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¿Funciona la guerra contra el narcotráfico?

Los carteles de la trasnacional multimillonaria de las drogas han demostrado que escenarios de combates militares multiplican su producción, les permite comprar países, corromper su identidad y sus instituciones.


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A finales del siglo pasado, cuando el mundo se asombraba con los carteles de Medellín y Cali, en Colombia, exigí como parlamentario la creación de la Comisión Permanente Antidrogas del Congreso de la República de Venezuela, la cual presidí durante una década. También, presenté y fui coautor de la primera Ley contra el Delito de Narcotráfico en Venezuela. Desde el Parlamento revelé que algunos congresistas utilizaban sus vehículos oficiales para traficar drogas, y logramos desenmascarar a varios, y algunos terminaron en prisión. Igualmente, requerí al gobierno del presidente Carlos Andrés Pérez la expulsión del país de la mafia siciliana Cosa Nostra, lo cual se logró.

Desde los años 80 denuncié que debíamos evitar que el narcotráfico creciera en Venezuela, y señalé que los carteles de la droga de Colombia podían crear "el mayor punto de almacenamiento de drogas colombianas con destino a Estados Unidos o Europa".

En 1987, durante el gobierno del presidente Jaime Lusinchi, denuncié igualmente que altos generales, para ese entonces, estaban implicados en el narcotráfico y acuñé por primera vez la expresión “Cartel de los Soles” para describir esa estructura emergente dentro de las fuerzas castrenses. Aquella denuncia, a pesar de ser un estado democrático, me valió una ilegal persecución judicial y militar, y siendo un civil, la Corte Marcial Militar pronunció una acusación en mi contra por el supuesto delito de vilipendio a las Fuerzas Armadas, e ignorando mi inmunidad parlamentaria, se me quiso enjuiciar. No podía confiar en esta corte militar porque un general presidente de la Corte Marcial fue enjuiciado por tráfico de drogas tras un caso ocurrido en 1985 donde este alto oficial fue detenido cerca de Coro en Venezuela traficando 453 kilos de cocaína. Por lo que tuve que solicitar asilo en la Embajada de Panamá en Caracas. Al día siguiente partí bajo la protección del embajador panameño Marcel Salamín, lo que fue reseñado por medios internacionales como El País de España, y agencias de noticias como AP.

Ya para entonces (El Tiempo de Bogotá), advertí que los carteles de la droga en México superaban los ingresos petroleros de ese país, y que la economía de Colombia dependía en gran medida del dinero de la cocaína. Alerté además que, con las decenas de miles de millones de dólares que ingresaban a los carteles colombianos y mexicanos, estos podrían incluso tomar o controlar al poder en sus países, o en otros de la región, constituyendo un verdadero “Estado dentro del Estado”.

Hoy, más de tres décadas después, el narcotráfico se ha expandido en buena parte de los países de Centro y Sudamérica. Las advertencias que lancé en aquel momento son una realidad incuestionable, ya que el negocio del narcotráfico ha alcanzado una fuerza social, económica, política y militar sin precedentes.

Analicemos, entonces, hasta dónde ha crecido el tráfico y consumo de drogas ilícitas y cómo se ha convertido en un desafío psicológico y político, y en un problema de seguridad nacional, además de militar, que atraviesa generaciones y pone en riesgo a la humanidad entera.

 

La cocaína


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Cuando hablamos del negocio de la cocaína, hay que entender su geografía criminal. La hoja de coca se cultiva básicamente en tres países andinos, Colombia, Perú y Bolivia. Allí, en las mismas zonas rurales donde se siembra, se procesa la primera etapa, la pasta básica de cocaína, también llamada “pasta de coca” o “sulfato de cocaína”. La fase siguiente es la conversión a clorhidrato de cocaína, el polvo blanco que domina los mercados globales. Tradicionalmente, Colombia, Perú y Bolivia han sido los principales lugares de cristalización, pero en los últimos años la geografía se ha ampliado. Hoy se han descubierto laboratorios de conversión hasta en Holanda, Bélgica, España e incluso en Brasil, donde la base importada o los materiales se usan para transformar el sulfato en clorhidrato de cocaína, lista para el consumo.

En otras palabras, el circuito comienza en los Andes con la hoja ancestral, se convierte en pasta y luego en polvo, y finalmente puede terminar refinado en Europa o en zonas fronterizas de Sudamérica, listo para inundar el mundo. Esta cadena revela que ya no se trata de un negocio local, sino de una red industrial con centros de producción diversificados y con capacidad de adaptación global. Los campesinos que cultivan la hoja de coca reciben poco, pero más del doble del dinero que obtendrían por cualquier siembra de productos alimenticios. Cuando esa pasta se traslada a los laboratorios rústicos de la selva, donde se procesa y se convierte en “base” o “pasta”, el precio sube. Suele rondar entre 600 y 900 dólares por kilo. Pero la verdadera transformación ocurre en los laboratorios de cristalización donde la pasta se convierte el polvo blanco que se exporta al mundo. En ese punto, en el mismo país productor, un kilo ya puede costar entre 4.000 y 6.000 dólares, y a veces 10 mil.

