Una Navidad accidentada
- Juan E. Fernández, Juanette
- hace 2 días
- 2 Min. de lectura

Mi primera Navidad en Argentina fue rara. Yo había llegado hacía poco, sin un peso, con el pelo largo y desordenado, pero sin plata ni para emparejarme las puntas. Y ahí apareció mi primo Vicenzo, con una confianza peligrosa:
—Juan, yo te corto. A mi suegro lo dejo perfecto. Después entendí el detalle clave: el suegro era calvo.
A un calvo lo dejas “perfecto” sin hacer nada.
Pero yo recién llegado, confiado y sin referencias, acepté.
Me senté y arrancó la máquina: bzzzz.
A los pocos minutos cambió a un tac–tac–tac que no sonaba a peluquero profesional.
—¿Eso está bien? —pregunté.
—Sí, sí, es tu remolino —me respondió, vendiendo seguridad como si cobrara por palabra.
Veinte minutos después tenía menos pelo y menos esperanza. Me miré de costado y vi un lado corto, el otro largo, atrás un hueco, arriba una pista. Todo obra 100% de Vicenzo. Yo no metí mano jamás.
Llegué a la cena con un gorrito, como quien tapa pruebas.
A los diez minutos escucho:
—Juan, sácate eso, hace calor.
Y quedé expuesto. Silencio cortito.
Después, carcajada general.
Mi corte se convirtió en entretenimiento:
—¿Qué te pasó, un huracán selectivo?
—Servite más ensalada, así la gente mira el plato.
—Si así quedaste acá, imagínate en Venezuela.
Hasta un bebé me miró preocupado, como diciendo: “este muchacho no arrancó bien el año”.
Pero entonces pasó lo bueno: me aflojé.
Nadie se estaba riendo para lastimar. Era humor de mesa.
Había vino, sidra, y alguien llevó ananá fizz —yo no sabía si se tomaba o se usaba para aflojar tuercas— y terminamos cantando, riéndonos y festejando mi cabeza accidentada.
Y ahí pensé, tranquilo, sin espejo cerca ni drama innecesario:
“El corte quedó raro, sí… pero qué buena Navidad igual.”
Porque no fue perfecta ni de tarjeta.
Fue desordenada, con chistes a mi costa, pero también fue la primera vez que sentí que no estaba pasando por Argentina como turista.
Me sentí acompañado y con lugar en la mesa. Me sentí en casa. Brindé, comí, me reí de mí mismo y me fui a dormir con una idea sincera:
“Si esta fue la Navidad accidentada… las que vienen pueden ser increíbles.”
Y no me equivoqué.


