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Religión de Constantino vive en el Vaticano

El emperador romano transformó un credo perseguido en alma del Imperio: de religión romana a religión católica, del Sol Invictus a la Cruz, y de CĆ©sar a Papa, el politeĆ­smo imperial no murió, mutó. Constantino —el verdadero primer Papa— aĆŗn vive en la Iglesia que heredó su poder y pasó de las legiones opresoras al reclutamiento de conciencias...


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Constantino IĀ 

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Flavius Valerius ConstantinusĀ (272–337), fue el hijo del cĆ©sar Constancio Cloro y de Helena, proclamado ya emperador romano y consolidó su autoridad sobre Occidente y, tras aƱos de guerras civiles, se convirtió en soberano del imperio en 324. Constantino fue educado en la corte de Diocleciano, bajo la TetrarquĆ­a, un rĆ©gimen autoritario que pretendĆ­a restaurar la unidad del Imperio mediante un fĆ©rreo control polĆ­tico y religioso que ordenó la ā€œGran Persecuciónā€ (303–311 d.C.), la mĆ”s violenta contra los cristianos sumando destrucciones de iglesias, quema de escrituras y ejecuciones pĆŗblicas. Constantino formó parte del ejĆ©rcito imperial durante esas campaƱas, por lo que acató y fue cómplice pasivo del sistema que las ejecutaba. Constantino durante sus primeras campaƱas mantuvo oficialmente el culto pagano, venerando a Sol Invictus, su dios protector. A partir de la Batalla del Puente Milvio (312 d.C.), declaró su fe en el ā€œDios católico y romanoā€, pero no se bautizó sino hasta su lecho de muerte, en el 337 d.C. No obstante, su conducta siguió siendo despótica: Ejecutó a su propio hijo Crispo y a su esposa Fausta por intrigas palaciegas en el aƱo 326 d.C., apenas un aƱo despuĆ©s del Concilio de NiceaĀ (325). Este doble crimen, ocurrido en el momento de su mĆ”ximo poder, reveló el rostro despótico del emperador que ya habĆ­a abrazado oficialmente la fe católica y se habĆ­a declarado el Pontifex Maximus, lo que hoy es el Papa. Gobernó como un monarca absoluto, mezclando la autoridad del CĆ©sar con la del pontĆ­fice. Controló la Iglesia como parte del Estado, convocando y presidiendo el Concilio de Nicea (325), donde impuso unidad teológica para asegurar la unidad polĆ­tica. Todos los emperadores romanos posteriores a Constantino siguieron siendo Pontifex Maximus, hasta Graciano I, en 382 d.C… El apóstol Pedro, nunca fue Papa. El Canon 6 del Concilio de NiceaĀ reconoce al obispo de AlejandrĆ­a, al de AntioquĆ­a y al de Roma como autoridades regionales, y no universales, cuando Pedro ya llevaba aproximadamente 261 aƱos muerto al celebrarse el Concilio de Nicea. El Papado no es creación de Pedro, sino del Imperio Romano tardĆ­o en el mencionado concilio en 325 d.C. (Penguin, A History of Christianity, 2009)

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Del politeĆ­smo al ĀæmonoteĆ­smo?

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La conversión religiosa de Constantino fue, ante todo, un acto polĆ­tico y estratĆ©gico mĆ”s que un despertar mĆ­stico. El Imperio romano del siglo IV atravesaba una profunda crisis, como era la expansión que habĆ­a detenido su impulso económico, el ejĆ©rcito estaba sobredimensionado y costoso, las guerras civiles se multiplicaban, y el sentido de identidad romana se desmoronaba ante la diversidad Ć©tnica y cultural de los pueblos conquistados. En ese contexto, la religión tradicional —el politeĆ­smo romano con su panteón jerĆ”rquico y sus ritos pĆŗblicos— habĆ­a perdido fuerza cohesionadora. Los cultos orientales, como el mitraĆ­smo, competĆ­an por la fe de los pueblos, mientras el cristianismo crecĆ­a clandestinamente con una moral austera, una estructura comunitaria sólida, y una promesa de salvación universal. Los cristianos —aunque perseguidos— crecĆ­an de manera silenciosa. A inicios del siglo IV, los seguidores de Cristo ya se contaban por millones en Siria, Egipto, Grecia y Ɓfrica del Norte (Rodney Stark, The Rise of Christianity, HarperCollins, 1996). Su fuerza no residĆ­a en templos ni ejĆ©rcitos, sino en una red comunitaria disciplinada, solidaria y universalista. Constantino comprendió que la religión de los perseguidos podĆ­a ser transformada en el nuevo eje de la legitimidad imperial. AsĆ­, el emperador no adoptó la fe de los cristianos por humildad espiritual, sino porque intuyó su poder de cohesión social y moral (Ramsay MacMullen, Christianizing the Roman Empire, Yale University Press, 1984).

