Inteligencia Artificial: ¿Para algunos o para todos?
- Vladimir Gessen
- hace 3 días
- 14 Min. de lectura
Enfrentamos un dilema, o se democratiza a la inteligencia artificial al alcance de todos o se creará una división insalvable de la humanidad. La IA puede unir o dividir a la humanidad. El reto: convertirla en un derecho, y no en un privilegio
Siempre que pensamos en la historia de la humanidad, mi esposa María Mercedes y yo, vemos un hilo conductor muy claro al tomar en cuenta quiénes tuvieron acceso al conocimiento, y quiénes no. Desde hace 12 mil años, cuando comenzaron las primeras aldeas y asentamientos, los seres humanos hemos progresado porque alguien se atrevió a pensar distinto, a descubrir y a enseñar. Al principio eran muy pocos. Los sabios, chamanes, líderes espirituales o jefes de tribu eran los guardianes del saber. Los demás tenían que confiar en ellos, porque el conocimiento no estaba al alcance de todos. Luego llegó la escritura como una “revolución cognitiva” que permitió la expansión de las ideas. Y con ella, un salto enorme porque lo pensado podía quedar plasmado, circular, y trascender a quien lo había hecho. Pero de nuevo, solo unos cuantos sabían leer. Durante siglos y milenios, el saber estuvo cautivo de reyes, señores feudales, mandatarios, sacerdotes. Ellos decidían qué debíamos de aprender, qué guardar, y qué ocultar. Entonces, las universidades aparecieron como templos del conocimiento, pero seguían reservadas para la élite. Recién con la educación pública obligatoria, en el siglo XIX y XX, el mundo cambió de verdad porque se rompió la exclusividad del saber. Miles de millones de niños que antes jamás habrían pisado una escuela pudieron aprender a leer, escribir y contar. Eso transformó a familias enteras y le dio a la humanidad la capacidad de progresar de manera colectiva, como jamás había ocurrido. El acceso universal a la educación fue, sin duda, uno de los mayores triunfos de nuestra civilización, y solo fue el inicio…
El salto de la computadora y la advertencia
A finales del siglo XX y comienzos del XXI, apareció otro acontecimiento: la computadora y luego el internet (Castells, 1996; Negroponte, 1995). María Mercedes y yo teníamos nuestros programas sobre psicología, para entonces en radio y TV, y en ellos muchas veces repetimos una idea sencilla: “No gasten en cambiar el carro ni en renovar la nevera… compren una computadora para sus hijos. Porque si no la tienen, serán analfabetos en el siglo XXI”, y no era una exageración, ya desde 1993 algunos autores lo alertaban. Y la vida nos dio la razón. Quienes no tuvieron acceso a la informática quedaron rezagados. No solo en conocimientos, también en trabajos, en oportunidades, en participación ciudadana (UNESCO, 2013; van Dijk, 2006). Lo mismo pasó con Internet. Quien estaba conectado, tenía una ventana al mundo y una ruta al conocimiento, quien no, estaba condenado al aislamiento digital y a una mayor ignorancia (OECD, 2001; Norris, 2001).
Para esa época de los ‘90, fui invitado por el gobierno de Japón a convivir con familias locales, con el propósito de conocer de cerca su cultura familiar y la manera en que educaban a sus hijos. Yo insistí en algo importante: no quería visitas organizadas con antelación a instituciones que mostraran solo lo previsto para visitantes oficiales, sino la realidad cotidiana. Una mañana, mientras pasábamos frente a una escuela primaria, pedí a mis anfitriones de la cancillería asistir al día siguiente a ese centro escolar para observar una clase de primer grado. Aceptaron, y lo que viví al entrar fue una revelación…
En un aula con niños de apenas siete años o menos, cada uno tenía en su pupitre frente a sí una computadora. En cada una de las pantallas aparecía la bandera de mi país, Venezuela. Uno de los pequeños me saludó en español, y me dio la bienvenida, y de inmediato presionó una tecla: sonó el Himno Nacional de Venezuela en cada monitor en el aula. Sentí una mezcla de asombro y emoción difícil de describir. Poco después, una niña se acercó y, también en español, me confesó que le gustaba el fútbol, el deporte por excelencia en nuestra América Latina. Para completar aquella escena notable de hace tres décadas, una maestra de origen hispano me explicó con detalle lo que estaban aprendiendo los niños y cómo desde tan temprana edad se les introducía a la informática como parte de su formación básica. Al salir de la escuela tuve una certeza que me marcó, si en los países menos avanzados no nos adaptábamos a los cambios vertiginosos que ya estaban en marcha, no solo no lograríamos desarrollarnos, sino que correríamos el riesgo de retroceder en nuestro avance. Era un llamado urgente a comprender que el futuro no espera y que el acceso al conocimiento digital marcaría la diferencia entre avanzar o quedar rezagados en la historia.