La aritmética criminal es evidente, una mercancía que en su origen vale unos cientos de dólares, al salir refinada multiplica su valor por diez, y cuando cruza océanos hacia Estados Unidos, Europa o Australia, ese mismo kilo puede alcanzar incluso cientos de miles de dólares. En Estados Unidos el precio se estima en 80 mil dólares. Y más caro en Europa y Asia que llega a 120.000 dólares por kilo. Es esa diferencia abismal la que sostiene la maquinaria del narcotráfico. Una economía ilegal que financia ejércitos privados, gangs, penetra instituciones y convierte a las organizaciones narcotraficantes y criminales, en auténticos Estados dentro del Estado.

En la actualidad, se deben producir de acuerdo al World Drug Report 2025 casi 4.000 toneladas anuales de cocaína. De hecho, en 2023 fueron 3.078 toneladas. Ahora bien, si tomamos estos 4 millones de kilos al precio promedio de 80 mil dólares por kilo el volumen mundial del narcotráfico sería de ¡320 mil millones de dólares!, vendido al mayor. Quien lo compra a este precio duplica o triplica el producto agregando a la cocaína de alta pureza otras sustancias como talco, lo que lleva a convertir los 1.000 gramos hasta en 2.500 a 3.000 gramos. Cada gramo los vendes los minoristas aproximadamente entre 60 a 80 dólares por gramo. Así el kilo que costó 80 mil dólares al mayorista, si se convierte —rebaja o corta— en 3000 dosis, se venderán al detal hasta en 240 mil dólares, multiplicando por tres su costo.

 

Venezuela

 

En Venezuela no se cultiva hoja de coca a gran escala, pero el país se convirtió desde los años ochenta en un territorio clave de tránsito y, en algunas regiones fronterizas, en lugar de procesamiento de pasta básica proveniente de Colombia. Ya en los 90’ denuncié que estados fronterizos con Colombia como Zulia, y Apure se usaban para el almacenamiento y el refinado. Esto significa que, aunque la hoja no se sembraba en Venezuela, en nuestro territorio se movían cargamentos de pasta de coca y de base que llegaban desde Colombia para continuar el proceso hacia el clorhidrato de cocaína. En los años noventa, también informes oficiales, y los decomisos mostraban cómo en puertos como Puerto Cabello y La Guaira se consolidaban cargamentos listos para Europa y Norteamérica. Venezuela, por tanto, aunque no productora de hoja, se convertía en plataforma logística y de refinación, que es un eslabón indispensable de la cadena mundial de la cocaína.

La DEA, indica en 2024 que Venezuela sigue siendo un importante país de tránsito de drogas y una ruta preferida en el hemisferio occidental para el tráfico de drogas ilegales, principalmente cocaína, y estiman que pasan entre 200 a 250 toneladas de Cocaína por el país. Esto representaría un ingreso de 6 mil 500 millones de dólares o hasta 12 mil millones de dólares si están asociados con los distribuidores en Europa y Estados Unidos, compitiendo claramente con los ingresos del petróleo venezolano.

El gobierno de Venezuela negó las acusaciones de EEUU sobre vínculos con el narcotráfico, mientras afirmó que la mayoría de las drogas colombianas no pasan por Venezuela.

 

Colombia


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En los años setenta, los valles de Medellín y Cali vieron nacer un nuevo imperio económico y paramilitar. Escobar, los Ochoa, los Rodríguez Orejuela y otros grupos convirtieron la cocaína en un negocio más rentable que el café o el petróleo (Bowden, 2001; Kenney, 2007). El Estado, en buena parte corroído por la corrupción y el miedo, fue incapaz de contenerlos (Molano, 2000). Y así, el narcotráfico se transformó en un espejo donde se reflejó la desigualdad y la frustración de una sociedad que había perdido confianza en sus instituciones (Waldmann, 2007). Lo más devastador no fueron solo los atentados o asesinatos de jueces, candidatos y periodistas, sino el miedo colectivo. Colombia desarrolló un trauma social (Herman, 1992; Martín-Baró, 1990), un estado emocional permanente donde el peligro se interioriza y la violencia se asume como parte del paisaje. La ilegalidad se normalizó porque la legalidad no ofrecía alternativas. El narcotráfico se entiende como una cultura de supervivencia, en un intento distorsionado de encontrar sentido y prosperidad donde el Estado no llega (Arendt, 1958).