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De la persecución al altar


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La conversión de Constantino en 312 representó un acto simbólico donde el emperador que hasta entonces veneraba al Sol Invictus —sĆ­mbolo del poder y de la victoria— cuando dijo, antes de la Batalla del Puente Milvio,Ā que tuvo una visión donde una cruz luminosa acompaƱada de las palabras in hoc signo vincesĀ (ā€œcon este signo vencerĆ”sā€). Por ello, ordenó pintar el sĆ­mbolo en los escudos de sus soldados y, tras su victoria sobre Majencio, se presentó como el elegido por el ā€œDios Ćŗnicoā€, integrando asĆ­ el monoteĆ­smo cristiano en la ideologĆ­a del Estado imperial. Entonces, de perseguidor pasó a protector. El mismo poder que habĆ­a arrojado cristianos a los leones, ahora construĆ­a basĆ­licas para ellos. El Edicto de MilĆ”nĀ (313) garantizó la libertad de culto y devolvió a la Iglesia sus bienes confiscados. Pero lo que nació no fue el cristianismo de las catacumbas, sino una religión imperial adaptada a la estructura del poder romano, con una organización jerĆ”rquica, centralizada y dogmĆ”tica —la curia Romana— y esta nueva Iglesia se convirtió en ā€œuna burocracia espiritual que reflejaba la administración del propio Imperioā€ (Peter Brown, The Rise of Western Christendom, Blackwell, 1996). Sin embargo, este acto no fundó una ā€œIglesia cristianaā€ como tal, sino que pronto se consolidarĆ­a bajo la denominación de Iglesia Católica, Apostólica y Romana. El tĆ©rmino de católica —del griego katholikós, ā€œuniversalā€ā€” Constantino lo elevó a rango imperial. La palabra apostólicaĀ ā€œlegitimabaā€ la sucesión directa de los apóstoles, mientras el tĆ©rmino romana afirmaba la unión entre la nueva fe y la sede del poder polĆ­tico. ā€œConstantino no creó el cristianismo, pero lo convirtió en una institución romana, con obispos equivalentes a magistrados, y concilios semejantes al senadoā€ (Henry Chadwick, The Early Church, Penguin Books, 1967).

De esta forma, la religión de los mĆ”rtires se transformó en una religión de Estado. El emperador, que hasta poco antes participaba en los ritos paganos y los sacrificios al Sol Invictus, se convirtió en el ā€œobispo de los obisposā€. En el Concilio de NiceaĀ (325 d.C.), convocado y presidido por Ć©l, fijó la ortodoxia teológica del cristianismo imperial, a saber: la divinidad del Hijo, la condena del arrianismo y la redacción del Credo niceno, fundamento doctrinal de la nueva Iglesia.

El cambio fue tan profundo que equivaldrĆ­a a imaginar que, si los nazis hubieran ganado la II Guerra Mundial, dos siglos despuĆ©s de haber conquistado Europa, el lĆ­der del entonces Tercer Reich adoptara a la religión judĆ­a como doctrina oficial del imperio nazi. Esa analogĆ­a ilustra la magnitud del giro ideológico porque el poder que habĆ­a crucificado al propio Cristo, y perseguido a sus seguidores se proclamaba ahora su protector y toma para sĆ­, su religión. Pasó de perseguidor a pontĆ­fice, de opresor a fundador de una religión imperial, Constantino inauguró la simbiosis entre trono y altar. ā€œRoma no se convirtió al cristianismo, fue el cristianismo el que se romanizĆ³ā€ (H. Trevor-Roper, The Rise of Christian Europe, Thames & Hudson, 1965). Y esa romanización cristalizó en un nombre que lo decĆ­a todo: Iglesia Católica, Apostólica y Romana, la nueva religión del Imperio y del Estado, y el nuevo rostro espiritual del poder.

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La iglesia se lanza al mercado, en Nicea


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Constantino convocó en el aƱo 325 d.C., el Primer Concilio EcumĆ©nico de Nicea, celebrado en Bitinia, cerca de su residencia imperial. Reunió a mĆ”s de trescientos obisposĀ de todo el Imperio, desde Siria hasta Hispania. Constantino seleccionó a quĆ© obispos invitaba, quiĆ©nes serĆ­an reconocidos como legĆ­timos y, sobre todo, bajo quĆ© condiciones podĆ­an deliberar. Las invitaciones fueron emitidas por decreto imperial, firmadas por su cancillerĆ­a, y la comida y hospedaje de los asistentes fueron financiados con fondos del Estado (Eusebio de Cesarea, Vita Constantini, III, 6–7). TambiĆ©n Ć©l, el emperador, costeó los gastos del viaje, presidió las sesiones, moderó las disputas y promulgó las decisiones del concilio. El historiador Eusebio de Cesarea —su contemporĆ”neo y biógrafo— describe a Constantino sentado en un trono dorado, vestido con manto pĆŗrpura, mientras los obispos lo rodeaban en actitud reverente (Vita Constantini, III, 10–15).

En Nicea se establecieron tres pilares fundamentales del catolicismo imperial, entre ellos la divinidad del Hijo, afirmando que Jesucristo es ā€œde la misma sustanciaā€ (homoousios) que el Padre y se estableció el Credo Niceno, la primera profesión de fe universal, que definirĆ­a la ortodoxia cristiana durante siglos. Nicea no solo resolvió una disputa teológica sino que instituyó la alianza definitiva entre el imperio y la iglesia (Henry Chadwick. The Church in Ancient Society, Oxford University Press, 2001). Constantino, al convocar y presidir aquel concilio, actuó no como un simple mecenas de la Iglesia, sino como su mĆ”xima autoridad terrenal. De hecho, en una carta posterior, Ć©l mismo se autodenominó ā€œEpiskopos ton ektosā€ —literalmente, ā€œobispo de los obisposā€ en los asuntos del mundo— (Eusebio, Vita Constantini, IV, 24). Un Papa, pues…