Ahora vivimos algo aún más grande: la inteligencia artificial
Hoy, en pleno siglo XXI, enfrentamos una revolución aún más profunda, la de la inteligencia artificial (IA), que no es solo otra herramienta tecnológica. Es un multiplicador de inteligencia que permitirá mayor desarrollo y bienestar para la humanidad como nunca antes (Brynjolfsson & McAfee, 2014; Russell & Norvig, 2021), porque potencia lo que ya conocemos, nos ayuda en todos los niveles, a investigar más rápido, a diagnosticar enfermedades, a diseñar políticas, a crear música, arte, programas, empresas. Es como tener un cerebro auxiliar trabajando con nosotros (Tegmark, 2017).
La diferencia con otras revoluciones tecnológicas es su alcance transversal porque la IA se aplica en todos los sectores, desde la medicina hasta la agricultura, desde la educación hasta la seguridad. Un informe de McKinsey (2023) estima que la inteligencia artificial generativa por sí sola podría añadir entre 2.6 y 4.4 billones de dólares anuales a la economía global, lo cual equivale al PIB de países enteros como el Reino Unido o India. La UNESCO (2021) subraya que la IA ya está transformando los sistemas educativos, ofreciendo tutorías personalizadas y análisis predictivos sobre el aprendizaje de los estudiantes, mientras que la OMS (2021) la considera clave para ampliar diagnósticos médicos en regiones sin especialistas.
Sin embargo, el problema es que, como pasó en todas las épocas anteriores: no todos tienen acceso a la IA. De hecho, un estudio del AI Index de Stanford (2024) muestra que la adopción de IA se concentra en Norteamérica, Europa y Asia del Este, mientras que África y buena parte de América Latina permanecen al menos retrasadas en su uso. Esto no es una simple brecha digital, sino que podemos llamarla una brecha de la inteligencia: quienes tienen acceso a la IA multiplican sus capacidades cognitivas y productivas, mientras que quienes no, corren el riesgo de quedar marginados del nuevo mundo laboral, científico y cultural (West, 2018; Floridi, 2019).
Al igual que en el pasado, la escritura, las universidades o la educación pública marcaron diferencias históricas, pero no alcanzó a toda la humanidad, la IA corre el riesgo de convertirse en el nuevo filtro de la exclusión social y económica. Por ello, organismos como la OECD (2023) han advertido que la democratización del acceso a la IA será determinante para evitar que se amplíen las desigualdades existentes.
Las cifras que nos preocupan
Hablemos con números, porque a veces solo así se ve la magnitud del problema. La población mundial en 2025 supera a 8 mil millones de personas (United Nations, 2022). Según estimaciones, entre 1.7 y 1.8 millones de ellas han usado alguna forma de IA en algún momento. Eso equivale a apenas el 21% de la humanidad (Menlo Ventures, 2025). Eso significa que casi 6 mil 300 millones de personas no han usado nunca una IA. Más grave aún es que, si hablamos del uso diario de la IA, la cifra es todavía más brutal porque apenas 115 a 180 millones de personas utilizamos la IA generativa todos los días. Eso es pírricamente entre el 1.4% y el 2.3% de la población mundial (Technollama, 2025). Esto sin olvidar que 2 mil 600 millones de personas seguían sin acceso a Internet en 2024 (International Telecommunication Union, 2024).
Y en los países de bajos ingresos, solo el 27% de la población está conectada, contra un 93% de los países de altos ingresos (World Bank, 2023; United Nations, 2022). Esta brecha digital marca los límites de la inclusión en la economía del conocimiento. Lo que se viene encima es evidente: una nueva fractura social de enormes proporciones, mucho más grave que cualquier estamento de discriminación. No es la del color de piel, ni la del ingreso, ni la del género. Es más sutil y más peligrosa, es la división entre quienes tendrán acceso a la inteligencia aumentada y quienes no. Es una verdadera brecha de la inteligencia humana (OECD, 2022; West, 2018).
