Estados Unidos: ¿Reinvención o declive?
- Vladimir Gessen
- 15 jun
- 13 Min. de lectura
Actualizado: 16 jun
Las decisiones y las acciones de EEUU impactan al planeta. Por ello, vigilar qué hace la Casa Blanca, más que política, es supervivencia
La incertidumbre del presente y el espejismo del aislacionismo
En el corazón de toda nación late una pregunta silenciosa que solo las crisis hacen audible: ¿qué haremos ahora? No es una interrogante abstracta ni una cuestión reservada a la política exterior o a los debates académicos. Es una pregunta íntima que atraviesa hoy la mente de millones de estadounidenses que se levantan cada mañana sin saber con certeza si su país sigue siendo el que creyeron conocer.
La inflación erosiona la capacidad adquisitiva. La polarización política convierte al vecino en adversario. La inseguridad laboral genera ansiedad crónica. Los tiroteos masivos nos enseñan que ni los templos ni las escuelas ni los supermercados son lugares seguros. Ahora en Minneapolis, con el ataque mortal a parlamentarios, ni siquiera son seguras las casas.
La inmigración, lejos de ser discutida con madurez, se instrumentaliza como arma electoral. La tensión racial se mantiene como una herida sin cerrar. La desinformación desfigura la realidad. Por ello, la confianza en las instituciones —pilar de toda democracia saludable— comienza a desmoronarse.
Lo que se respira no es solo preocupación económica o política. Es un clima emocional colectivo que contiene una mezcla de miedo, cansancio, desconfianza y nostalgia.
Es esa sensación difusa de estar viviendo el ocaso de una era, sin saber qué amanecer nos espera. Y cuando la incertidumbre se instala como estado de ánimo nacional, incluso las democracias más antiguas y sólidas tienden al repliegue. La historia lo ha demostrado, en tiempos de angustia, los pueblos no siempre eligen lo mejor. Eligen lo que parece ofrecer una salida rápida, aunque sea ilusoria.
En este contexto y en medio de un estado de pre-guerra —eventualmente nuclear— en el Medio Oriente, se vuelve cada vez más visible una tendencia estratégica preocupante.
Por lado económico, Estados Unidos parece orientarse hacia un nuevo aislacionismo, no declarado formalmente, pero sí insinuado desde múltiples frentes en lo que se denomina una "guerra comercial". Mientras tanto gana terreno la idea en Estados Unidos de que cerrarse al mundo puede salvarnos. Que los tratados, los compromisos internacionales y las alianzas multilaterales son cargas, no activos. Que lo extranjero es sinónimo de amenaza, y no de oportunidad.
Así, conceptos como “retirarse de alianzas estratégicas”, “limitar el comercio internacional”, “controlar las fronteras con mayor severidad”, “reducir el gasto en ayuda exterior” o “poner a América primero” dejan de sonar como consignas ideológicas para convertirse, en la mente de muchos ciudadanos, en una estrategia racional de supervivencia nacional. Como si el mundo exterior fuera una tempestad, y el repliegue hacia adentro, una forma de construir refugio.
Pero este discurso, aunque comprensible en momentos de vulnerabilidad, es profundamente equivocado si se convierte en doctrina. Porque la historia, la economía y la psicología social nos enseñan que el aislamiento prolongado no protege, más bien debilita. Y que la desconexión, en lugar de resolver los conflictos internos, los magnifica. Cerrarse al mundo no es cerrar el paso al caos, sino de trancar la entrada al aire fresco de la cooperación, la diversidad y la innovación.
Entonces, la gran pregunta no es solo “¿qué haremos ahora?”, sino ¿en qué dirección emocional, estratégica y cultural decidiremos avanzar como país? ¿Hacia el miedo o hacia la madurez? ¿Hacia el repliegue o hacia la renovación? Porque en ese dilema silencioso se juega no solo el futuro de Estados Unidos, sino también el equilibrio del mundo.