Con la internacionalización del crimen en los años noventa, la ofensiva militar acabó con los grandes cárteles, pero no con el negocio. El narcotráfico, como toda estructura adaptativa, se descentralizó, nacieron los “cartelitos”, las “autodefensas” y luego las “bacrim”, donde se mezclaron la droga, el paramilitarismo y la política (Semana, 2008; Sarmiento, 2019). México entró en el juego, y la cocaína siguió su ruta global con nuevos intermediarios (Astorga, 2012; UNODC, 2022). El negocio, en lugar de morir, se transnacionalizó. Las estrategias de erradicación —fumigaciones, operaciones militares y cooperación internacional— fracasaron una y otra vez (Youngers & Rosin, 2005; Mejía & Restrepo, 2016). Cada vez que se destruía una zona de cultivo, otra aparecía. La política antidrogas olvidó que el narcotráfico es, ante todo, un fenómeno económico y social. Erradicar la coca sin sustituirla por algo productivo es sembrar frustración. Los campesinos cultivan coca porque les da de comer y es su medio de vida. (UNDP, 2013). Hoy Colombia ha cambiado, pero las heridas siguen abiertas. El dinero ilícito circula disfrazado en empresas legales y campañas políticas (Transparency International, 2020). Pero el dilema ético persiste, ¿puede una sociedad construir justicia cuando parte de su economía depende de la ilegalidad? ¿Puede haber paz sin desarrollo, ni alternativas reales? (CEPAL, 2021).

La historia del narcotráfico en Colombia es la historia de un pueblo que no ha sabido reconciliar su moral con su hambre. El día que América Latina invierta más en conciencia que en represión, el negocio de la droga perderá su mercado. Ningún ejército puede derrotar lo que nace de la carencia. Y ningún Estado alcanzará la paz si no ofrece algo más poderoso que la cocaína, como sería el sustento cotidiano. La producción y el tráfico de cocaína tienen un impacto social y económico muy significativo. Aunque Colombia cuenta con múltiples sectores formales que aportan más al PIB. Sin embargo el narcotráfico sí actúa como una economía paralela que compromete la legalidad, distorsiona mercados, erosiona instituciones y genera un impacto social profundo, porque aunque no domina la economía formal, sí influye dado que es una cifra significativa cuando hablamos de recursos ilícitos, con efectos multiplicadores mayores, como la corrupción, el lavado de dinero, y la violencia. La economía de la cocaína genera recursos que escapan a las estadísticas oficiales, fluyen fuera de controles fiscales, y por tanto, su efecto real puede estar subestimado. Asimismo, es la fuente principal de ingresos de ejércitos paralelos de paramilitares y de las guerrillas disidentes de las FARC y del ELN.

Según la United Nations Office on Drugs and Crime (UNODC), en 2023 Colombia registró un aumento del 53 % en la producción potencial de cocaína, alcanzando aproximadamente 2.664 toneladas métricas. También se registró un área sembrada con hoja de coca de unas 253.000 hectáreas. Otra fuente considera que el mercado de la cocaína le ingresa al país 10 mil millones de dólares por año. Definitivamente, la producción de cocaína en Colombia está en niveles récord, lo que sugiere una economía ilícita de gran magnitud. Su verdadero peso se da igualmente en dimensiones cualitativas como la influencia institucional, regional, en la corrupción del poder judicial, las fuerzas armadas y policiales, en el sostenimiento de organizaciones militares paralelas y de guerrillas, en el mundo criminal, y afecta la moral pública.

 

México


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Cuando hablamos de México y el narcotráfico debemos entender que este país ya no es sólo un país de tránsito, es una planta industrial de drogas sintéticas, y un centro de control sobre rutas hacia Estados Unidos y otros mercados. Las transformaciones de la última década cambian el mapa según la DEA, porque ya no se trata sólo de mover cocaína desde Sudamérica, sino de fabricar aquí el producto más letal de la era moderna: el fentanilo y de diversificar la oferta para dominar el mercado continental.

 

¿Qué drogas fabrican los mexicanos?

 

La principal novedad es que los cárteles mexicanos han desarrollado la capacidad industrial para producir fentanilo —en pastillas o polvo— a gran escala, usando precursores y maquinaria importada. Hoy una buena parte del fentanilo que llega en forma de comprimidos al mercado estadounidense proviene de laboratorios en México como lo indica la DEA.

En cuanto a la metanfetamina, se produce masivamente en plantas industriales (pills y cristal), con mayor sofisticación y volumen que en décadas previas como señala el Departamento de Estado: El crecimiento de la metanfetamina es atribuible en buena medida a fábricas mexicanas que utilizan precursores procedentes de Asia.

Además, en relación a la heroína, ahora de valor creciente en mercados específicos, México sigue siendo un origen importante de este narcótico hacia EEUU, aunque en términos de daño público el fentanilo ha desplazado a la heroína en mortandad por sobredosis.