¿Quiénes avanzan y quiénes se quedan atrás?
La evidencia es clara, más educación se traduce en más ingresos y más bienestar (Psacharopoulos & Patrinos, 2018). Cada año adicional de escolaridad aumenta en promedio un 9 a 10% de los ingresos (Montenegro & Patrinos, 2014). En la OCDE, un adulto con título universitario gana casi 40% más que quien solo terminó secundaria, y con una maestría o doctorado, hasta 83% más (OECD, 2022).
Y no se trata solo de dinero. Los países con más educación tienden a ser también los que reportan más felicidad. Ahí están los países nórdicos —Finlandia, Dinamarca, Suecia— que consistentemente lideran los índices de felicidad mundial (Helliwell et al., 2023). Se trata de sociedades con buena educación, altos ingresos y, sobre todo, confianza social (Putnam, 2000).
Pero ojo, hay excepciones. Japón y Corea del Sur son potencias educativas y tecnológicas, pero no encabezan los rankings de felicidad. ¿Por qué? Porque entran en juego otros factores, como el estrés laboral, la desigualdad de género y la falta de equilibrio en la vida (OECD, 2020). En Estados Unidos, a pesar de ser uno de los países más ricos y educados, la felicidad está por debajo de Europa nórdica. ¿La razón? La desigualdad social y económica (Wilkinson & Pickett, 2010).
La conclusión es clara, la educación es la base de la riqueza y del bienestar, pero sin equidad, no garantizará la felicidad. La psicología positiva lo confirma porque factores como la confianza interpersonal, el capital social y la equidad en oportunidades son tan decisivos como el ingreso económico en la percepción del bienestar subjetivo (Diener et al., 2018).
Caso de José y su pérdida de competitividad: José tiene 45 años y trabaja en una empresa de logística. Durante años fue un empleado modelo, pero ahora sus colegas jóvenes usan IA para optimizar rutas, prever retrasos y preparar reportes. José sigue haciéndolo “a mano”, como siempre. El resultado es que parece más lento, menos eficiente y, según su jefe, “costoso”. Aunque no ha sido despedido, José vive con el miedo constante de ser reemplazado. Desde la psicología del trabajo, experimenta lo que se llama amenaza de estatus ya que percibe que su experiencia ya no tiene valor. Esto genera estrés crónico, insomnio y la sensación de que su identidad laboral se está desmoronando…
Qué nos dice la psicología social
Desde la psicología, sabemos que la exclusión tecnológica genera resentimiento, polarización y pérdida de confianza (Castells, 2009; van Dijk, 2020). Cuando un grupo percibe que “los otros” tienen herramientas que ellos no, surge un sentimiento de injusticia y amenaza al estatus. La teoría de la privación relativa (Runciman, 1966) y los estudios sobre identidad social (Tajfel & Turner, 1979) muestran cómo la comparación con otros grupos activa emociones de enojo y frustración, especialmente cuando las diferencias se perciben como arbitrarias o injustas.
Ese malestar alimenta la sensación de exclusión, genera frustración y puede derivar en tensiones sociales y políticas (Gurr, 1970; Fiske, 2018). La psicología social también ha demostrado que las desigualdades percibidas en el acceso a recursos —ya sean económicos, educativos o tecnológicos— erosionan la confianza institucional y aumentan la probabilidad de conflicto colectivo (Putnam, 2000; Norris, 2011).
En otras palabras, la brecha de la IA no es solo económica. Es también emocional, cultural y política, porque afecta la forma en que los individuos se relacionan entre sí, con sus comunidades y con el Estado. Si no se atiende, puede convertirse en una nueva fuente de resentimiento social y de fractura política, del mismo modo en que lo hicieron las brechas de clase, género o etnia en otros momentos de la historia (Sen, 1999).
Caso de Josefina y la nueva exclusión: Josefina tiene 54 años y vive en una ciudad mediana de América Latina. Es profesora de literatura en un liceo público. Siempre se consideró una mujer preparada ya que estudió en la universidad, lee con frecuencia y participa activamente en la vida cultural de su comunidad. Sin embargo, en los últimos dos años ha comenzado a sentirse desplazada.
