sistema que dirige está diseñado para autoconservarse sin fisuras, y para ello ha recurrido a una sofisticada fusión entre control político y la tecnología con cámaras de reconocimiento facial, algoritmos de puntuación social, censura automatizada y propaganda adaptada a los códigos de la modernidad.
Psicológicamente, este modelo revela una forma de omnipresencia racionalizada, donde el líder no necesita estar físicamente en todas partes, porque ha construido un sistema que vigila, corrige y premia en su nombre. Es un modelo de liderazgo “panóptico”, donde el miedo no necesita gritar porque ya está internalizado. A diferencia de Trump, que polariza con pasión, o de Putin, que opera desde la nostalgia imperial, Xi actúa desde la lógica civilizatoria. Cree estar cumpliendo una misión histórica. En suma, Xi Jinping no es un caudillo carismático, ni un revolucionario, sino un restaurador milimétrico. Su estilo puede parecer sereno. Pero bajo esa serenidad, subyace una voluntad de control total que redefine no solo el futuro de China, sino también los límites de lo que el poder puede significar en el siglo XXI.
Vladimir Putin: El espía convertido en zar postmoderno
Putin es, sin duda, una de las figuras más enigmáticas y estratégicamente calculadas del poder contemporáneo. Encarna el orgullo herido del antiguo imperio ruso, y opera con una mentalidad forjada en las sombras del espionaje soviético, donde la desconfianza es virtud, la verdad es una herramienta maleable, y el poder, un juego de inteligencia a largo plazo. Su perfil psicológico es una compleja mezcla de control emocional extremo, resentimiento nacionalista y lógica táctica de supervivencia. Formado en la KGB, Putin internalizó una cosmovisión del mundo dividida entre aliados leales y enemigos infiltrados. Desde esa matriz, la traición es imperdonable y la lealtad se compra con temor o se prueba en la obediencia absoluta. A nivel psicológico, su comportamiento revela una estructura de personalidad dominada por la contención afectiva, la frialdad emocional y una clara desconfianza interpersonal. Su lenguaje corporal es medido, sus palabras son calculadas, y su rostro rara vez deja entrever emoción genuina. Esta falta de expresividad no es falta de inteligencia emocional, sino un reflejo de una psique entrenada para no mostrar vulnerabilidad.
Putin no necesita el aplauso de las masas como Trump, ni la épica revolucionaria como Mao. Su impulso es restaurar la dignidad imperial rusa, el “estatus de gran potencia” perdido tras la caída de la Unión Soviética, que él vivió y consideró como una humillación histórica. Lo guía una misión, el volver a colocar a Rusia en el centro del tablero global. En ese objetivo, el costo humano es secundario, como lo demuestran sus intervenciones en Chechenia, Georgia, Siria y, más dramáticamente, en Ucrania.
Su liderazgo es el de un zar postmoderno que se apoya en una mezcla de nacionalismo ortodoxo, verticalismo autoritario, y culto a la figura del líder. Ha reformado la constitución para perpetuar su mandato, ha eliminado opositores mediante métodos directos o indirectos, y ha creado una élite política y económica subordinada a su figura, aunque también temerosa de su caída.
Desde el punto de vista clínico, su perfil muestra rasgos de paranoia adaptativa, el no delira, pero sospecha de todos. Esta mentalidad de trinchera le permite sobrevivir en entornos hostiles, pero lo aísla y refuerza una visión binaria del mundo. Putin no cree en el orden multilateral, sino en un concierto de potencias donde cada una impone su esfera de influencia. El derecho internacional, para él, es útil solo si sirve a su causa.
Putin no improvisa, pero tampoco duda en aplicar fuerza bruta si lo cree necesario. Sus decisiones, aunque calculadas, pueden ser drásticas. La anexión de Crimea, el uso de mercenarios en África, la manipulación de elecciones extranjeras y la instrumentalización del gas como arma política son extensiones lógicas de su personalidad. Su relación con el pueblo ruso es compleja. No es un demócrata, pero mantiene altos niveles de aprobación interna mediante una narrativa de fortaleza, estabilidad y defensa de los “valores rusos” frente a un Occidente decadente y agresivo. Desde la psicología de masas, Putin encarna la figura del padre protector y severo, que impone orden a cambio de obediencia. No es solo un líder autoritario, sino la imagen viviente de una Rusia que se siente amenazada, abochornada y determinada a recuperar su lugar en el mundo. Su mente es una combinación de ajedrecista frío, espía disciplinado y zar convencido de su misión histórica. Y como toda figura que concentra tanto poder en su visión personal del destino nacional, su permanencia o su caída no serán indiferentes para el futuro del planeta.
Donald Trump: Espectáculo y poder personal en la Casa Blanca
Trump es, ante todo, una figura profundamente controversial, cuyo perfil psicológico encarna los rasgos clásicos del narcisismo grandioso, combinados con conductas propias del populismo autoritario. Su personalidad está marcada por una necesidad apremiante de validación externa, una búsqueda incesante de aplauso, atención y lealtad, así como una profunda intolerancia a la crítica, al disenso y a la duda.