La cocaína no se produce masivamente en México, pero si se importa de los países andinos, y los grupos mexicanos controlan las rutas, almacenan y en ocasiones refinan lotes, especialmente para el mercado estadounidense. No existe un porcentaje exacto público que divida el comercio mundial por país de tránsito, pero las agencias que monitorean el fenómeno coinciden en lo esencial, que la mayor parte de la cocaína que llega a Estados Unidos pasa por rutas controladas por organizaciones mexicanas, y las organizaciones mexicanas han ganado influencia en la logística hacia Europa y África al asociarse con redes de tránsito. Esa posición les permite capturar márgenes considerables del negocio y extraer renta de cada etapa como el almacenaje, transbordo, transporte y, a veces, refinamiento.

 

Los carteles

 

A nivel estratégico, dos conglomerados acaparan hoy la mayor influencia nacional e internacional, el Cártel de Sinaloa —y sus facciones— históricamente dominante en rutas a EEUU, sigue siendo actor central aunque fragmentado tras disputas internas. El otro en importancia económica es el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), la organización narcotraficante que más ha crecido y expandido territorios en la última década, con control territorial, capacidad paramilitar y diversificación de mercados, incluido el de fentanilo.

Junto a ellos operan otros grupos relevantes, con distintas capacidades y presencia regional tales como el Cártel del Golfo, Cártel de Juárez, Cártel de Tijuana / Arellano Félix, aunque divididos, Los Zetas, escindidos y reconvertidos, Beltrán-Leyva muy debilitado y múltiples bandas locales y células que actúan como intermediarios. El número efectivo de “organizaciones” puede contarse por decenas si incluimos alianzas y redes satélite.

 

La economía paralela

 

En México, los cárteles funcionan como corporaciones privadas paralelas, con una capacidad de acumulación económica que rivaliza con sectores formales de la economía. Los informes más sólidos estiman que el narcotráfico genera entre US $25.000 a 35.000 millones de dólares anuales en ingresos brutos, solo en exportaciones de drogas hacia Estados Unidos. Algunos cálculos elevan la cifra hasta US $40.000 millones, si se incluye metanfetamina, fentanilo y cocaína.

No parece que exista un gran cartel unificado entre México y Venezuela. Lo que se ve parecen ser cooperaciones transitorias, contratos de paso, acuerdos de protección mutua, o subcontratos de transporte entre redes cruzadas. Para los carteles mexicanos, con sus alianzas con redes venezolanas les permiten asegurar rutas seguras en la zona del Caribe, puertos venezolanos o aeropuertos de transferencia. Para las redes venezolanas, vincularse con carteles mexicanos abre acceso directo al mercado estadounidense, mayor capacidad de distribución y cooperación logística en transporte terrestre y marítimo). En 2024 y 2025, reportes periodísticos reiteran que la mayor parte de la cocaína que llega a EEUU lo hace vía México.

 

EEUU: El mayor mercado de drogas ilícitas del planeta


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Es en Estados Unidos donde confluyen la producción interna, la manipulación del mercado, las pandillas distribuidoras, y parte de un sistema financiero que absorbe e invisibiliza miles de millones de dólares del tráfico de drogas. Cuando hablamos de narcotráfico solemos señalar con el dedo a los países productores de coca, opio o fentanilo, pero rara vez se subraya que el epicentro del problema es el consumo masivo en Estados Unidos. Allí no solo existe una demanda que alimenta carteles extranjeros, sino también una producción interna de metanfetaminas y opioides sintéticos. Un estudio de RAND estimó que los consumidores en EEUU gastan unos USD 100 mil millones anuales en drogas ilícitas como marijuana, cocaína, heroína, y metanfetamina). Otro informe del BEA (Oficina de Análisis Económico) de EEUU cita que el gasto de consumidores en drogas ilícitas en 2017 fue de USD 153 mil millones. Estas cifras contribuyen a que el narcotráfico estadounidense sea uno de los más lucrativo del planeta. Las grandes mafias internacionales entregan la materia prima, pero es en territorio norteamericano donde el mercado se manipula. El FBI indica que más de 33,000 pandillas callejeras violentas, de motociclistas y bandas carcelarias están criminalmente activas en los EEUU. Muchas son sofisticadas y bien organizadas, y todas usan la violencia para controlar los vecindarios e impulsar sus actividades ilegales para hacer dinero, que incluyen robos, tráfico de drogas y armas, prostitución, trata de personas, y fraude. Muchos pandilleros continúan cometiendo delitos incluso después de haber sido enviados a la cárcel. Estos gangs se encargan de la distribución de drogas en barrios, escuelas y centros nocturnos. El negocio no termina en la esquina, los miles de millones de dólares generados por esa venta ilícita se lavan en algunos bancos estadounidenses, en el mercado inmobiliario, en empresas pantalla e incluso en las bolsas de valores y en el mercado de criptomonedas. La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) estima que el narcotráfico y otros crimines generan globalmente más de USD 800.000 millones anuales en lavado de dinero, y una parte sustancial circula y se reinvierte en la economía norteamericana. No es teoría, bancos reconocidos entre los mayores de EEUU, admitieron haber permitido el lavado de más de USD 378.400 millones vinculados a los carteles mexicanos.