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QuiƩn fue el primer Papa

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En la prĆ”ctica, Constantino asumió el papel de mediador supremo entre la Iglesia y el Estado, entre lo espiritual y lo temporal. Por eso muchos historiadores consideran que Constantino fue el primer Papa real, no en sentido litĆŗrgico, sino polĆ­tico y funcional (Paul Veyne, Quand notre monde est devenu chrĆ©tien, Albin Michel, 2007). Ɖl fue quien dio forma jurĆ­dica, organizativa y dogmĆ”tica al cristianismo que se expandirĆ­a bajo la bandera de Roma. Su autoridad fue tan absoluta que, tras Nicea, continuó dirimiendo controversias eclesiĆ”sticas —como en el caso del cisma donatista en Ɓfrica del Norte— y dictando leyes que favorecĆ­an a la Iglesia. En el 321 decretó el domingo (dies solis) como dĆ­a oficial de descanso, fusionando el calendario solar romano con la liturgia cristiana. En el 325 prohibió los sacrificios privados a los dioses romanos, y hacia el final de su vida ordenó la construcción de grandes basĆ­licas como San Juan de LetrĆ”n y la iglesia del Santo Sepulcro en JerusalĆ©n.

Desde una perspectiva psicológica podríamos decir que Constantino encarnó la figura arquetípica del rex-sacerdos o el rey-sacerdote que fusiona el poder terrenal y el divino. Y, al hacerlo, inauguró una forma de liderazgo espiritual-político que definiría la historia de Europa durante milenios.

La ā€œReligión de Constantinoā€ nació, por tanto, de una fusión entre fe y poder. Fue una ā€œgenialidadā€ polĆ­tica perversa transformar a los antiguos enemigos del Imperio en su columna espiritual, convertir la cruz en estandarte de las legiones, y reinterpretar el mensaje de los perseguidos como mandato divino de un nuevo orden universal. Desde ese momento, Roma dejó de ser pagana, pero el cristianismo dejó tambiĆ©n de ser rebelde. Nació un poder teocrĆ”tico que dominarĆ­a Europa durante mĆ”s de mil aƱos.

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¿Quién crucificó a Jesús?


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El Imperio —a partir del siglo IV— impulsó y consolidó la idea de que el pueblo judĆ­o fue responsable de la muerte de JesĆŗs, y lo hizo con fines polĆ­ticos y teológicos. Pero este proceso fue gradual, y profundamente malĆ©volo, un mecanismo de transferencia de culpa que sirvió para unificar al nuevo catolicismo imperial romano en torno a un enemigo comĆŗn y, a la vez, desvincular a Roma de la ejecución real de Cristo, que históricamente, y con absoluta certeza, fue un acto registrado del poder romano. JesĆŗs de Nazaret fue ejecutado por orden del prefecto romano Poncio Pilato —aunque se lavara las manos— hacia el aƱo 30 d.C., bajo el cargo de sedición contra el Imperio. La crucifixión era un castigo tĆ­picamente romano, reservado a esclavos y rebeldes. ā€œNo hay duda alguna de que fue el poder imperial el que mató a JesĆŗs; los judĆ­os no tenĆ­an autoridad para crucificar a nadieā€ (John Dominic Crossan, Who Killed Jesus?, HarperCollins, 1995). A pesar de ello, en los siglos siguientes, la responsabilidad polĆ­tica romana fue progresivamente borrada del relato teológico, reemplazada por la acusación contra los judĆ­os.

En el aƱo 325, el mismo Concilio de Nicea que condenó el arrianismo tambiĆ©n desvinculó oficialmente la Pascua cristiana del calendario judĆ­o, decisión impulsada personalmente por Constantino, quien escribió: ā€œNo debemos tener nada en comĆŗn con el pueblo homicida de su SeƱorā€ (Carta de Constantino a las Iglesias, citada por Eusebio, Vita Constantini, III, 18–20). Esa frase marca el inicio del antisemitismo institucional católico. A partir de allĆ­, se prohibió la observancia del sĆ”bado, se desacreditó la circuncisión, y se persiguieron comunidades judĆ­as bajo el argumento de su ā€œculpa ancestralā€. La acusación de ā€œpueblo deicidaā€ se convirtió en uno de los pilares del catolicismo medieval. Padres de la Iglesia como Juan Crisóstomo escribió: ā€œViven para ser testigos de su propia desgracia, para que el mundo vea en ellos el castigo divino.ā€ (Adversus Iudaeos, HomilĆ­a I, 1–2). AgustĆ­n de HiponaĀ desarrolló la ā€œteorĆ­a del testimonioā€ (witness doctrine), segĆŗn la cual Dios preserva a los judĆ­os no para exaltarles, sino para que sean testigos de las Escrituras y de su propio castigo, y TambiĆ©n JerónimoĀ (Patrologia Latina/42 - Wikisource), escribieron sermones en los que los judĆ­os eran retratados como testigos errantes del castigo divino. Su dispersión por el mundo fue interpretada como prueba de su culpa. De esta manera, la nueva Iglesia heredera del Imperio mantuvo una narrativa que, durante mĆ”s de 1500 aƱos, justificó persecuciones, expulsiones, guetos y pogromos. Desde las Cruzadas (siglo XI) hasta la Inquisición, e incluso el antisemitismo moderno, esa teologĆ­a del odio tuvo su raĆ­z en el catolicismo imperial que Constantino institucionalizó. ā€œEl antisemitismo católico no nació en los Evangelios, sino en la corte de Constantinoā€ (Jules Isaac, JĆ©sus et IsraĆ«l, 1948)