Desde una perspectiva clínica, su comportamiento refleja una autoestima sostenida por mecanismos de defensa como la negación, la proyección y la descalificación del otro. Es impulsivo, reactivo, y su estilo de comunicación se caracteriza por la desinhibición emocional, el lenguaje simplificado, la retórica beligerante y una clara estrategia de polarización. Divide para reinar. Conecta emocionalmente con sectores que se sienten desplazados por los cambios sociales, económicos y culturales del siglo XXI, y les ofrece una narrativa clara y obvia para él como el salvador que dice lo que nadie se atreve a decir. Su liderazgo no se basa en instituciones, sino en la identificación personal con el poder. Lo que amenaza a su figura, amenaza —según su lógica— al país. Por eso desprecia los contrapesos institucionales, ridiculiza a jueces, parlamentarios, periodistas, científicos o diplomáticos que lo contradicen, y busca rodearse de figuras obedientes antes que competentes. Su gobierno es una autoproyección de sí mismo, impredecible, altamente reactivo, y emocionalmente binario donde hay amigos leales y enemigos traidores, sin matices, extremista.
Con su regreso a la Casa Blanca en enero de 2025, Trump ha retomado las riendas de la mayor superpotencia del planeta, y lo ha hecho con más poder que nunca. Su base está movilizada, su partido subordinado a su visión, y buena parte del aparato institucional ha sido reconfigurado para ejecutar rápidamente sus órdenes. Esto no responde únicamente a una estrategia política, sino a un patrón psicológico: Trump necesita sentirse al mando, no como un servidor público, sino como el protagonista absoluto de la historia.
Pero más allá del show, sus decisiones tienen un impacto geopolítico real como la subida a su arbitrio de los aranceles al mundo a países amigos o no amigos de EEUU, o las sanciones económicas a China, el apoyo a Israel, coquetea políticamente con Putin, se retira de los acuerdos de París sobre el clima, ejerce la presión sobre Irán —incluyendo el uso de bombarderos B2 para atacar plantas de enriquecimiento de uranio—, o incluso intenta influir en la política interna de países aliados, como Brasil, al exigir impunidad judicial para líderes afines.
Todo ello configura un perfil de poder disruptivo y de consecuencias imprevisibles. Trump no actúa desde la diplomacia clásica, sino desde la lógica del instinto, la reacción emocional y el cálculo mediático. Para él, gobernar no es negociar consensos, sino imponer realidades. No busca consolidar instituciones, sino erigirse como institución viviente. En definitiva, Donald Trump no es solo un político atípico, es un fenómeno psicológico global, y donde la personalidad, por encima de las ideas, determina el curso del poder.
La otra ruta de paz, democracia y libertad
La historia de la humanidad ha estado marcada por el conflicto, la conquista, la sumisión y la repetición del poder absoluto. Desde los emperadores que se creían elegidos por los dioses hasta los líderes contemporáneos que concentran en su figura la voluntad de millones, el siglo XXI parece regresar, con otros medios y otros lenguajes, a una forma renovada de despotismo.
No obstante los mayores logros de la humanidad no fueron el fruto de un caudillo iluminado, sino de la ciencia, de sistemas abiertos, participativos, imperfectos pero perfectibles, donde las ideas circulan, los errores se corrigen, y los gobiernos se reemplazan sin violencia. Donde el poder se somete al derecho y no al revés. Donde la diferencia no se castiga, sino que se protege. El futuro del planeta no puede depender de la voluntad aislada de tres líderes fuertes, por poderosos que sean. La humanidad no puede quedar rehén de sus personalidades, sus traumas, sus obsesiones o sus estrategias de poder.
Nuestra propuesta es clara y urgente: Debemos fortalecer las democracias, no debilitarlas. Promover gobiernos transparentes, no arbitrarios. Potenciar la cooperación internacional, no el aislacionismo. Defender los derechos humanos. Llamamos a que no sigamos la trampa del cinismo, ni en la nostalgia por el orden autoritario. Que no crean que la democracia es débil porque permite la crítica, o que el desorden es sinónimo de libertad. El verdadero orden es aquel que nace del respeto, no del miedo. Y la verdadera libertad es la que se ejerce junto a otros, no contra ellos. Sabemos que el camino democrático es más lento que el decreto de un autócrata. Pero también que es más sólido, más inclusivo y más resiliente. Los pueblos que han apostado por él, a largo plazo, han prosperado más, han vivido más en paz, y han creado más conocimiento, más bienestar y más futuro.
No proponemos una vuelta a un pasado guerrero, sino una evolución consciente hacia una forma de gobierno responsable y descentralizado, donde la inteligencia artificial y los avances tecnológicos estén al servicio de todos, y no al control de unos pocos. Donde las decisiones se tomen con datos, pero también con ética. Donde la cooperación entre naciones se base en el respeto mutuo, no en la dominación. La historia no está cerrada. La batalla no es solo militar o económica. Es también psicológica, cultural y de conciencia personal. Se libra dentro de cada uno de nosotros, cuando elegimos entre la indiferencia y el compromiso, entre las razas o una sola humanidad, entre el miedo y la esperanza, entre la obediencia ciega y la libertad lúcida. Es tiempo de retomar la marcha hacia un mundo mejor. Un mundo en paz, en democracia y en libertad. Ese sigue siendo el mejor de los caminos. Y el único verdaderamente humano… Recuerda que en libertad y democracia el líder eres tú cuando votas, y al hacerlo, decides quién lidera…
Si deseas profundizar, comentar o consultar sobre este tema puede conectarme en psicologosgessen@hotmail.com. Nos vemos en la próxima entrega.





















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