En 2012 otra enorme institución bancaria y financiera aceptó pagar una multa de casi USD 1.900 millones por facilitar transacciones ligadas al narcotráfico. Estos casos demuestran que el problema no termina en las calles, que el sistema financiero internacional, con sede en Wall Street y Londres, también han sido parte del engranaje. Por eso considero que, si bien la acción criminal de los carteles en países pobres es devastadora, también lo es el rol del consumidor estadounidense, que con su demanda perpetúa la rueda del narcotráfico y permite que el dinero sucio encuentre refugio en la propia economía más poderosa del mundo.

 

La amapola


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Durante los veinte años de presencia militar estadounidense en Afganistán, entre 2001 y 2021, el mundo fue testigo de una de las mayores paradojas de la historia contemporánea. Mientras se libraba la llamada “guerra contra el terrorismo” y la “guerra contra las drogas”, la producción de opio afgano alcanzó cifras sin precedentes. Cuando las fuerzas estadounidenses y de la coalición ingresaron a Afganistán en 2001, y tras el derrocamiento del régimen talibán, el opio volvió a florecer como una hierba resiliente que crece sobre los escombros de la guerra. Según la RAND Corporation, la intervención internacional abrió un nuevo ciclo de producción sin precedentes. En los primeros años de la ocupación, la promesa de desarrollo y control estatal no logró penetrar las regiones rurales donde el opio era la única fuente de subsistencia. El Informe de la UNODC 2006 señalaba que la superficie cultivada alcanzó 165.000 hectáreas, un aumento del 59 % respecto al año anterior. En 2007, los estudios estimaban que Afganistán concentraba el 90 % de la producción mundial de opio ilícito.

Durante la siguiente década, esa proporción apenas varió. El Modern War Institute at West Point registró que en 2019 y 2020 el país seguía produciendo alrededor del 85 % del opio ilícito global, mientras los programas de erradicación absorbían miles de millones de dólares. Lo cual evidenció cómo los intentos de Estados Unidos de reprimir el tráfico de opio más bien fortalecieron a los talibanes.

En 2022, con la retirada estadounidense y el retorno talibán al poder, la UNODC reportó un máximo histórico de 233.000 hectáreas cultivadas. Aunque ese dato corresponde ya después de la salida de las fuerzas militares de EEUU, nos indica que la tendencia expansiva nunca fue realmente contenida. Desde un punto de vista psicológico y político, esta paradoja es reveladora por cuanto a mayor era la intervención extranjera, más se consolidaba la economía del opio. El Estado afgano, fragmentado y dependiente, se apoyaba en la agricultura tradicional, y para millones de campesinos, la amapola representaba no solo ingresos, sino la supervivencia.

Tanto la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) y el Departamento de Estado coinciden en que los programas de sustitución fracasaban porque los cultivos alternativos eran menos rentables y más vulnerables a la sequía y la violencia. Afganistán demuestra que no hay duda de que los países en estado de guerra, o con dispersión de su gobierno central, la producción y tráfico de drogas prospera porque el gobierno está ausente, aunque el interventor sea la fuerza militar más grande y eficiente del mundo como lo es EEUU. Las cadenas de tráfico a menudo se arraigan en estados con gobiernos débiles y afectados por conflictos, donde los actores violentos se pueden afianzar por su influencia económica, política y social. Así el opio, en Afganistán, se convirtió en una droga del sistema. Alimentó a comunidades enteras, financió milicias, sostuvo redes de corrupción y transformó la guerra en una empresa autosuficiente. El cultivo de la amapola ofrecía a los campesinos algo que el Estado y las fuerzas militares ocupantes no podían garantizar, como lo es el control sobre su destino. Frente al miedo, la pobreza y la ocupación, la amapola daba una ilusión de autonomía. Desde el punto de vista político, significaba otra cosa, ni más ni menos, el financiamiento para la insurgencia. Numerosos estudios de la RAND Corporation y del US Institute of Peace han mostrado que los ingresos del narcotráfico alimentaron a los talibanes, convirtiendo al opio en un instrumento de resistencia y en una fuente indirecta de financiación de la guerra. En 2024 Afganistán produjo cerca de 433 toneladas de opio. Para tener una idea de lo que eso significa, el valor de esa producción llegó a representar cerca del 30 % del total de ingresos del país.