El Imperio romano necesitó culpar al pueblo judĆ­o para consolidar su nueva religión de Estado. Fue una ignominia polĆ­tica, pero tambiĆ©n una manipulación moral que cambió el curso de la historia. Al liberar a Roma de la culpa y cargarla sobre los judĆ­os, el poder imperial convirtió la redención en propaganda, y la fe en dominio. Desde entonces, la cruz, de la crucifixión romana, sustituyo al verdadero sĆ­mbolo cristiano de amor y sacrificio como era el pez, y se transformó en estandarte de poder y persecución en las cruzadas. Y esa sombra —esa falsificación histórica— seguirĆ­a proyectĆ”ndose durante siglos sobre la conciencia de Occidente.

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ĀæY Pedro?... El verdadero fundador de la Iglesia cristiana


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Los Evangelios y los Hechos de los ApóstolesĀ relatan que Pedro, discĆ­pulo de JesĆŗs, desempeñó un papel fundamental en la primera comunidad cristiana de JerusalĆ©n, junto a Santiago y Juan. SegĆŗn la tradición, habrĆ­a viajado a Roma durante el reinado de Nerón (54–68 d.C.) y murió martirizado en las persecuciones ejecutado por losĀ romanos, y su muerte forma parte de la gran persecución de cristianos bajo el emperador, posterior al incendio de Roma (64 d.C.). Sin embargo, no existe evidencia documental contemporĆ”nea que pruebe que Pedro fundó una institución eclesiĆ”stica organizada o estableció allĆ­ una ā€œsede apostólicaā€.

Pedro fue un predicador carismƔtico, no un administrador, fue un testigo de fe, no un fundador institucional (Bart D. Ehrman (Peter, Paul, and Mary Magdalene: The Followers of Jesus in History and Legend, Oxford University Press, 2006).

Durante los primeros tres siglos del cristianismo, las comunidades cristianas fueron esencialmente autónomas, guiadas por presbĆ­teros y obispos locales. No existĆ­a una autoridad central ni una jerarquĆ­a uniforme. En realidad, la Iglesia primitiva fue un mosaico de iglesias, las de JerusalĆ©n, AlejandrĆ­a, AntioquĆ­a, Ɖfeso, y Roma… Cada una con su propio acento teológico, litĆŗrgico y cultural, ā€œLa diversidad doctrinal era tan grande que hablar de ā€˜una sola Iglesia’ antes del siglo IV resulta anacrónicoā€ (Elaine Pagels, The Gnostic Gospels, Random House, 1979).

La figura de Pedro fue usada simbólicamente para legitimar el poder de Roma siglos despuĆ©s. El famoso pasaje de Mateo 16:18 ā€”ā€œTĆŗ eres Pedro, y sobre esta piedra edificarĆ© mi Iglesiaā€ā€” fue reinterpretado en clave institucional para justificar la primacĆ­a papal. Pero esa lectura tomó forma polĆ­tica solo tras el Concilio de Nicea (325 d.C.). Fue allĆ­ donde el emperador impuso una unidad doctrinal, definió un credo comĆŗn y estableció la estructura jerĆ”rquica que transformó un movimiento espiritual en un organismo imperial. Pero, el entonces obispo de Roma —en ese momento, Silvestre I— gozaba de prestigio por ser el sucesor simbólico de Pedro, y por residir en la antigua capital del Imperio, pero no presidió el concilio, quien sĆ­ lo hizo fue el propio emperador Constantino.

El emperador actuó como ā€œinstrumento de la Providencia divinaā€ al organizar la Iglesia (Vita Constantini, IV, 24–36). Pero mĆ”s que un instrumento divino, fue un estratega polĆ­tico. Su objetivo era unificar el Imperio bajo un solo Dios y un solo emperador, eliminando las divisiones internas del cristianismo y convirtiendo la religión en una herramienta de cohesión del Estado.

En el aƱo 380, bajo el emperador Teodosio I, el catolicismo niceno —el de Constantino, no el de Pedro— fue declarado religión oficial del Imperio mediante el Edicto de TesalónicaĀ (Cunctos populos), promulgado junto a Graciano y Valentiniano II. Este edicto ordenaba que todos los sĆŗbditos del Imperio profesaran la fe ā€œque Pedro transmitió a los romanosā€, pero, paradójicamente, la estructura que sostenĆ­a esa fe que era la misma que mató al apóstol, era romana, y no apostólica. En ese momento nació oficialmente la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, que respondĆ­a a un modelo imperial, el de un Papa como emperador espiritual, un cuerpo clerical jerarquizado como burocracia sagrada y oficial, y una liturgia fastuosa heredera del ceremonial bizantino. ā€œLa Iglesia que surgió del catolicismo constantiniano fue mĆ”s una rĆ©plica del Imperio que una continuación de la comunidad de JesĆŗs, una religión del poder, y no de la pobrezaā€ (Karen Armstrong, A History of God, Valentine Books, 1993).

