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¿Piensas que el racismo ya no existe?

Según cifras recientes la discriminación está vigente y aún permanece como una cicatriz dolorosa que la humanidad aún no ha logrado cerrar. La historia demuestra que el racismo no ha desaparecido. De la esclavitud al siglo XXI, la humanidad aún lucha por reconocerse una sola raza: la humana.


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La huella del racismo en la historia de la humanidad

 

La historia de la humanidad no comenzó con tratados de paz ni con declaraciones de derechos. Empezó con miedo, con hambre, con la necesidad de supervivencia. En la prehistoria, cuando una tribu se encontraba con otra, no había abrazos ni intercambios culturales: había choques a muerte. Y en algunos casos, la derrota significaba algo aún más terrible… convertirse en alimento de la tribu vencedora. Sí, hubo canibalismo, y eso también forma parte de nuestra memoria como especie.

Con el tiempo, cambiamos los colmillos por las cadenas. La esclavitud surgió como institución, y con ella apareció uno de los capítulos más oprobiosos de la historia. Generaciones enteras de seres humanos fueron reducidos a mercancía. El odio no solo estaba en los látigos, sino en la justificación cultural que despojaba al esclavo de su condición de persona, y algunas Iglesias los consideraron hasta sin alma.


Del feudalismo al colonialismo: orígenes del sometimiento


Después vino el feudalismo. Allí, los hombres y mujeres entregaron su libertad para ser siervos de un señor feudal, con la esperanza de obtener a cambio seguridad. Pero, los siervos estaban desprovistos de libertad plena, y ligados a la tierra y al señor, quien a su vez les ofrecía protección frente a guerras y saqueos. Era otra forma de sometimiento, ya no con cadenas visibles, sino juramentos perpetuos, donde la libertad se cambiaba por seguridad aunque existieran los abusos de poder en contra de los siervos, incluyendo la violencia sexual contra las siervas. Los historiadores coinciden en que el feudalismo fue una “economía del miedo” que frente a las invasiones, el hambre y la inseguridad, los campesinos aceptaban la servidumbre como un mal menor, entregando parte —o toda— su libertad. De allí la esencia del sistema: “protección a cambio de obediencia, trabajo y algo más”.

El colonialismo, siglos después, profundizó la herida. Primero exterminó pueblos originarios, luego sometió y discriminó a los que sobrevivieron. África se convirtió en cantera de esclavos. América, en tierra de despojo. Millones de vidas se perdieron en barcos negreros, en minas, en plantaciones. Fue un sistema de exterminio, que con despojo y esclavitud marcó a América y África durante siglos y cuyas consecuencias aún laten en las desigualdades actuales. El racismo moderno, el que aún hoy respiramos, disfrazado de discriminación, nació allí, en esa maquinaria de explotación que convirtió a los seres humanos en categorías de “superiores” e “inferiores”.

 

En el pasado y en el presente siglo

 

Como si fuera poco, la historia avanzó de guerra en guerra hasta estallar dos veces en el siglo 20, con guerras mundiales que arrasaron continentes enteros. Solo entonces, después de tanto horror en presencia de un holocausto humano, la humanidad se sentó en la mesa para proclamar los Derechos Humanos Universales en 1948. Sólo hace unas décadas, prácticamente “ayer”, en nuestra historia de doce mil años de civilización.

 

Racismo estructural en Estados Unidos y el mundo actual


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Para nosotros, es la cuna de la democracia moderna, aunque fue en los años sesenta cuando se aprobó la ley derechos civiles para todos los ciudadanos. Aunque Estados Unidos se autodefinía como cuna de la democracia desde el siglo XVIII, fue hasta en 1964 cuando se firmó la legislación que reconoció derechos civiles plenos a los afroamericanos. Pensemos en lo que significa que mientras los humanos ya habían puesto satélites en órbita, todavía había ciudadanos considerados de segunda categoría por el color de su piel en nuestro país. En los últimos años, increíblemente en un salto atrás, con la polarización política actual, una orden ejecutiva de la administración federal y de ciertos think tanks han planteado limitar esta ley de derechos civiles. El argumento de esta orden denominada “restauración de la igualdad de oportunidades y la meritocracia”, es que ley de derechos civiles “exagera” la protección en nombre de la igualdad. Si esto avanzara, el efecto práctico sería enorme, ya que muchas formas sutiles de discriminación quedarían impunes. Los empleadores, universidades, aseguradoras o arrendadores podrían aplicar políticas que, aunque neutras en apariencia, reproduzcan desigualdades históricas, sin que las víctimas tengan herramientas legales para defenderse.

