Llegué a la ciudad de Nueva York en octubre de 1995, junto a mi amigo, mentor y compañero de vida Armando Noel. Ambos habíamos resuelto irnos a vivir allí por un tiempo indeterminado, una decisión que tomamos sin pensarlo demasiado, pero sin que hubiese en nuestro ánimo la posibilidad de una vuelta atrás. Armando, publicista, ya estaba jubilado hace rato de su cargo de vicepresidente y director creativo de la multinacional de la publicidad Walter Thompson, y yo acababa de renunciar a mis largos años como periodista de El Nacional, donde había comenzado como reportero de la sección de espectáculos hasta llegar a dirigirla, en una etapa ciertamente estelar del periódico.
Mi idea era mejorar mi inglés y la de mi amigo reencontrarse con la ciudad en la que había vivido en su juventud e iniciado su periplo como hombre de publicidad. Además de ello, en la dirección del periódico me contrataron para continuar haciendo, esta vez desde Nueva York, mi columna dominical Metrópolis, que se publicaba en la última página del Cuerpo B, dedicado a los deportes, sociales y farándula. Cuando me plantearon esa posibilidad, la acepté de buena gana. Escribir de espectáculos en una ciudad donde esta fuente es inagotable, me resultaba sencillamente tentador.
Lo primero que hicimos Armando y yo al apenas llegar a Manhattan, fue buscar arrendar un apartamento. Al día siguiente, después de ver algunas opciones en la prensa y hacer una selección previa en los avisos clasificados, procedimos a hacerlo. Y la verdad es que no nos demoramos mucho, por no decir nada, ya que al primero que fuimos le gustó tanto a mi amigo que inmediatamente lo seleccionó como nuestra futura residencia para los próximos tres años.
Lo mejor de todo es que estaba en una zona que más céntrica imposible. Se encontraba situado en el número 106 de Central Park South, concretamente en la esquina de la calle 59 con Sexta Avenida, o Avenida Las Américas, en un edificio identificado como Trump Parc, cuyo dueño, como el de muchos edificios residenciales y de oficinas de la ciudad, era el futuro y muy controversial Presidente de los Estados Unidos, aunque a nosotros nos lo había alquilado un bufete de abogados que representaba a otro propietario que lo había comprado hacía ya varios años.
Tomando en cuenta que aún con lo céntrico y elegante del lugar donde estaba el Trump Parc, el alquiler era más que accesible. Estábamos a una cuadra del emblemático Hotel Plaza, en plena zona de restaurantes y los museos Guggenheim y Metropolitan, muy cerca del Lincoln Center y de los cines y teatros de Broadway. Y por si fuera poco, apenas a un cruce de calle del pulmón vegetal de Nueva York, el Central Park, que se extiende desde la Calle 59 hasta la 110, limitando por el norte con Harlem, hacia el este con la suntuosa área residencial de la Quinta Avenida y por el oeste con el West Side, donde se asientan artistas y gente de la cultura, la bohemia y la música. El sur del parque, donde me tocó vivir, es el lugar preferido de la gente del espectáculo, así que más oportuno para mis fines, imposible.
En el Trump Parc quedaba el antiguo Barbizon Plaza Hotel, inaugurado el 12 de mayo de 1930, con 1.400 habitaciones distribuidas en sus 38 pisos. El alojamiento fue diseñado para atraer a artistas y músicos, con instalaciones que incluían salas de práctica insonorizadas, estudios de arte y tres recintos de espectáculos para conciertos, musicales y obras de teatro.
Con el inicio de la Depresión, la gerencia del alojamiento luchó por mantenerse al día con la hipoteca, pero después de solo dos años y medio, la propiedad fue embargada y vendida en una subasta en julio de 1933. En 1988, el hotel lo adquirió Donald Trump, quien lo convirtió en el condominio de 340 unidades que es hoy día y lo bautizó como Trump Parc.
El amable señor Bennett
Entre sus inquilinos notables figuran la bailarina Suzanne Blackmer, quien vivió en el edificio desde antes de la compra de Trump hasta su muerte en 2004; el diseñador de modas canadiense Arnold Scaasi, el empresario y presentador Eric Trump (hijo del primer matrimonio de Donald Trump con Ivana Trump), la actriz de teatro, cine y televisión Brenda Vaccaro (considerada para hacer el papel de Sally Bowles, que finalmente interpretó Liza Minnelli en Cabaret, actriz que por cierto habita en el edificio contiguo al Trump Parc) y el recién fallecido cantante Tony Bennett, una presencia constante en las áreas públicas del edificio durante los tres años que viví allí.