Hoy, además, el liderazgo en producción de opio se ha expandido hacia Myanmar, en pleno Triángulo Dorado. En 2023, superó a Afganistán en algunos reportes, con más de 45.000 hectáreas cultivadas. Junto con Laos y Tailandia, siguen siendo un epicentro mundial de la heroína que viaja hacia Asia, Europa y Norteamérica.

El costo total de la intervención militar estadounidense en Afganistán superó los 2,3 trillones de dólares (US $ 2.300.000.000.000), según el Costs of War Project del Watson Institute for International and Public Affairs de la Brown University. Ese monto incluye gasto militar directo, operaciones de reconstrucción, atención a veteranos y deuda acumulada. Para dimensionarlo, pensemos que con solo una décima parte de esos recursos, el 10%, Afganistán habría podido reconstruir su infraestructura básica, crear un sistema educativo nacional moderno, y financiar proyectos sostenibles en energía solar, agricultura y turismo cultural. Informes del United Nations Development Programme y del World Bank coinciden en que el país posee un vasto potencial turístico e histórico desde los valles de Bamiyán a las ruinas greco-budistas de Ay Khanum, hasta las antiguas rutas comerciales de Herat y Mazar-e Sharif.

Invertir en restaurar ese patrimonio, en irrigar los campos con tecnología moderna y en desarrollar industrias locales habría tenido un impacto económico y social infinitamente mayor que dos décadas de guerra. En términos humanos y simbólicos, los Estados Unidos pudieron haber sustituido la amapola por escuelas, y los campos de opio por una economía de esperanza y dignidad, y EEUU hubiera ahorrado el 90% de lo que se gastó en la guerra en Afganistán.

 

El fentanilo


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El verdadero cambio de época está en los opioides sintéticos. Ya no hablamos solo de heroína, sino de fentanilo, mucho más potente y letal. Y aquí entran en juego China e India, principales productores de los precursores químicos que, camuflados como insumos legales, viajan hasta México. Allí los cárteles han montado laboratorios industriales capaces de fabricar mutimillones de pastillas.

Las cifras son escalofriantes. la DEA informó que incautó 13.176 kg de fentanilo (polvo) en 2023. En 2024, las incautaciones fueron 9.950 kgs. Un kilo de fentanilo puede valer 1,6 millones en el mercado negro por lo que alcanza a no menos de 19 mil 200 millones de dólares solamente lo capturado. Y si miramos el conjunto del mercado, las aproximaciones más conservadoras indican que el negocio de los opioides sintéticos no incautados en EEUU alcanzaría a 307 mil millones de dólares anuales, cifra comparable a la que antes generaba toda la heroína. El costo económico en hospitales y tratamiento, en EEUU por el trastorno por uso de opioides son 471 mil millones de dólares y la sobredosis fatal de opioides suma 550 mil millones de dólares anuales

Lo que tenemos es una cadena letal. Afganistán y Myanmar producen opio y heroína, China e India exportan los químicos, México los convierte en fentanilo, y finalmente Estados Unidos sufre la epidemia de sobredosis más grande de su historia. Un negocio que mueve cientos de miles de millones de dólares y que, a diferencia de la cocaína, se transporta en volúmenes minúsculos, pero con un poder de destrucción social infinitamente mayor.

 

Una lección para la psicología del poder

 

Desde la psicología social, este ciclo revela un patrón recurrente como es que las políticas basadas en la represión generan adaptaciones creativas en los sistemas que buscan sobrevivir. Cada vez que se intentó erradicar la amapola, surgieron nuevas rutas, nuevas alianzas y nuevas formas de producción. La mente humana —individual o colectiva— siempre encuentra caminos para mantener aquello de lo que depende su supervivencia. Por eso, mientras se hablaba de reconstrucción y democracia, en los valles afganos florecía una economía paralela que garantizaba la vida cotidiana de millones. El opio, en el fondo, fue el espejo de un fracaso moral como es la imposibilidad de imponer orden sin justicia, de construir paz sin alternativas económicas y sociales reales, y de reemplazar una adicción económica por una esperanza social. Una pregunta surge, si en Afganistán bajo control de Estados Unidos no se pudo eliminar la producción de los opiáceos o sus derivados como la heroína, o el fentanilo, ¿cómo podemos suponer que en países hispanoamericanos si va a funcionar la que igualmente se llama ¿Guerra contra el terrorismo y el narcotráfico como en las tierras afganas? Cerca de 800.000 estadounidenses —entre soldados, marines y personal de apoyo— participaron en la guerra más larga de la historia de EEUU, que alcanzó su punto máximo en 2011 con unos 100.000 efectivos desplegados simultáneamente. Hasta ahora en la fuerza desplegada en el Mar Caribe la componen menos de 10 mil marines o fuerzas especiales.