Mientras tanto, un estudio de Pew (2024) encontró que casi 75 % de los estadounidenses afrodescendientes reportan haber experimentado discriminación por raza, ya sea “regularmente” (13 %) o “de vez en cuando” (62 %). En salud y atención médica, personas afroamericanas tienden a tener peores resultados —difícil acceso, mayor mortalidad en ciertas enfermedades, inequidades incluso cuando tienen igual nivel socioeconómico— lo cual ilustra racismo estructural. En el sistema judicial, se evidencian disparidades claras en encarcelamiento, tasa de muertes maternas, calidad de servicios según raza/etnicidad. En cuanto a delitos de odio “hate crimes”, más de la mitad de los incidentes de sesgo motivado por prejuicio en el país corresponden a raza, etnia o ascendencia. No obstante, algunos creen que el racismo es un fantasma del pasado. Pero los números cuentan otra historia: el Departamento de Justicia informó que en 2023 y 2024 se registraron cerca de 11mil 8 cientos delitos de odio por año, y la mayoría estuvieron motivados racialmente. Tres de cada cuatro adultos afroamericanos dicen haber sido discriminados en su vida cotidiana. Y el contrasentido es evidente, en la nación que proclama la igualdad, el color de piel aún determina la experiencia de justicia, salud, educación o seguridad.

 

Y así el mundo ha llegado hasta hoy…

 

Hemos empezado a comprender —algunos a regañadientes— que no existen razas, que somos una sola, la humana: Pero todavía arrastramos las rémoras de ese pasado insostenible. Lo vemos en las calles, en la política, en lo social, en la economía, en la educación, en los salarios, los prejuicios, en la persecución como delincuentes a los inmigrantes, y en las miradas que excluyen. La historia de la humanidad es la historia de una lenta y dolorosa lucha por reconocernos iguales. Un debate que aún no termina.

En Europa, el panorama no es menos inquietante. La Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea reveló que la discriminación contra personas de ascendencia africana y musulmana está en aumento. En Francia, un estudio habló de un incremento de abusos verbales y amenazas racistas en los lugares de trabajo. Y en Alemania, los pueblos Roma y Sinti siguen siendo marginados, como si las lecciones de la historia se hubieran olvidado. Australia acaba de publicar un informe que habla de un “pico sin precedentes” de islamofobia desde finales de 2023. Testimonios de musulmanes relatan hostigamientos en las calles, amenazas en redes, vandalismo contra mezquitas. El gobierno recibió 54 recomendaciones para actuar, pero la pregunta es si se traducirán en hechos o quedarán archivadas en un cajón.

América Latina, aunque presume de mestizaje, sigue mostrando grietas profundas. En Brasil, los datos del IBGE de 2023 son demoledores: el ingreso por hora de los trabajadores blancos fue 67.7 % mayor que el de negros o mestizos, incluso con igual nivel educativo. Esa desigualdad no es una herencia abstracta, es el racismo convertido en salario, en pobreza, en futuro mutilado.

En África, los propios ciudadanos denuncian que la discriminación étnica está creciendo. Una encuesta de Afrobarometer en 25 países mostró que 41 % percibe que su grupo étnico es tratado injustamente, un aumento de ocho puntos respecto a hace menos de una década. Nigeria encabeza la lista con un 44 % que considera “frecuente” la discriminación étnica.

Las cifras cambian de país en país, pero el mensaje es común, el racismo no es un capítulo cerrado. Es un presente que todavía determina quién vive con dignidad y quién queda marginado.