Este señor, uno de los últimos grandes crooners estadounidenses, que rivalizó por méritos propios nada menos que con Frank Sinatra, quien lo consideraba un gran artista, era la sencillez personificada. Afable, educado y siempre sonriente, saludaba sin pretensión alguna a sus vecinos, con quienes, en el ascensor o en el amplísimo lobby del edificio, siempre tenía un comentario o un gesto cortés que lo hacían un hombre cercano, sin los divismos que uno pueda imaginar en un artista de su categoría.
Encuentro con el hijo de Sadel
Demostración de la proverbial sencillez del intérprete de I Left my Heart in San Francisco la tuvo el cineasta y periodista venezolano Alfredo Sánchez, quien en 1996 se encontraba en Nueva York grabando unos testimoniales para el documental Alfredo Sadel, aquel cantor, dedicado a su padre. Entre otras opiniones sobre la brillante trayectoria del bien llamado “Tenor favorito de Venezuela” estaban los del cantante y director de orquesta español Plácido Domingo y el barítono norteamericano Sherrill Milnes. Días después fue a mi apartamento a grabar mi testimonio, en compañía del director de fotografía Hernán Toro y la asistente de producción Celia González.
-Después de haber hecho nuestro trabajo -recuerda Alfredo Sánchez-, la emoción fue muy grande, al encontrarnos en el lobby del edificio con Tony Bennett. Yo no pude disimular mi entusiasmo, tratándose de uno de los cantantes que yo más he admirado, así como también mi papá. Cuando lo saludamos se quedó un rato hablando con nosotros, le dije que éramos venezolanos y que yo le estaba haciendo un documental a mi papá, que también era cantante.
-Es uno de los mejores recuerdos de mi vida de un artista que no tuvo reparos en mostrar sus innegables cualidades humanas con nosotros, sin aspavientos y con mucha simpatía.
Otro encuentro, aunque de manera diferente, lo tuvo el periodista Jesús Bustindui. Fue durante una visita suya a Manhattan cuando lo invitamos a desayunar. Le mencioné que Tony Bennett vivía en el mismo edificio, a lo que respondió con un gesto de incredulidad, pero sin hacer comentario alguno. Ya era casi mediodía cuando se iba y Armando y yo lo acompañamos en el ascensor para despedirlo. Cuál no sería su sorpresa, cuando al abrirse el elevador en planta baja aparece Tony Bennett, quien estaba esperando para subir.
-Si no lo veo no lo creo -comentó divertido y entre risas Bustindui-, si lo hubieran planeado no les habría salido tan bien.
En mis tres años en Nueva York, los mejores de mi vida, tuve la oportunidad de verlo dos veces en concierto, una de ellas en el Carnegie Hall, escenario en donde se presentaba todos los años, desde que en 1962 protagonizó allí un sonado recital y grabó en directo un disco histórico, en el cual aparecía su canción más famosa, I Left My Heart in San Francisco, ganadora de dos premios Grammy y considerada hoy una de las cien mejores de la historia.
El otro espectáculo suyo al que asistí se celebró en el Radio City Music Hall, en una soberbia producción donde se rodeó de una notable orquesta sinfónica y la participación de las Rockettes, la reconocida compañía de baile de precisión de ese teatro, con 35 bailarinas que ejecutan de manera perfectamente simétrica las más elaboradas coreografías.
Con Franco de Vita en un divertido video
De mis años neoyorkinos es también el celebrado show unplugged (acústico) de Tony Bennett para el canal MTV, con colaboraciones de Elvis Costello y K.D. Lang, cuyo álbum resultante llegó a ser disco de platino por ventas, además de obtener el Grammy como Álbum del año en su rubro. Y cómo olvidar el disco siguiente, “Here's to the Ladies”, con canciones hechas famosas por cantantes femeninas, que le valió de nuevo el Grammy, esta vez a la mejor interpretación vocal pop tradicional, además de alcanzar el puesto número 1 en la lista de álbumes de jazz tradicional de Billboard.
Estaba Tony Bennett en aquellos años en la cresta de la ola. Y eso que todavía estaban por llegar, más de dos décadas después, los dos discos de jazz que hizo con Lady Gaga y un tercer álbum de duetos, esta vez en español, con colaboraciones de Gloria Estefan, Vicente Fernández, Christina Aguilera, Marc Anthony, Juan Luis Guerra, Dani Martin, Romeo Santos, Chayanne y el venezolano Franco De Vita, entre otros.
Vale mencionar que el video con Franco de Vita, con quien cantó el clásico “The Good Life”, es el más divertido de esa serie en español. Ambos intérpretes muestran una corriente natural de mutuo afecto, que se percibe por su espontaneidad y buen hacer. Otro venezolano que como nosotros y nuestros invitados en Manhattan, disfrutó de la calidez humana de este artista norteamericano legendario y fuera de serie.
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