Judicialización de la política
- Adolfo Salgueiro
- 23 jun.
- 4 Min. de lectura

Politizar la justicia es una práctica aberrante pero muy frecuente en estos tiempos. Ella consiste en buscar razones jurídicas -verdaderas o inventadas- para que los jueces las utilicen para favorecer una parcialidad u otra. Antes ello era casi exclusivo de las dictaduras. Hoy ha tomado fuerza también en naciones democráticas en las que el imperio de la ley, la justicia igual para todos y el debido proceso se proclaman como principios sacrosantos.
Así pues, el principio de igualdad, imparcialidad o justicia son interpretados o administrados por jueces que no dejan de ser seres humanos conciudadanos en una misma sociedad, tienen intereses (legítimos o menos legítimos) y por tanto sus interpretaciones suelen estar sujetas a evolución o cambios interpretados por esos magistrados o funcionarios. Por eso, aun cuando la jurisprudencia sobre una interpretación pueda haberse sostenido por largos años, eso no la aísla de nuevas tendencias con distintos matices o totalmente contrarias a los precedentes.
Así, el caso hoy en Estados Unidos con las leyes estatales conocidas como “Jim Crow”, vigentes desde antes de la Guerra de Secesión (1861/65), las cuales daban legalidad a la supremacía de blancos sobre negros. Ellas fueron desdibujándose a lo largo del tiempo y no fue sino en 1957 cuando ocurrió su abolición definitiva con la Ley de Derechos Civiles y su interpretación constitucional.
Lo mismo es válido para la aceptación del aborto consagrada por la Corte Suprema como interpretación constitucional en 1973 en el caso Roe vs Wade hasta que el criterio fue sustituido en 2022 por el mismo tribunal en el caso Dobbs vs Jackson Women Health que dejó de reconocer tal derecho como materia federal para dejarlo en manos de los Estados que han venido legislando con criterios propios y bastante contradictorios.
En todo caso, ambos precedentes mencionados, siendo cruciales en la cultura norteamericana, no se decidieron en terrenos de la política sino en los de las convicciones religiosas.
Distinto es el caso cuando una ley existente y vigente se aplica en forma evidentemente selectiva, como fue evidente en la campaña conducida en contra del hoy presidente Donald Trump después de que perdió la elección de 2020 frente a su rival Joe Biden. Ello desencadenó una ola de acusaciones y demandas federales y estatales en las que se invocaron la perpetración de actos ilícitos (abuso sexual contra una dama, falsificación de la contabilidad de sus empresas, etc.). En casi todos las pruebas parecían tener suficiente credibilidad, pero no hay duda -para este columnista- de que se trataba de una campaña para impedir a Mr. Trump la candidatura en las elecciones presidenciales de 2020, lo cual no fue el caso.
Al día de hoy entendemos que todo aquel entramado, especialmente a nivel federal, ha sido cancelado salvo los casos ya mencionandos y por eso Trump está en la Casa Blanca.
Fuere cual fuese la interpretación individual que podamos tener, está claro que el esquema se basó casi exclusivamente en la aplicación formalmente legal, pero evidentemente selectiva, de las leyes correspondientes; igual como en la actualidad se ha invocado una ley de 1798 , nunca derogada, como fundamento para expulsar migrantes.
En nuestras latitudes este tipo de vicios no han sido exclusivos de las épocas anteriores a 1958 (caída de Pérez Jiménez). En efecto, existe el histórico y lamentable precedente de la remoción del presidente Carlos Andrés Pérez en 1993 sustentada en el hecho de que su gobierno había utilizado 250.000 dólares de la partida secreta para apoyar la transición de Nicaragua hacia la democracia favoreciendo a la candidata -y luego presidenta- Violeta Chamorro, recientemente fallecida.
A la hora de la chiquita, el caso judicial se redujo a interpretar si la disposición de ese dinero para reforzar la seguridad de un régimen que se estrenaba en democracia era legal o no. De allí siguió la condena, prisión y exilio de Pérez en una secuencia que al día de hoy muchos lamentamos.
Sin ir tan atrás, esta misma semana la Corte Suprema de la República Argentina por unanimidad de sus tres miembros resolvió confirmar los fallos condenatorios de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner en todas las instancias inferiores, ratificando la sentencia de prisión por seis años y la accesoria de inhabilitación perpetua para ejercer ningún cargo público. Tal condena ya comenzó a cumplirse con el beneficio de “casa por cárcel”, cuya consecuencia ha sido la movilización de numerosos simpatizantes en la Plaza de Mayo y las concentraciones diarias frente a la residencia de la señora, que causan molestias importantes a los vecinos de la zona.
El proceso judicial que llevó a Cristina Fernández de Kirchner “tras las rejas” ha sido llevado a cabo con todas las garantías de legalidad y debido proceso que las leyes disponen, pues en la actualidad Argentina goza de la institucionalidad democrática que garantiza el Estado de derecho, lo que ha llevado a afirmar -probablemente con razón- que existe la división e independencia de poderes que prescribe la Constitución del país.
El anuncio de recursos ante la Comisión de Derechos Humanos de la OEA y eventual pase a la Corte Interamericana ha causado ruido pero -en nuestra opinión- no presagia éxito.
Tal como era de preverse, se han generado tensiones políticas importantes que tienen su eje en la lucha entre kirchneristas y antikirchneristas, que crispa el panorama político argentino y desemboca en la incapacidad de la condenada para presentarse como candidata a legisladora en las próximas elecciones de medio término que, de ganar, le conferiría fueros que suspenderían la condena penal firme que pesa sobre ella.
Los ejemplos precedentes, todos bastante frescos, permiten al lector curioso y desconfiado como este columnista sospechar que todos ellos pudieran haber tenido un desenlace distinto de haberse tramitado en diferentes escenarios políticos. El caso Trump así lo confirma con toda claridad.
Esta forma de ejercer la política ante los estrados judiciales se denomina "judicialización de la política" o "lawfare" en inglés, y su consecuencia previsible es la profundización de las polémicas que a su vez son un obstáculo para la reconciliación que es indispensable para garantizar la gobernabilidad y apostar al éxito colectivo de cualquier sociedad.
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