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De un solo Dios a tres en uno: la romanización del monoteísmo


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Constantino comprendió un principio de psicologĆ­a polĆ­tica y religiosa que pocos han entendido tan bien, los pueblos no cambian de fe, cambian de forma.Ā La religión no se impone por decreto, sino por sĆ­mbolos familiares. Cuando el emperador decidió adoptar el cristianismo como eje espiritual del Imperio, supo que no podĆ­a destruir de un golpe la sensibilidad politeĆ­sta de Roma, heredera de siglos de dioses, diosas, lares y penates. Por eso su estrategia fue fusionar lo nuevo con lo antiguo, revestir el monoteĆ­smo cristiano con estructuras, rituales y figuras que evocaran la riqueza simbólica del viejo credo romano. Lo que emergió fue una religión ā€œmonoteĆ­sta en teorĆ­a, pero politeĆ­sta en la prĆ”cticaā€ (Will Durant, Caesar and Christ, Simon & Schuster, 1944). ā€œConstantino no destruyó los templos, los rebautizó. No prohibió los Ć­dolos, los transformó en imĆ”genes de santos, no eliminó las fiestas paganas, las hizo católicas.ā€

En el plano doctrinal, el punto de inflexión y donde un politeĆ­smo disfrazado comenzó, fue el Concilio de Nicea (325 d.C.), donde —bajo la autoridad romana— se fijó el dogma de la SantĆ­sima Trinidad, es decir un solo Dios, pero en tres personas distintas: Padre, Hijo y EspĆ­ritu Santo. En la religión romana clĆ”sica, el triunvirato divino por excelencia era la TrĆ­ada Arcaica, adorada en el templo principal del Capitolio de Roma, JĆŗpiter representaba el poder soberano y espiritual (el PadreĀ celestial). Marte encarnaba la fuerza militar y la expansión (el Hijo guerrero, activo en el mundo). Y Quirino, antiguo dios de la comunidad civil y de los ciudadanos, simbolizaba el espĆ­ritu colectivo, la vida interior de Roma (el EspĆ­rituĀ del pueblo). Esta trĆ­ada era una teologĆ­a de Estado, una ā€œtrinidad polĆ­ticaā€ que reflejaba la armonĆ­a entre autoridad, acción y comunidad. Cuando el catolicismo romano adoptó su propia Trinidad, el pueblo romano ya tenĆ­a grabado en su inconsciente colectivo este patrón tripartito.

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El nuevo politeĆ­smo

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Aunque el propósito teológico de la ā€œSantĆ­sima Trinidadā€ era resolver las disputas sobre la naturaleza de una triple deidad, en la prĆ”ctica esa formulación introdujo una multiplicidad divina dentro del monoteĆ­smo. Nicea transformó la simplicidad del Dios de JesĆŗs en un sistema metafĆ­sico de tres hipóstasis —una palabra que considera loĀ abstractoĀ oĀ irrealĀ comoĀ algoĀ real— algo inteligible solo para los teólogos y conveniente para los emperadores (Hans Küng en The Catholic Church: A Short History, Random House, 2001).

Este dogma permitió un paralelismo psicológico con el politeĆ­smo romano, donde antes se veneraba a JĆŗpiter, Marte o Venus, ahora se adoraban aspectos distintos de una misma divinidad. La idea de ā€œtres en unoā€ facilitaba la transición mental del politeĆ­smo al catolicismo imperial. Y, en los siglos siguientes, la incorporación de imĆ”genes, reliquias y santos patronos consolidó esa continuidad cultural. La veneración a los santos funcionó como una transposición del antiguo culto a los dioses locales. Cada ciudad romana tenĆ­a su protector divino, y la nueva Iglesia asignó a cada comunidad un santo patrono. Cada oficio tenĆ­a su deidad tutelar. El catolicismo constantiniano instituyó un santo correspondiente y de esta manera San Jorge reemplazó a Marte, Santa LucĆ­a a Diana, San NicolĆ”s al dios Hermes, y asĆ­ sucesivamente. ā€œEl culto a los santos fue la continuación católica del paganismo cĆ­vico. Las tumbas de los mĆ”rtires se convirtieron en los nuevos templos de la Roma católica.ā€ (Peter Brown, The Cult of the Saints, University of Chicago Press, 1981).

Constantino, astuto polĆ­tico, no abolió la religión romana, la absorbió.Ā Conservó su iconografĆ­a —las imĆ”genes, los altares, las procesiones, el incienso, las vestimentas sacerdotales— y les dio un nuevo significado. De ese modo, la nueva fe no se sintió extraƱa, sino familiar. Incluso el calendario litĆŗrgico católico se superpuso al romano, la fiesta del Natalis Solis InvictiĀ (25 de diciembre), celebración del Sol invencible, se transformó en la Natividad de Cristo.

El resultado fue una sĆ­ntesis psicológica sin precedentes. El pueblo romano pudo mantener su necesidad de intermediarios celestes y figuras protectoras, mientras el emperador consolidaba su papel como vicario de Dios en la Tierra. ā€œLa transición fue menos una conversión que una reconfiguración cultural: los viejos dioses cambiaron de nombre, no de funciónā€ (Ramsay MacMullen, Christianity and Paganism in the Fourth to Eighth Centuries, Yale University Press, 1997).