En el caso de Hispanoamérica, en la mayoría de los países, los carteles de drogas superan en ingresos y armamento a los gobiernos, y al estado. Esto significa que tienen más fuerza armada ofensiva y defensiva que las fuerzas militares oficiales. Y además poseen los recursos para amedrentar o comprar a policías, jueces, autoridades, diputados y senadores, ministros y hasta presidentes, y colocarlos a su servicio. Y lo más peligroso es que se mueven en el mundo clandestino por lo que a más conflictos o situaciones bélicas existan mejor escenario para los carteles con guerrillas, a lo que hay que agregar a las pandillas y a los aparatos armados en las ciudades que toman barriadas enteras con bandas poderosas que ponen en jaque al estado.

 

La narcodestrucción


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Observo que en Colombia, Afganistán, México, y en Venezuela, tal como advertí desde hace más de tres décadas, el narcotráfico penetró instituciones. El patrón se repite, pobreza, corrupción, instituciones debilitadas y presenciade ejércitos paralelos para militares y guerrillas. El narcotráfico destruye desde adentro, devora las bases de la legalidad y convierte al Estado en cómplice o rehén. En vez de ser un motor de desarrollo, es un cáncer que impide cualquier posibilidad de progreso.

 

El narcopoder

 

Comprendemos que ningún individuo ni institución es inmune a la tentación del poder y del dinero. El narcotráfico maneja cifras tan descomunales que quiebran la resistencia moral incluso de quienes juraron lealtad al Estado. Así jueces, policías, autoridades y militares suelen transformarse en protectores de cargamentos cuando perciben que el Estado los ha abandonado. También escuchamos a políticos justificando su silencio con la excusa de que “así se mantienen los equilibrios”. El narco no solo compra conciencias, las reprograma psicológicamente. Cambia las escalas de valores, normaliza lo ilícito, convierte lo criminal en rutina cotidiana. Y esa corrosión interior es más devastadora que las balas o las bombas, porque convierte a las instituciones en cascarones vacíos. Por ello afirmo que el narcotráfico no es únicamente un fenómeno económico o delictivo, es un virus psicológico y social que se aprovecha de la vulnerabilidad, la ambición y el miedo. Allí radica su fuerza. Y hasta que no seamos capaces de comprenderlo en esa dimensión —como un problema humano, cultural y ético, además de criminal y de que pone en juego la seguridad nacional— seguiremos viendo a nuestras instituciones desmoronarse frente al peso de la economía más oscura del planeta.

 

Una salida posible al laberinto del narcotráfico

 

Después de más de tres décadas estudiando y denunciando el fenómeno del narcotráfico, estoy convencido de algo que muchos aún no quieren escuchar. Lo cierto es que la guerra contra las drogas, tal como se ha librado, se ha perdido una y otra vez. Hemos visto pasar distintos gobiernos, programas y cruzadas antinarcóticos mientras el ilícito negocio prospera. No porque falte voluntad o sacrificio, sino porque la estrategia global ha estado mal concebida desde su origen. Mientras exista un mercado voraz de consumidores, irá a la par la producción clandestina.

La historia es clara. Durante la Ley Seca en Estados Unidos (1920-1933), el intento de prohibir el alcohol no eliminó la demanda, más bien creó mafias, bandas criminales y una economía subterránea que corrompió policías, jueces y políticos (Miron & Zwiebel, 1995; Thornton, 1991). Al final, la única salida viable fue la regulación y legalización del consumo, lo que desinfló las estructuras mafiosas y puso a Al Capone en prisión.

Hoy ocurre algo similar con la marihuana. En 2013, Uruguay se convirtió en el primer país de América en legalizar su producción y venta bajo control estatal. El Estado fija el precio, limita la dosis y regula su distribución en farmacias. No es un modelo perfecto, pero hasta hoy ha evitado un aumento explosivo del consumo y ha reducido el peso del mercado ilegal (Pardo, 2014; Walsh & Ramsey, 2016). En Holanda, con su política de coffeeshops, se tolera la venta controlada de cannabis, separando el mercado de drogas blandas del de drogas duras. Allí, el consumo no es significativamente mayor que en el resto de Europa, y los daños asociados al abuso de sustancias están entre los más bajos del continente (EMCDDA, 2023). Ambos casos demuestran que regular con inteligencia no destruye sociedades, sino que reduce la violencia y los daños colaterales.

Por lo tanto, pienso que la única solución real al narcotráfico es atacar el consumo y la producción simultáneamente, bajo un plan mundial coordinado. No podemos seguir arriesgando la vida de nuestros marines y soldados, derramando sangre en plantaciones, y rutas de tráfico de drogas, mientras los mercados consumidores permanecen intactos. La estrategia global debe transformarse. No más “guerras contra las drogas”, como las proclamó Ronald Reagan en los años ochenta, y que otros han reproducido, porque esa guerra fue una ilusión costosa sin resultados. Después de décadas de fracaso, ha quedado claro que no se puede extirpar este mal social a cañonazos ni curar una adicción con la cárcel. Ha llegado el momento de cambiar la lógica de la guerra por la inteligencia de la prevención, por la educación, la salud mental y el desarrollo.  La nueva estrategia debe ser doble, humana y global. Se debe reducir el consumo y la producción al mismo tiempo, ofreciendo oportunidades económicas donde hoy florecen los cultivos ilícitos, y esperanza psicológica donde hoy reina la dependencia de la adicción.