Sus colegas más jóvenes, apoyados por la inteligencia artificial, preparan clases interactivas en apenas minutos, diseñan materiales visuales y adaptan exámenes con precisión al nivel de cada alumno. Josefina, en cambio, invierte horas en las mismas tareas, y aun así sus estudiantes se aburren más y la consideran “no actualizada”.
En casa, la situación no es mejor. Su hija adolescente le pide ayuda con una investigación, pero cuando Josefina empieza a buscar libros y documentos, la joven la interrumpe: “Mamá, eso ya me lo resolvió la IA en segundos”. La sensación de inutilidad se cuela en la vida cotidiana.
Desde la psicología social, lo que vive Josefina es un ejemplo de privación relativa (Runciman, 1966) dado que ella no es ignorante, pero se percibe como “menos capaz” porque otros tienen acceso a herramientas que ella no domina. Esto genera frustración, pérdida de autoestima y resentimiento. Su grupo de referencia —los docentes jóvenes— refuerza esa percepción de desventaja.
En la escuela, lo que le ocurre a Josefina es que nota un cambio en las relaciones. Algunos alumnos bromean con que “la profe está atrasada”. Esa burla activa procesos de estigmatización y erosiona su autoridad (Tajfel & Turner, 1979). Incluso los directivos parecen más interesados en quienes saben “manejar la IA”, relegando a los demás.
Psicológicamente, Josefina experimenta síntomas de ansiedad, tristeza y aislamiento. Socialmente, percibe que ya no tiene voz en las decisiones colectivas. Lo que antes era orgullo por su vocación docente se transforma en un sentimiento de irrelevancia.
Este caso muestra cómo la brecha de la IA no es solo técnica ni económica sino que se convierte en un problema emocional, cultural y político y hasta de bullying. Cuando el acceso a la inteligencia aumentada se convierte en el nuevo criterio de valor social, quienes no logran integrarse se sienten excluidos, aunque tengan preparación académica y capital cultural.
¿Qué hacer? Nuestras propuestas
Si algo nos enseña la historia, es que los mayores avances de la humanidad se produjeron cuando decidimos convertir bienes de lujo en derechos universales. Así ocurrió con la educación pública, cuando en los siglos XIX y XX dejó de ser privilegio de élites para transformarse en un derecho de todos los niños y niñas del planeta (UNESCO, 2020). Ese cambio alteró la trayectoria de miles de millones de personas. Hoy, la inteligencia artificial está en la misma encrucijada: o se convierte en un derecho colectivo, o será el nuevo filtro de exclusión.
En primer lugar, debemos reconocer que el acceso a la IA debe considerarse un derecho humano básico, al mismo nivel que la educación o la salud (West & Allen, 2020). No se trata de un lujo, sino de una herramienta cognitiva indispensable. Así como nadie discute que cada niño debe ir a la escuela, tampoco deberíamos dudar en afirmar que cada ciudadano del siglo XXI debe poder usar la IA. Si no lo hacemos, nacerá una aristocracia de la inteligencia, frente a una masa creciente de excluidos.
La segunda propuesta es crear un Fondo Universal de IA, financiado por organismos internacionales, empresas y filántropos, siguiendo modelos exitosos como el Fondo Mundial de lucha contra el Sida, la Tuberculosis y la Malaria (World Bank, 2023). Dicho fondo podría subsidiar conectividad, dispositivos y acceso en escuelas, hospitales y comunidades vulnerables. La lógica es sencilla, si invertimos colectivamente en vacunas para evitar epidemias, ¿por qué no invertir en inteligencia aumentada para prevenir la epidemia de exclusión?
En tercer lugar, necesitamos modelos abiertos y accesibles. La historia del software libre nos mostró que el conocimiento abierto multiplica la innovación y evita la dependencia de monopolios (Stallman, 2010; Birhane, 2021). La IA no puede quedar solo en manos de un puñado de corporaciones porque debe haber versiones públicas, traducidas a múltiples lenguas, y con licencias que permitan su uso educativo, sanitario y social.
Cuarto, debemos promover una alfabetización algorítmica. La alfabetización del siglo XXI ya no es solo leer y escribir, sino aprender a pensar con y frente a los algoritmos (UNESCO, 2019; Buckingham, 2020). Saber distinguir entre un sesgo y un dato válido, entre un resultado manipulado y un conocimiento confiable, será tan importante como saber sumar o escribir. Sin esta formación, el ciudadano digital será un sujeto vulnerable a la desinformación y al control.