La nostalgia como trampa
Detrás de muchos movimientos aislacionistas hay una fuerza emocional profundamente humana como es la nostalgia. Pero no cualquier nostalgia. Es una añoranza idealizada de un pasado que, en muchos casos, nunca existió tal como se recuerda. Una América supuestamente más segura, más homogénea, más religiosa, más previsible. Una época en la que, para ciertos sectores, el orden social parecía claro, las amenazas estaban lejos y el futuro se sentía controlable. Esa narrativa se recicla hoy en discursos políticos que prometen “recuperar la grandeza perdida” apelando no tanto a los hechos históricos, sino a emociones latentes.
Pero esta nostalgia es una estratagema. Es selectiva, excluyente y, sobre todo, irreal. Porque ese pasado que se quiere restaurar fue también un tiempo de enormes desigualdades, con segregación racial institucionalizada, represión de minorías, machismo estructural, guerras injustificadas, y una visión del mundo evidentemente centrada en el interés propio. Quienes hoy se sienten amenazados por el cambio suelen no añorar el pasado en su totalidad, sino su lugar privilegiado en una burbuja donde vivían.
La historia es clara y contundente, el aislacionismo nunca ha sido una garantía de seguridad. No protegió a Estados Unidos del ataque a Pearl Harbor en 1941, cuando la Segunda Guerra Mundial ya ardía en Europa y Asia. Tampoco impidió el ascenso de regímenes totalitarios que amenazaron la libertad global. No detuvo la carrera armamentista ni el despliegue nuclear. Y mucho menos pudo evitar los atentados del 11 de septiembre, que surgieron de dinámicas transnacionales contra las cuales ningún muro pudo haber servido de escudo.
En el mundo hiperconectado del siglo XXI, pensar que un país puede cerrar sus fronteras, cortar sus vínculos y fortalecerse en aislamiento no solo es ingenuo, es peligroso. No hay isla lo suficientemente lejana, ni pared lo suficientemente alta, ni red digital super impermeable como para contener las consecuencias de las pandemias, del cambio climático, de las migraciones forzadas, de las crisis económicas globales, o de los ataques cibernéticos que cruzan los océanos en segundos... ni tampoco de las conflagraciones o del estallido de bombas nucleares,
Además, el aislacionismo no protege de las ideas. Y en un tiempo donde las ideologías extremas, los discursos de odio, la desinformación y las teorías conspirativas se propagan con velocidad viral, pretender que podemos blindarnos del caos mundial desconectándonos de él es equivalente a cerrar los ojos ante un incendio creyendo que así no nos quemaremos.
Hoy, Estados Unidos no necesita mirar hacia atrás con melancolía, sino hacia adelante con madurez. Porque la grandeza de una nación no se mide por su capacidad de aislarse, sino por su habilidad de liderar sin imponer, de cooperar sin rendirse, y de aprender del pasado sin quedar atrapado en él.
Consecuencias internas: miedo, división y empobrecimiento
El principal efecto del aislacionismo no se manifiesta primero en las fronteras ni en los tratados rotos, sino en el tejido emocional y social de la nación. Una sociedad que se repliega sobre sí misma comienza, inevitablemente, a cultivar una mentalidad de "nosotros contra ellos". Y lo más preocupante es que ese “ellos” deja de ser únicamente el extranjero o el adversario externo, y empieza a incluir al distinto, al disidente, al inmigrante, al pobre, al progresista, al conservador, al vecino, al que piensa diferente. La desconfianza hacia el otro se vuelve una epidemia interna.
Históricamente, los periodos de repliegue nacionalista han alimentado la radicalización ideológica y los conflictos sociales. El miedo al exterior, cuando no se gestiona con inteligencia, se convierte en miedo al cambio, y de allí se pasa al rechazo de la diversidad. Así, una de las grandes fortalezas de Estados Unidos —su pluralismo étnico, cultural, religioso e ideológico— que alguna vez se llamó el "melting pot" (olla de mezcla) una metáfora que describía la fusión de diversas culturas, etnias y tradiciones en un solo crisol nacional en Estados Unidos, ahora comienza a ser percibida como una amenaza. Los migrantes ya no son vistos como motores de dinamismo económico y renovación cultural, sino como intrusos que compiten por recursos escasos. Las ciudades que antes eran laboratorios de convivencia se tornan escenarios de sospecha, tensión y de repliegue de la identidad nacional.