 

Una herida abierta: la igualdad aún no ha llegado


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Después de más de doce mil años de civilización, apenas llevamos unas pocas décadas reconociendo que somos una sola raza: la humana. La Declaración Universal de Derechos Humanos tiene menos de un siglo, los derechos civiles en Estados Unidos, apenas sesenta años. Es decir, la igualdad aún gatea en la historia. Pero no basta con proclamarla, hay que vivirla. Porque mientras un niño sea insultado por su color, mientras una mujer sea rechazada en un trabajo por su acento, mientras un migrante sea golpeado por su origen, el racismo seguirá siendo esa herida que no termina de cerrar. Y aquí está la incongruencia que debería sacudirnos: nunca hemos hablado tanto contra el racismo como hoy, y sin embargo, nunca estuvo tan vivo y disfrazado en las cifras y en las calles. El reto no es seguir denunciando únicamente, sino lograr que esas denuncias se traduzcan en cambios reales. El futuro nos plantea una pregunta incómoda: ¿seremos la primera generación que de verdad entienda que no hay “otros”, y que solo hay un “nosotros”? O seguiremos repitiendo la historia de canibalismo, esclavitud, colonialismo y exterminio, solo con otros nombres y nuevas máscaras como la discriminación. La respuesta está en nosotros. Y debemos continuar el esfuerzo de la humanidad. La dignidad humana requiere no solo la no-discriminación, sino el reconocimiento pleno del otro, y la capacidad de todos de tener iguales posibilidades de desarrollarnos.

Las democracias modernas enfrentan una tensión entre universalismo o la idea de derechos iguales para todos, independientemente de las identidades, y en este choque se generan las resistencias de miles de años al cambio. No basta que las reformas sean legales e institucionales, porque tiene que ser también un cambio cultural. Las leyes sin transformar nuestros prejuicios poseen un efecto limitado, y sin instituciones que los garanticen pueden ser efímeros.

 

Vivimos en una paradoja

 

El mundo ha avanzado en leyes, en conciencia y en la visibilidad del racismo, pero al mismo tiempo la discriminación no solo persiste, sino que se adapta y se transforma. La pregunta que muchos nos hacemos —¿no hemos superado ya el racismo?— la debemos responder con un “sí, pero no”. Sí… Hemos progresado ya que abolimos la esclavitud, consagramos derechos en constituciones y tratados, multiplicamos los movimientos por la igualdad. Pero no… No lo hemos superado, porque las parcialidades, la exclusión estructural y los discursos de odio se reciclan en nuevas formas, más sutiles, más institucionalizadas, y en ocasiones más peligrosas.

La historia humana busca el reconocimiento de la dignidad. El racismo, en sus formas antiguas y modernas, niega ese principio básico. Si algo nos muestran los datos, es que hemos avanzado en la conciencia y en mostrar el problema, pero el núcleo duro del racismo —la desigualdad material y la exclusión cultural— aún permanece en alguna medida. La verdadera superación del racismo no será un decreto ni un discurso, será el día en que nacer en cualquier continente, cultura o pueblo no implique un riesgo mayor de morir joven, ganar menos o ser marginado. Ese día todavía no llega, y por eso el desafío sigue abierto…

 

Voces que nos alertaron: Buda, Jesús, Gandhi y otros sabios

 

La idea de que somos una sola humanidad no es nueva. Desde tiempos remotos, hace miles de años, algunos líderes espirituales y morales alzaron la voz para recordarnos que las divisiones de raza, nación o credo son ilusorias. Lo hicieron en contextos distintos, con palabras diferentes, pero con un mismo espíritu, el de convocar a los seres humanos a reconocernos como iguales.


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Buda: la compasión como fundamento

 

En el siglo V a. C., Siddhartha Gautama —el Buda— enseñaba que el sufrimiento humano no distingue de linajes ni castas. La compasión (karuṇā) debía extenderse a todos los seres, sin excepción. En sus sermones se atrevió a desafiar el rígido sistema social de la India, afirmando que “no por nacimiento uno es noble o vil, sino por sus actos”. Allí estaba el germen de una visión igualitaria y universalista, en la humanidad como una comunidad interdependiente, donde cada vida posee un valor intrínseco.

 

Jesús: el amor como mandato

 

Jesús de Nazaret proclamó que no había judíos ni gentiles, hombres ni mujeres, esclavos ni libres, sino que todos eran iguales ante Dios. El mandamiento de amar al prójimo como a uno mismo no se limitaba a la tribu o al vecino. Jesús era un radical porque abría las fronteras del amor a todos, incluso a los enemigos. En una Palestina dividida por imperios, religiones y clases, Jesús lanzó la idea subversiva de una fraternidad universal, que siglos después inspiraría movimientos por la dignidad humana.