La religión de ConstantinoĀ fue, en esencia, una metamorfosis polĆ­tica del politeĆ­smo en monoteĆ­smo imperial. Un solo Dios legitimaba al emperador, pero mĆŗltiples santos, vĆ­rgenes y patrones mantenĆ­an viva la emoción religiosa del pueblo. La cruz sustituyó al Ć”guila imperial, pero la psicologĆ­a del poder y la necesidad de mediadores entre el hombre y lo divino siguieron siendo las mismas. ā€œConstantino romanizó el cristianismo. No fue Roma la que se cristianizó, sino el cristianismo el que se volvió romanoā€ (Paul Veyne, Quand notre monde est devenu chrĆ©tien, Albin Michel, 2007).

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De la Trinidad al poder


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La genialidad mezquina política de Constantino no terminó con su conversión ni con el Concilio de Nicea. Su verdadero legado fue haber creado un modelo de gobierno religioso que sobrevivió al propio Imperio. Una estructura piramidal en la que el poder divino se reflejaba en el orden jerÔrquico. Al igual que en la Trinidad Arcaica había un Padre, un Hijo y un Espíritu subordinados en armonía, en la nueva Iglesia había un Emperador, un Papa y un clero bajo una misma autoridad espiritual. La teología servía como metÔfora del poder.

Tras Nicea, Constantino continuó interviniendo activamente en los asuntos eclesiĆ”sticos. Convocó sĆ­nodos, resolvió disputas entre obispos y nombró cargos religiosos. En la prĆ”ctica, actuó como el sumo pontĆ­fice del catolicismo —el tĆ­tulo que, en la religión romana, correspondĆ­a al Pontifex Maximus, jefe del colegio sacerdotal romano— y con ese gesto, absorbió la función religiosa del emperador romano dentro de la nueva fe. A partir de entonces, el soberano no solo representaba la autoridad polĆ­tica, sino tambiĆ©n la divina. Su cronista y apologista, lo exaltó como ā€œel nuevo MoisĆ©sā€Ā y ā€œvicario de Diosā€Ā (Vita ConstantiniĀ (IV, 24–36), y lo describe dictando decretos sobre la disciplina eclesiĆ”stica y presidiendo concilios como el Papa.

Tras su muerte, en 337 d.C., sus sucesores heredaron ese modelo. El emperador de Oriente se convirtió en el basileus kai hiereusĀ (ā€œrey y sacerdoteā€), mientras los obispos y patriarcas quedaban subordinados al trono imperial. Este sistema, conocido como cesaropapismo, caracterizó al Imperio bizantino. El emperador designaba a los patriarcas, convocaba concilios y vigilaba la ortodoxia. Justiniano I (527–565) promulgó leyes eclesiĆ”sticas en su Corpus Iuris CivilisĀ y declaró que su misión era ā€œarmonizar el Imperio y la Iglesia como cuerpo y almaā€.

En Occidente, sin embargo, cuando la autoridad imperial se debilitó tras las invasiones bĆ”rbaras del siglo V, fue la Iglesia de Roma la que asumió el papel de heredera del orden imperial. Los Papas ocuparon el vacĆ­o de poder y gobernaron territorios, administraron justicia y enviaron embajadores como antiguos cónsules. León I, en el siglo V, se autoproclamó ā€œVicarius Christiā€ y negoció directamente con Atila, el rey de los hunos, mientras el Imperio agonizaba. Desde entonces, el pontĆ­fice romano pasó a ser el emperador virtual de Occidente. Esa estructura jerĆ”rquica, inspirada en la ontologĆ­a divina, consolidó un sistema vertical donde la obediencia al Papa equivalĆ­a a obedecer a Dios.

A partir del siglo VIII, con la Donación de Constantino —un documento apócrifo redactado probablemente en el siglo VIII, pero ā€œatribuidoā€ al propio emperador—, la Iglesia de Roma legitimó su poder temporal alegando que Constantino habĆ­a cedido al Papa Silvestre I el control sobre Roma y el Occidente. Aunque el texto fue posteriormente declarado falso por Lorenzo Valla en el siglo XV, durante siglos sirvió de base jurĆ­dica para justificar el poder papal. ā€œEl mito de la Donación fue el contrato espiritual entre el cetro y la tiaraā€ (Richard Krautheimer en Rome: Profile of a City, 312–1308, Cambridge University Press, 1980). De este modo, el papado nació de la sombra de Constantino, como prolongación simbólica de su autoridad. La Iglesia heredó el aparato administrativo del Imperio con las provincias convertidas en diócesis, gobernadores en obispos, templos en basĆ­licas, leyes imperiales en cĆ”nones eclesiĆ”sticos. Roma no cayó, se transfiguró en Vaticano. La Iglesia constantiniana no fue la victoria de Cristo sobre Roma, sino la victoria de Roma en nombre de Cristo. (Peter Brown, The Rise of Western Christendom, Wiley-Blackwel). En otras palabras, la religión de ConstantinoĀ fue el puente entre el Imperio romano y la civilización católica. De su alianza entre trono y altar surgieron tanto el esplendor bizantino como la teocracia medieval. Y el Papa, mĆ”s que sucesor de Pedro, fue sucesor del CĆ©sar.