Como psicólogos sabemos que el miedo no es un buen consejero. Cuando domina esta emoción, el pensamiento se simplifica, el juicio se distorsiona y el discurso se polariza. La consecuencia es una democracia —siempre frágil— en la que el consenso se vuelve imposible y la política se convierte en una batalla campal de “verdades” absolutas e irreconciliables.
En este clima, los populismos florecen, los liderazgos autoritarios ganan fuerza, y los ciudadanos se retraen o se encierran, incapaces de tender puentes con quienes piensan distinto.
El aislacionismo también pasa una factura económica severa. Estados Unidos no se desarrolló cerrando puertas, sino abriéndolas. El comercio internacional, la inversión extranjera, los flujos de talento y el intercambio científico y tecnológico han sido claves para su crecimiento sostenido. En un mundo hiperconectado, limitar estas dinámicas no implica protegen al trabajador estadounidense, implica aislarlo de la innovación, del avance y de la competencia global saludable.
Las grandes empresas tecnológicas, farmacéuticas, energéticas, agrícolas y de servicios no solo operan para el mercado interno porque su vitalidad depende de exportar, aprender y adaptarse a los cambios del entorno mundial. Si nuestro país reduce su participación en organismos multilaterales, desmantela tratados comerciales, limita las visas para científicos e ingenieros, o levanta barreras a la cooperación internacional, estará sembrando nuestro propio estancamiento. La estrategia de cerrar la puerta para “protegernos del mundo” puede terminar ocultándonos en un cuarto sin ventanas, sin aire, sin ideas nuevas y sin futuro... pronto se acabará el oxígeno.
A largo plazo, este aislamiento termina afectando a los más vulnerables como son los trabajadores, los estudiantes, los emprendedores pequeños, las regiones rurales y las minorías. Porque cuando la economía se desacelera, y la polarización se intensifica, los primeros en sufrir no son las élites, sino quienes dependen del bienestar colectivo para salir adelante.
El precio interno del aislacionismo no es solo económico. Es emocional, cultural, institucional y humano. Es una fractura del alma y de la identidad nacional. Y como toda ruptura mal atendida, puede agravarse hasta volverse irreversible.
Consecuencias globales: un mundo sin brújula
Estados Unidos ha sido, para bien o para mal, una pieza angular del orden global contemporáneo. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, su poder económico, militar, diplomático y cultural no solo ha influido en la arquitectura del mundo contemporáneo, sino que ha definido sus coordenadas. Estas serían, la expansión del modelo democrático liberal, el crecimiento del comercio global, la institucionalización de los derechos humanos, el avance científico compartido y, en muchas ocasiones, el freno a conflictos de alcance planetario.
Por supuesto, este liderazgo no ha estado exento de contradicciones, errores y excesos. Las guerras sin consenso, el intervencionismo en regiones vulnerables, y el respaldo a regímenes autoritarios cuando convino a sus intereses, han manchado su reputación. Sin embargo, en el complejo equilibrio del sistema internacional, su presencia ha funcionado como una especie de brújula o de GPS —imperfecta, pero funcional— en un mundo propenso al caos.
Ahora bien, si Estados Unidos decide retirarse de su papel de liderazgo global, la pregunta ya no es solo qué hará este país consigo mismo, sino qué hará el mundo sin él. ¿Quién ocupará el espacio vacío? ¿Una China con un modelo tecnocrático y autoritario, donde la vigilancia digital y la subordinación de los derechos individuales al poder del Estado son pilares del orden interno? ¿Una Rusia que ha demostrado estar dispuesta a utilizar la fuerza militar, la propaganda y la manipulación cibernética para ampliar su influencia, sin mayor consideración por el derecho internacional? ¿Una Europa democrática pero profundamente dividida, con crecientes movimientos nacionalistas que amenazan su cohesión interna?
La historia nos enseña que los vacíos de poder no permanecen vacíos por mucho tiempo. Cuando una potencia se retira, otra se adelanta, y lo que se pierde no es solo presencia, sino también valores, reglas, y principios. La ausencia de Estados Unidos como referente global puede dar lugar a un mundo más pragmático, más autoritario, más transaccional, donde los derechos humanos, el medio ambiente, la libertad de prensa o el respeto a las minorías ya no sean prioridades en la agenda internacional.