Quinto, urge restablecer una infraestructura compartida, equivalente a las bibliotecas públicas de los siglos pasados (OECD, 2023). Se trataría de centros de cómputo comunitarios donde cualquier persona pueda acceder a modelos de IA sin pagar licencias costosas. Así como la biblioteca garantizaba el acceso a los libros, estos espacios deben garantizar acceso a la inteligencia aumentada. Allí un estudiante podría preparar un trabajo escolar, un agricultor diseñar un plan de siembra, o un emprendedor crear un proyecto, con las mismas herramientas que usa un ejecutivo en Nueva York o Berlín.
Por último, la sexta propuesta: adaptar la IA al sur global. La mayoría de la humanidad vive en regiones con internet intermitente y dispositivos de baja gama. Si no diseñamos versiones ligeras, que funcionen en teléfonos básicos y en lenguas locales, estaremos condenando a miles de millones de personas a la irrelevancia digital (ITU, 2024; Toyama, 2015). No podemos aceptar que el futuro solo se escriba en inglés o en chino, ni que requiera conexiones imposibles en comunidades rurales.
Estas propuestas no son un ejercicio de ingenuidad. Como bien señala Floridi (2019), el diseño de la tecnología es inseparable del diseño de la sociedad. Así como universalizamos la educación, las vacunas o el agua potable, ahora debemos universalizar la inteligencia artificial. La disyuntiva es clara, o la convertimos en un bien público, o la permitimos convertirse en la nueva muralla invisible que divida a los seres humanos en “aumentados” y los “reducidos”.
Lo que está en juego
El mayor triunfo de la civilización fue que un niño campesino pudiera convertirse en médico, ingeniera, profesor o periodista, gracias a la educación pública. Eso ocurrió porque la humanidad tomó una decisión monumental, la escuela ya no sería un privilegio, sino un derecho. Ese pacto transformó el destino de miles de millones y abrió el horizonte de la movilidad social.
Hoy estamos frente a un desafío aún más grande. La inteligencia artificial tiene la capacidad de democratizar la inteligencia misma, de multiplicar la creatividad humana, de acelerar la ciencia, de erradicar enfermedades, de expandir el arte y de ofrecernos herramientas para ser una humanidad más justa, más solidaria y más feliz. La decisión no es técnica. No se trata de chips, algoritmos o líneas de código. Es política, ética y cultural. Está en nuestras manos, como sociedad global, decidir si la IA será el agua limpia y la escuela del siglo XXI, o si se convertirá en el oro de unos pocos, inaccesible para las mayorías.
En los próximos cinco años, la IA dejará de ser un tema de laboratorios y conferencias: será el pulso cotidiano de nuestras vidas. Estará en la forma en que trabajamos, aprendemos, votamos, decidimos y soñamos. Y los países que no logren acceso efectivo, energía para sostenerla, educación para usarla y regulación justa para guiarla quedarán rezagados en una nueva brecha civilizatoria. No se trata de una exageración retórica. Estamos hablando, literalmente, de una política de supervivencia intelectual.
La historia nos está mirando. Así como un día elegimos que cada niño debía tener un pupitre, un cuaderno y un maestro, hoy debemos elegir que cada ciudadano tenga acceso a la inteligencia aumentada. No podemos permitir que la IA sea otra frontera de exclusión. Porque si fracasamos, el futuro no será un horizonte de progreso, sino un archipiélago de élites interconectadas en un océano de millones de desconectados. Pero si triunfamos, si decidimos juntos, con valentía y visión, entonces la IA será el gran paso de la humanidad hacia lo que siempre soñó: una expansión de la inteligencia universal.
El dilema está planteado. El reloj ya corre. La pregunta es simple y a la vez definitiva: ¿Haremos de la IA el nuevo derecho humano que nos una como especie, o la dejaremos convertirse en la frontera invisible que nos divida?
La respuesta, colegas, está en nuestras manos. Y el momento de decidir… es ahora. La inteligencia artificial no debe ser el muro que nos separe, sino el puente que nos una. No es un privilegio, es la nueva forma de la inteligencia humana, y por ello pertenece a todos… Si desea darnos su opinión o contactarnos puede hacerlo en psicologosgessen@hotmail.com... Que la Divina Providencia Universal nos acompañe a todos…

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