 

Un plan mundial a diez años


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Propongo un plan global de diez años con metas claras y medibles. Primero, reducir un 10 % anual el consumo en los países con mayor demanda —Estados Unidos, Europa y Asia— mediante programas masivos de prevención, rehabilitación y educación.


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Por el otro lado, reducir un 10 % anual la producción y el tráfico en los países productores y de tránsito —Colombia, México, Afganistán, Venezuela, Myanmar— con sustitución de cultivos, desarrollo rural, fortalecimiento institucional y combate frontal al crimen organizado (UNODC, 2023).

Si ambos procesos avanzan juntos, y solamente se cumpliera en un 50%, en una década podríamos reducir a la mitad del consumo y la producción globales. No es una utopía, es la única estrategia que ataca las raíces del fenómeno. Al disminuir el mercado además y obviamente se reduce el crimen de lavado del dinero ilícito.

No se trata de ingenuidad, sino de reconocer que la prohibición absoluta multiplica el crimen. Lo vimos con el alcohol, y lo confirmamos con la marihuana. La regulación, la prevención y la educación son más efectivas que la represión o la guerra interminables (Nadelmann, 1989; Reuter & Pollack, 2012).

Es hora de un pacto mundial contra las drogas, con la misma voluntad política que hizo posible el Plan Marshall, la fundación de la ONU o los tratados de desarme nuclear. Se trata de la paz contra el narcotráfico. La salida existe. Y pasa, inexorablemente, por reducir juntos el consumo y la producción, hasta transformar —lo que hoy es un negocio criminal global— en un problema sanitario bajo control estatal. Esa es la verdadera paz contra el narcotráfico, una que no se gana con fusiles, sino con educación, regulación, prevención y coraje político. Los presidentes de los países de mayor consumo y producción deben promover una Convención de las Naciones Unidas sobre el Consumo y el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas y establecer estos parámetros. La anterior convención de 1988 en Viena, a la cual asistí, solamente endureció las medidas contra el tráfico de drogas, el lavado de dinero y la producción ilícita, sin mencionar al consumo.

 

¿Desaparecerán los carteles?

 

Muchos me preguntan: “¿Esa política eliminará a los carteles?” …Mi respuesta es clara: ¡Sí!, pero progresivamente. Los carteles no existen porque haya cocaína, heroína o fentanilo, existen porque hay un mercado gigantesco que consume esas drogas y porque las mafias monopolizan su producción y distribución. Mientras ese mercado siga intacto, siempre habrá quien produzca y trafique. Pero si en diez años reducimos a la mitad el consumo en los países ricos y la producción en los pobres, secaríamos el negocio. Los carteles son como cualquier corporación, viven de las ganancias. Si sus ingresos caen de cientos de miles de millones a la mitad, pierden poder, pierden capacidad de corrupción y dejan de ser ejércitos privados que desafían al Estado.

La historia lo demuestra. Cuando terminó la Ley Seca en EEUU, las mafias del alcohol perdieron su negocio más lucrativo. Algunas se reconvirtieron, otras desaparecieron, pero ninguna mantuvo el poder que tuvo en los años de la prohibición. Con los carteles pasará lo mismo si el mercado se reduce y parte del consumo pasa a canales regulados y sanitarios, su imperio económico se derrumbará. Los carteles pueden ser eliminados, no a tiros ni con más cárceles, sino atacando su verdadero motor, el dinero, la ganancia. Y ese dinero solo se debilita cuando se reduce el consumo y la producción al mismo tiempo, bajo un pacto mundial que combine prevención, regulación y desarrollo.

 

Responsabilidad individual

 

A nivel individual, no consumir drogas no es solo una decisión privada ni un asunto de conciencia íntima, sino un acto político y moral. Cada dosis que alguien compra alimenta una maquinaria criminal sin fronteras ni escrúpulos. Es dinero que compra armas, corrompe jueces, debilita hospitales y convierte a pueblos enteros en escenarios de miseria y miedo, y todo ello asesina a personas. Abstenerse de consumir drogas es romper una hebra de esa telaraña criminal. Si queremos derrotar al narcotráfico, debemos comenzar por reconocer que la primera batalla se libra dentro de la conciencia, en la decisión personal de no alimentar el criminal negocio. Gracias… Si desea darnos su opinión o contactarnos puede hacerlo en psicologosgessen@hotmail.com... Que la Divina Providencia Universal nos acompañe a todos…

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