Tampoco se debe subestimar el impacto en los países en desarrollo. Desde la ayuda humanitaria hasta la cooperación en salud pública, educación, energías renovables o combate contra el crimen organizado, la retirada de Estados Unidos implicaría dejar a millones de personas más expuestas a la pobreza, al autoritarismo, al colapso institucional y a los discursos extremistas. Recordemos que cuando el liderazgo se diluye, la esperanza también.
Además, ser el país líder ya no es solo cuestión de ejércitos o tratados. Hoy se libra también en el terreno de la ciencia, la inteligencia artificial, la exploración espacial, la ética tecnológica y la protección del planeta. Estados Unidos ha sido motor de grandes descubrimientos y avances que han beneficiado al conjunto de la humanidad. Si renuncia a esa responsabilidad en nombre de una falsa autosuficiencia, el costo no será únicamente estadounidense, sino universal.
Un Estados Unidos ausente no significa un mundo más pacífico, sino un planeta más incierto, más frágil, más vulnerable a los impulsos de actores que no buscan cooperación, sino dominación. El silencio de una voz que durante décadas, pese a sus contradicciones, defendió una visión compartida del progreso humano, dejará un eco que podría llenarse de gritos autoritarios, intereses cortoplacistas y lógicas de confrontación.
En este sentido, no se intenta restaurar un viejo imperio ni de imponer una hegemonía. Se trata de comprender que el liderazgo no se basa en el poder que se ejerce, sino en el sentido que se ofrece al mundo. Y si Estados Unidos no es capaz de ofrecer un horizonte común, alguien más lo hará. Pero quizás, en esa nueva dirección, el mundo ya no se reconozca a sí mismo.
¿Es correcto aislarse?
Como psicólogos, sabemos que el aislamiento, como una forma de autoprotección, o una retirada temporal, termina muchas veces convirtiéndose en una prisión emocional. El aislamiento prolongado no sana, por el contrario erosiona. Alimenta la ansiedad, profundiza la desconfianza, debilita los vínculos, y genera un progresivo vacío de sentido y pertenencia.
Las naciones, como los seres humanos, también tienen una vida emocional. También tienen temores, memorias traumáticas, heridas abiertas y esperanzas frustradas. Y cuando estas emociones no se elaboran colectivamente, se transforma la política en un refugio emocional disfrazado de estrategia y nace el aislacionismo.
El verdadero fortalecimiento de una nación no ocurre cuando se cierra al mundo, sino cuando aprende a abrirse con inteligencia emocional, madurez institucional y visión estratégica. Se trata de proteger lo esencial —su soberanía, su identidad, sus valores— sin renunciar a su vocación global. Significa trazar fronteras con firmeza, pero también de construir puentes con generosidad. Porque ninguna nación se basta a sí misma. Ni siquiera la más poderosa.
El mundo que se avecina no puede ser un mundo de potencias solitarias ni de bloques enfrentados, sino una red de interdependencias dinámicas, donde el éxito de uno dependerá cada vez más de la cooperación con los otros. Debemos enfrentar desafíos que ninguna nación, por más rica o armada que esté, podrá resolver en solitario como el cambio climático, la inteligencia artificial, las pandemias, la seguridad cibernética, las migraciones masivas, el colapso de la biodiversidad, la pobreza estructural, la escasez de agua potable… o la paz mundial. Lo que nos lleva a una sola frase: ¡O cooperamos o colapsamos!
Estados Unidos, en este nuevo escenario, no necesita regresar a una posición imperial, ni aferrarse a la fantasía de la autosuficiencia. Tiene la oportunidad —quizás única— de redefinir su papel en el mundo no como fortaleza sitiada ni como gendarme planetario, sino como un nodo ético, científico y humano en un todo que clama por dirección, sensatez y esperanza.
Puede liderar no desde la imposición, sino desde el ejemplo. No desde la superioridad, sino desde la responsabilidad compartida. Puede ser catalizador de alianzas tecnológicas para el bien común, promotor de una economía circular, defensor de la dignidad humana en toda geografía, y faro de un nuevo humanismo que combine innovación, justicia social, y respeto por la vida y los derechos humanos.