 

Mahatma Gandhi: la no violencia como camino

 

En el siglo XX, Mahatma Gandhi retomó estas enseñanzas universales y las tradujo en acción política. Su concepto de ahimsa (no violencia) no era pasividad, sino una ética de resistencia basada en reconocer al otro como parte de uno mismo. Luchó contra el colonialismo británico no solo para liberar a la India, sino para demostrar al mundo que la justicia podía alcanzarse sin odio ni exclusión. Gandhi habló de la “unidad esencial de toda vida”, anticipando lo que hoy llamamos interdependencia global.

 

Otras creencias

 

En el islam, en su revelación original, predica la igualdad de todos los creyentes ante Dios y condena la superioridad racial. El profeta Mahoma declaró que ningún árabe es superior a un no árabe, ni un blanco a un negro.

La tradición judía nos recuerda en el Génesis que todos los seres humanos fueron creados a imagen y semejanza de Dios (imago Dei).

El hinduismo, a través del Bhagavad Gita, habla de la divinidad presente en todos los seres como chispa de la misma fuente.

La filosofía estoica (Estoicismo) en la Roma antigua proclamó la ciudadanía universal, la idea de que cada ser humano pertenece a una misma “polis” cósmica.

La Carta de la Tierra (2000), inspirada en múltiples tradiciones, recoge esta herencia para nuestro tiempo: “Somos una sola familia humana y una sola comunidad terrestre con un destino común”.

Hemos mostrado que la idea de una sola humanidad no es utopía nueva, sino un hilo rojo en la historia de las religiones y filosofías. Y que ahora, en el siglo XXI, nos toca a nosotros materializar lo que ellos vieron como el horizonte, a un mundo donde las fronteras y las diferencias no sean cadenas, sino matices de una misma condición humana.

 

El futuro que podemos construir

 

También quiero hablar en positivo, porque la historia no es solo denuncia, es convocatoria. Lo que hemos logrado en apenas unas décadas nos demuestra que sí se puede. Hace cien años, nadie hubiera imaginado que un afroamericano presidiría Estados Unidos, que mujeres indígenas serían electas en los parlamentos en América Latina o que jóvenes musulmanes serían alcaldes en ciudades europeas. Y sin embargo, ahí están, cambiando la narrativa y escribiendo una historia distinta. Si seguimos avanzando, al cerrar este siglo podremos mirar atrás y decir “¡lo logramos!”. Habremos creado un mundo donde las identidades nacionales, sin desaparecer, ya no serán murallas, sino matices culturales dentro de una humanidad que se reconoce una sola. La bandera de todos será la dignidad, y en nuestros bolsillos llevaremos no pasaportes fragmentados por fronteras, sino un solo pasaporte mundial que nos identifique como lo que siempre hemos sido: seres humanos.

 

Una sola humanidad: el futuro que podemos construir


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En esa visión de futuro, lo político, lo social y lo económico se pondrán al servicio de la convivencia, no de la dominación. La diversidad ya no será excusa para dividirnos, sino razón para enriquecernos. Y las palabras “raza” o “discriminación” serán estudiadas en los libros de historia como se estudian hoy la esclavitud o el feudalismo, como los capítulos vergonzosos que costó siglos superar.

Ese será el día en que, al saludarnos, no pensaremos en el color de la piel, ni en el origen, ni en la religión, sino simplemente en el hecho maravilloso de encontrarnos frente a otro ser humano.

Ese futuro no está escrito en piedra ni garantizado. Depende de nosotros. Depende de que sigamos educando, denunciando cuando haga falta, pero sobre todo convocando a todos a creer en este horizonte común. Porque el racismo no se derrota solo con leyes, se derrota con humanidad. Y si algo nos enseña la historia, es que cuando todos decidimos avanzar, no hay nada que pueda detenerlo. Y entonces, cuando por fin demos ese paso, este siglo será recordado como el momento en que la humanidad dejó de temerse y comenzó a abrazarse. Será la era en que dejamos atrás los muros de sectarias creencias y construimos los puentes entre culturas diferentes, en que las discrepancias se volvieron tesoros y no armas, y en la que aprendimos que la paz no es un sueño ingenuo, sino lo más lúcido y consciente de los logros de la humanidad. Ese día brillará una certeza, que somos uno, una sola familia humana, y que esa es nuestra mayor victoria... Si desea darnos su opinión o contactarnos puede hacerlo en psicologosgessen@hotmail.com... Que la Divina Providencia Universal nos acompañe a todos…


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© Fotos e Imágenes Gessen&Gessen


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