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El inicio de la infame confesión


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Aunque Constantino no creó el sacramento, sĆ­ sembró la idea del perdón institucionalizado. En la religión romana, la redención era un acto privado o ritual, y en el catolicismo imperial, comenzó a verse como un acto regulado por la Iglesia heredera del Imperio, y por la autoridad del Cesar. El emperador Constantino abolió los sacrificios donde se ofrecĆ­an animales, frutos, incienso o incluso vidas humanas para aplacar a los dioses, y mantener el orden cósmico. AsĆ­ era el lenguaje del poder, el pueblo ofrecĆ­a, el sacerdote intermediaba, y el dios —como el emperador— otorgaba el perdón. Constantino los sustituyó por un culto no sangriento, el de la EucaristĆ­a, que conmemora el sacrificio de Cristo de una vez y para siempre. Sin embargo, el cambio no fue solo teológico, fue psicológico y polĆ­tico. El Imperio abandonó el sacrificio fĆ­sico, pero necesitaba un nuevo mecanismo para que el imperio se mantuviera informado, practicara la obediencia moral y la cohesión espiritual del pueblo. AsĆ­, siglos despuĆ©s, cuando el penitente se arrodillaba frente al confesor, repetĆ­a simbólicamente un gesto antiguo, el del sĆŗbdito que se postra ante el CĆ©sar pidiendo clemencia y dando información.

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La Iglesia de Roma: el Imperio que no murió

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Cuando en el año 476 d.C. cayó Rómulo Augústulo, el último emperador de Occidente, el trono quedó vacío, pero no el poder. La administración imperial, las leyes, las costumbres y la lengua latina continuaron vivas dentro de la Iglesia católica, que había heredado, siglos antes, la estructura jerÔrquica de Roma. Las antiguas provincias se transformaron en diócesis, los gobernadores en obispos, y el senado en concilios. Roma no pereció, cambió de nombre. Su autoridad dejó de ser militar para volverse espiritual (Edward Gibbon, The Decline and Fall of the Roman Empire, 2004). El Papa, sucesor simbólico del César, asumió la doble misión de preservar la unidad y la civilización. Donde antes marchaban legiones, ahora marchaban misioneros, donde antes se imponía la ley con la espada, ahora se difundía con la cruz o posteriormente con el Santo Oficio y la Santa inquisición.

La Iglesia mantuvo el latĆ­n como lengua sagrada, adoptó el derecho romano como base del derecho canónico, y conservó el tĆ­tulo de Pontifex Maximus, que habĆ­a sido uno de los mĆ”s antiguos cargos religiosos de los emperadores. En la iconografĆ­a, el Papa aparece entronizado con vestiduras pĆŗrpuras y tiara triple, sĆ­mbolo de su dominio sobre el cielo, la tierra y el purgatorio, lo que es una continuidad simbólica del poder universal que proclamaban los CĆ©sares. ā€œEl catolicismo romano fue el vehĆ­culo por el cual la cultura del Imperio sobrevivió a su ruina polĆ­tica. La Iglesia fue la Roma que perduró en el alma de Europaā€ (Christopher Dawson, en Religion and the Rise of Western Culture, 1950).

En los siglos siguientes, mientras las invasiones bĆ”rbaras destruĆ­an las ciudades y las rutas imperiales, el papado se convirtió en el centro del orden y la continuidad. Monasterios y catedrales se transformaron en los nuevos foros romanos, donde se copiaban manuscritos, se administraba justicia y se educaba a las Ć©lites. El Papa Gregorio Magno (590–604) reorganizó la Iglesia con precisión administrativa romana, enviando misioneros a Britania y al norte de Europa con la misma disciplina con que antiguamente Roma enviaba legiones.

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Roma eterna: de la urbe imperial a la urbe espiritual


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La Iglesia de Roma heredó tambiĆ©n la psicologĆ­a del poder imperial, la noción de ordoĀ (orden), auctoritas (autoridad) y disciplina. En la mentalidad romana, el poder no era solo dominio, sino pax —la paz impuesta por el orden universal—. De ahĆ­ que la Pax RomanaĀ se convirtiera en la Pax Christi, y el ideal de Roma —un solo mundo bajo una sola ley— pasara al catolicismo: una fides, una ecclesia. ā€œLa Iglesia no reemplazó a Roma, la continuó. Fue el alma de un cuerpo muerto que siguió caminando por siglos. (Henri-IrĆ©nĆ©e Marrou, DĆ©cadence romaine ou antiquitĆ© tardive?, 1949). PodrĆ­a decirse que el inconsciente colectivo romano necesitaba perpetuarse. La Iglesia fue la gran transfiguración de ese inconsciente porque reemplazó los dioses por santos, los templos por basĆ­licas, los emperadores por papas, y la conquista por evangelización. El alma imperial encontró asĆ­ su inmortalidad bajo el signo de la cruz.

Sí, la Iglesia de Roma es la heredera del Imperio romano. No solo conservó su idioma, su derecho, su jerarquía y su diplomacia, sino también su vocación de universalidad. La Urbs Aeterna no cayó, cambió de trono y de símbolo.

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El Vaticano vestigio del imperio romano

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A pesar de las revoluciones, las repúblicas y la modernidad, la Santa Sede siguió actuando como un Estado heredero del Imperio romano. El Vaticano, fundado formalmente en 1929 por el Tratado de LetrÔn entre Pío XI y Mussolini, no es solo un microestado religioso, es la culminación jurídica de una continuidad milenaria.