Aislarse sería, en este contexto, renunciar a su potencial más luminoso. Sería dejar al mundo huérfano de una voz que, con todos sus errores, ha contribuido también a sostener la idea de que la libertad, el conocimiento y la cooperación son los caminos más altos que puede tomar la civilización.
Y quizás, como humanidad, aún estemos a tiempo de elegir el camino de la apertura, la escucha y la sabiduría colectiva.
Una elección que marcará generaciones
Hoy, los ciudadanos estadounidenses enfrentan un dilema que va más allá del ciclo electoral o de las decisiones partidistas. Es una encrucijada histórica, ética y espiritual. ¿Replegarse por miedo o proyectarse con sabiduría? ¿Aferrarse a una idea de seguridad basada en el cierre, la sospecha y la homogeneidad, o apostar por una fuerza que provenga de la apertura, la colaboración y la diversidad? ¿Reforzar los valores democráticos desde una posición defensiva y aislada, o revitalizarlos en el encuentro con el mundo, en la conversación con otras culturas, en el reconocimiento de una humanidad interdependiente?
Esta elección no solo definirá el rumbo de Estados Unidos como nación. Precisará, también, el modelo que prevalecerá en las próximas décadas. Porque, nos guste o no, millones de personas en todo el planeta —desde jóvenes que aspiran a estudiar en sus universidades hasta pueblos que aún confían en la diplomacia estadounidense para frenar conflictos— siguen mirando hacia EE. UU. no solo como una superpotencia, sino como una brújula simbólica. Cuando esa brújula se desorienta, el desconcierto se multiplica.
Y es justamente en los momentos de mayor crisis —cuando los pilares parecen temblar y los discursos extremistas se radicalizan— cuando más necesario es abrirnos a la lucidez, al diálogo honesto, a la responsabilidad colectiva y a la solidaridad global. No como un gesto ingenuo o utópico, sino como una expresión superior de inteligencia política y madurez moral.
Estados si opta por cerrarse, el impacto no será únicamente local. Muchas otras democracias, en distintas latitudes, podrían seguir el mismo camino hacia la fragmentación, la exclusión y el repliegue. Pero si decide abrirse, reimaginarse, asumir su rol como guía ético más que como imperio, y liderar no desde la fuerza sino desde la sabiduría, entonces quizás pueda encender —una vez más— una llama que inspire a las generaciones que vienen y a inventar un futuro donde la humanidad, al fin, se descubra a sí misma como comunidad.
Entre la sombra y la promesa
Hay momentos en la historia en los que los pueblos sienten que caminan al borde de un abismo. Estados Unidos está viviendo uno de esos momentos.
Hoy, el mundo observa. Con expectativa. Con preocupación. Y con la esperanza —aún viva— de que Estados Unidos elija no desaparecer entre sus muros, sino emerger como una voz lúcida, generosa y firme ante un planeta confundido. Porque todavía es posible. Porque todavía hay tiempo. Porque cuando una nación se atreve a elegir la sabiduría sobre el miedo, la historia se transforma. Y tal vez, en ese giro, todos —no solo los estadounidenses— podamos encontrar una nueva forma de habitar este mundo. Una manera más justa, más humana y verdaderamente compartida.
Y al final, todo se reduce a una elección de identidad. ¿Qué tipo de nación vamos a decidir ser los estadounidenses? ¿Una nación que levanta muros o que tiende la mano? ¿Una sociedad que busca seguridad a costa de su alma o de su conciencia, o una que asume el riesgo de vivir en libertad? ¿Una patria encerrada en sí misma, temerosa del otro, o una tierra que abraza a todos con inteligencia y compasión? ¿Seguiremos alimentando las brasas del racismo, la exclusión y la nostalgia de una supremacía pasada? ¿O nos atreveremos, como tantas veces antes, a reinventarnos desde la diversidad, la apertura y la dignidad compartida?
La historia nos observa. Las futuras generaciones también. La decisión no es solo política, es espiritual, moral y profundamente humana. Porque en este momento de sombras y promesas, no elegimos solo un rumbo. Elegiremos quiénes somos y seremos. Y, sobre todo, quiénes queremos llegar a ser. Esperemos que elijamos con coraje.
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