El petróleo incautado y el regreso de la geopolítica dura
- Antonio de la Cruz
- hace 1 minuto
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Durante décadas, Venezuela fue un problema incómodo para la política exterior estadounidense: demasiado grande para ignorarlo, demasiado caótico para resolverlo sin costos. Las sanciones fueron el instrumento preferido porque permitían sostener una narrativa moral sin asumir una confrontación material. Ese equilibrio acaba de romperse.
La transición de sanciones administrativas a interdicción física en alta mar marca un punto de inflexión histórico. No se trata solo de confiscar cargamentos ilegales, sino de absorberlos. El petróleo que durante años financió una economía paralela ahora puede terminar alimentando reservas estratégicas de Estados Unidos. Ese gesto —incautar y beneficiarse— no es anecdótico: es un cambio de reglas.
Hasta ahora, el orden energético hemisférico se apoyaba en una ficción útil. Estados Unidos castigaba regímenes, pero mantenía abiertos canales de mercado a través de licencias, excepciones y zonas grises. El objetivo no era ganar, sino contener. La “flota fantasma” venezolana prosperó precisamente en ese intersticio: barcos sin nombre claro, rutas opacas, descuentos extremos y una tolerancia internacional basada en la incomodidad de enfrentar el problema.
La nueva doctrina elimina esa ambigüedad. El crudo ilegal deja de ser un asunto contable para convertirse en objeto de poder. El mar ya no es solo una vía de comercio, sino un espacio de control. En términos históricos, esto recuerda a épocas en que los imperios no regulaban flujos: los dominaban.
Las consecuencias son múltiples. En lo inmediato, el régimen venezolano enfrenta un deterioro acelerado de su flujo de caja paralelo. Los ingresos opacos —estimados en cientos de millones de dólares mensuales— no sostenían al Estado formal, sino a la coalición real de poder: mandos militares, servicios de inteligencia, redes de lealtad. Al interrumpir ese flujo, no se provoca un colapso súbito, pero sí algo más corrosivo: escasez dentro del aparato represivo.
En paralelo, la incautación con beneficio redefine los incentivos para Estados Unidos. Cada barril confiscado no solo debilita a Caracas, sino que fortalece la seguridad energética estadounidense. La sanción deja de ser un costo político y se convierte en un activo estratégico. Esa inversión de lógica explica por qué las licencias petroleras pierden centralidad: negociar es menos eficaz que interceptar.
El mensaje, sin embargo, va más allá de Venezuela. China y Rusia observan con atención. Durante años, el crudo venezolano fue un recurso marginal pero útil para refinerías periféricas y esquemas de evasión. Ahora ese petróleo se ha transformado en un activo disputado, cargado de riesgo estratégico. Transportarlo ya no es una operación comercial, sino una apuesta geopolítica.
Estamos, en efecto, ante el retorno de una geopolítica energética sin eufemismos. No hay discursos sobre cooperación, ni promesas de transición ordenada. Hay control, negación de acceso y apropiación funcional del recurso. No mediante ocupación territorial, sino mediante dominio de los nodos críticos: rutas, seguros, puertos, mares.
La historia sugiere que estos momentos redefinen sistemas enteros. Cuando los flujos dejan de obedecer al mercado y pasan a obedecer al poder, los actores se adaptan o desaparecen. Venezuela, convertida en productor sin control sobre su propia renta, enfrenta una paradoja brutal: posee recursos estratégicos, pero no decide su destino.
El tablero hemisférico ha cambiado. Y cuando eso ocurre, no lo anuncian los comunicados diplomáticos, sino los barcos detenidos y los barriles que cambian de bandera.