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Luego la firma del Concordato en Roma, el 20 de julio de 1933, entre la Alemania presidida por Hitler y en la Santa Sede Pio XII, reguló, por primera vez en la historia, las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado nazi. AsĆ­, hasta el dĆ­a de hoy la estructura diplomĆ”tica vaticana refleja la organización imperial ya que tiene nuncios equivalentes a embajadores, una SecretarĆ­a de Estado como cancillerĆ­a, tribunales, guardias, y una red global de representación que ningĆŗn otro Estado posee. (John L. Allen Jr., All the Pope’s Men: The Inside Story of How the Vatican Really Thinks, Doubleday, 2004)

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El poder espiritual como continuidad geopolĆ­tica

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Hoy podemos afirmar con rigor histórico y psicológico que la Iglesia de Roma es la heredera viva del Imperio romano. Roma no desapareció, se sublimó. El cetro se transformó en bĆ”culo, la pĆŗrpura en sotana, el Senado en Concilio, y la legión en congregación. La autoridad moral del Papa conserva el eco de la autoridad del imperio romano. Constantino creyó construir una religión que unificara un imperio y, sin saberlo, erigió un modelo que aĆŗn gobierna en mil cuatrocientas millones de conciencias, sus sĆŗbitos. Pero luego de una historia oscura donde solo citamos la Santa Inquisición, los procesos a Giordano Bruno, Galileo Galilei y Baruch Spinoza, la venta de indulgencias, y distintos delitos y crĆ­menes, como la quema de supuestas brujas en Europa, la participación eclesiĆ”stica en persecuciones contra herejes y disidentes, los abusos cometidos en misiones coloniales, el encubrimiento sistemĆ”tico de pederastia clerical, el saqueo de riquezas indĆ­genas bajo justificación religiosa, los juicios por blasfemia que anularon vidas enteras, la censura intelectual del ƍndice de Libros Prohibidos, y los excesos mortales de las Cruzadas, la condena a las mujeres, legitimando la conquista y evangelización forzosa, la condena a la libertad de conciencia del Papa PĆ­o IX y elĀ antisemitismo teológico durante 15 siglos… vemos ahora en los Ćŗltimos tiempos, y en el presente ese mismo modelo milenario que muestra grietas profundas. La autoridad espiritual de la Iglesia se ha visto severamente erosionada por escĆ”ndalos de abuso sexual cometidos por sacerdotes y obispos, encubrimientos sistemĆ”ticos y conexiones turbias con redes financieras opacas. Investigaciones judiciales en diversos paĆ­ses han revelado casos de lavado de dinero, nexos con organizaciones criminales e incluso ingresos procedentes del narcotrĆ”fico, que han comprometido la credibilidad moral del Vaticano y de su Banco, el Instituto para las Obras de Religión.AsĆ­, la ā€œheredera del Imperioā€ carga hoy con el peso de sus propias sombras, las del poder que quiso redimir al mundo, pero terminó reproduciendo, dentro de sus muros sagrados, las mismas corrupciones humanas que el imperio romano jamĆ”s pudo purificar. Y si la Iglesia del Vaticano no emprende una profunda renovación Ć©tica y espiritual —una verdadera transformación institucional o conversión profunda— correrĆ” la misma suerte que el imperio romano, simplemente terminando de convertirse solo en una historia del pasado.

Pero el desafĆ­o contemporĆ”neo para mi esposa MarĆ­a Mercedes y para quien escribe —como psicólogos y como observadores de la conciencia humana— es preguntarnos: Āæseguimos obedeciendo al viejo emperador que busca controlarlo todo, o nos atrevemos a crear una nueva conciencia, libre de dogmas, abierta al Universo? La Religión de ConstantinoĀ fue el intento de unificar la Tierra bajo un solo Dios. Hoy, la humanidad podrĆ­a intentar algo mĆ”s grande como es reconocer que ese Dios es el mismo Universo del que somos parte, sin templos de piedra ni jerarquĆ­as de poder, sino con una conciencia universal que nos incluye a todos.

La verdadera creencia divina, la que no cae, ya no estĆ” en el Vaticano ni en los palacios de mĆ”rmol. EstĆ” en el espĆ­ritu humano de cada quien que busque sentido y trascendencia. Cada uno de nosotros es heredero de ese imperio invisible, el de la vida interior que todavĆ­a construye, conquista y ora. Porque como dijimos alguna vez, el Universo no solo nos contiene, tambiĆ©n nos piensa. Y quizĆ”s —solo quizĆ”s— se cumpla el sueƱo eterno de que el hombre descubra que su autĆ©ntico poder no estĆ” en gobernar el mundo, sino en gobernarse a sĆ­ mismo, y comprender que la Divina Presencia del Universo estĆ” en la iglesia mĆ”s cercana a ti mismo, la que estĆ” en tu propio cuerpo. SĆ­, querido lector, dentro de ti… Si desea darnos su opinión o contactarnos puede hacerlo en psicologosgessen@hotmail.com... Que la Eterna Providencia Universal nos acompaƱe a todos…


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(Coautor junto a su esposa María Mercedes Gessen del libro ¿Qué o Quién es el Universo?), el cual le invitamos a leer, y disponible en Amazon.

Puede publicar este artículo o parte de él, siempre que cite la fuente del autor y el link correspondiente de Informe 21. Gracias. © Fotos e ImÔgenes Gessen&Gessen

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