Cuando la fe se convierte en frontera bélica
- Vladimir Gessen
- hace 1 día
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Ningún Dios declaró la guerra, fueron los hombres quienes unieron religión con poder político y militar, y en su nombre, acabaron con la paz
Encontrar el sentido de la vida: la raíz consciente de la humanidad
Desde hace más de 12 mil años, el ser humano ha mirado al firmamento buscando respuestas, y casi al mismo tiempo, las religiones aparecieron como sistemas simbólicos para explicar lo inexplicable, como los porqués de premios o castigos, o a la adversidad o la felicidad, al sufrimiento y o la satisfacción, a la muerte y al misterio de existir. Un reconocido filósofo rumano e historiador de religiones, en sus teorías sobre la experiencia espiritual lo definió de esta forma: “El hombre religioso vive en un mundo abierto hacia lo trascendente, y el profano en un universo cerrado a lo sagrado” (Mircea Eliade, Lo Sagrado y lo Profano, 1957), aunque, buena parte de la humanidad y de los científicos, pensamos en el presente, que a través de la ciencia, y el estudio del Universo —como una entidad inteligente— se abren las puertas a lo sagrado y a la divinidad del Cosmos. Esa apertura hacia lo trascendental —sea espiritual, emocional o cognitiva— ha marcado la evolución cultural.
El problema es que el mismo impulso que nos elevó hacia lo divino también nos llevó a dividirnos porque en nombre de los dioses, se erigieron templos… pero también ejércitos. La fe, que debía unir, se convirtió a veces en frontera. Con el tiempo, lo sagrado se mezcló con lo político, y lo espiritual con lo territorial. Así, la fe, que debía unir, comenzó a dividir. No han sido los dioses quienes se enfrentaron, sino los hombres que los interpretan. Y en nombre de sus dioses —del fuego, del Sol, de Yahvé, de Alá, de Mahoma o del Cristo— se ha derramado sangre creyendo defender la verdad y se ejecutaron a científicos y pensadores. Sin embargo, ninguna guerra ha logrado destruir una idea: La historia demuestra que toda persecución multiplica lo que se intenta sofocar.
La guerra y la muerte es de los hombres, no de los dioses
Las guerras llamadas “religiosas” son, en realidad, guerras humanas con símbolos divinos. Desde la psicología, sabemos que toda creencia cumple una función emocional y social. Creer nos da seguridad y propósito. Los movimientos violentos con aparente inspiración religiosa son en realidad manifestaciones de frustración política y social, envueltas en retórica sagrada. La espiritualidad puede —y debe— volver a ser un lenguaje universal de encuentro, no de separación. El problema es que cuando una creencia se siente amenazada, el individuo experimenta un ataque a su identidad. Defender el dogma se vuelve, entonces, una forma de defenderse a sí mismos. Y los grupos, al sentir su identidad colectiva en peligro, desarrollan conductas tribales, excluyentes, y beligerantes. De manera que una religión puede pasar de ser refugio espiritual a bandera de guerra. El reto de nuestro tiempo no es acabar con las religiones, sino trascender la necesidad de usarlas para dividirnos.
Los estudios muestran que ¡1.763 guerras registradas en cinco milenios tuvieron causas estrictamente religiosas! De manera que la religión fue un poderoso estandarte para justificar conquistas y para otorgar sentido moral a la violencia (Charles Phillips y Alan Axelrod, Encyclopedia of Wars, 2004). Una buena parte de los gobernantes y líderes de antaño —y hasta el presente— han usado o inventaron religiones, que en lugar de intentar responder a las preguntas de ¿Qué o quién era Dios?, escribieron leyes morales —como libros sagrados— con instrucciones, según ellos de un Dios para el pueblo seguidor de ese líder o gobierno que los escribió.
Bruno, Spinoza y Galileo: tres sabios perseguidos
Giordano Bruno, es hoy considerado un precursor del pensamiento moderno, y admirado por científicos, filósofos y librepensadores. Su visión inspiró a Galileo, Spinoza, Einstein, Carl Sagan, y a muchos defensores de una espiritualidad basada en el conocimiento científico. Sagan, en su serie Cosmos (1980), lo describió como “el mártir de la infinitud del universo” y lo presentó como símbolo del coraje intelectual frente a la intolerancia. Bruno sostuvo que el Universo no tenía centro ni límites, es infinito, y afirmó que "hay innumerables soles e innumerables tierras que giran alrededor de esos soles, del mismo modo que los siete planetas giran en torno al Sol que nosotros vemos.” Esta visión anticipó la cosmología moderna y la idea de un cosmos plural y vivo. Para Bruno, Dios posee presencia inmanente, Dios no está fuera del Universo, sino en todo cuanto existe. Fue el primero en formular la idea moderna de un cosmos ilimitado y plural, anticipando lo que siglos después confirmaría la astrofísica: que el Sol es una estrella más entre miles de millones y que la vida podría multiplicarse en mundos infinitos.
Baruch Spinoza o la Sustancia Divina: Spinoza, desarrollaría la idea de Dios como la naturaleza del Universo, como una Sustancia Única. “Por Dios entiendo un ser absolutamente infinito, es decir, una sustancia que consta de infinitos atributos” (Mish Ponce, Ética Demostrada Según El Orden Geométrico, 2000). Y más adelante formula su principio central: “Deus sive Natura” —Dios o la Naturaleza— identificando ambas como expresiones de una misma realidad divina. La unidad del Universo, la concibe como la materia viva y animada por una fuerza espiritual. Para él no hay oposición entre materia y espíritu porque ambos son expresiones de la misma realidad divina.
También creía que la verdad no puede ser propiedad de ninguna institución. Con esta definición, Spinoza inaugura una de las ideas más revolucionarias de la filosofía moderna, como es que Dios no es un ente separado del mundo, sino la totalidad misma del ser, una sustancia infinita cuyas manifestaciones —como el pensamiento y la extensión, o mente y materia— son expresiones de su esencia divina. En síntesis: para Spinoza, todo lo que existe es Dios, y Dios es todo lo que existe. Su martirio simboliza el sacrificio de la libertad de conciencia frente a la autoridad religiosa.
Galileo Galilei y su mirada cósmica: Nació mientras Bruno escribía, y murió cuando Spinoza era un niño. Fue el puente entre el misticismo cósmico de Bruno y la razón filosófica de Spinoza. Inventó el telescopio. Cada observación era una revelación científica y espiritual, y demostraba que el cielo no era perfecto ni inmutable, como sostenía Aristóteles, sino tan vivo y cambiante como la Tierra. Galileo describe sus descubrimientos con el telescopio —que perfeccionó en 1609— como los satélites de Júpiter (Io, Europa, Ganimedes y Calisto), las fases de Venus, las irregularidades de la superficie lunar con sus cráteres y las innumerables estrellas de la Vía Láctea, y que el Universo no tenía centro, que había infinitos soles y mundos habitados. Así, el mayor descubrimiento de Galileo no fue solo que la Tierra gira alrededor del Sol, sino que la verdad gira alrededor de la evidencia, y no de la autoridad.
¿Santa inquisición?
Estos tres científicos perseguidos compartieron una misma tragedia luminosa: fueron castigados por pensar. Pero, no por desafiar a Dios, sino por atreverse a comprenderlo. Sus verdugos no fueron los cielos, sino los hombres que creyeron ser sus portavoces. Giordano Bruno, Galileo Galilei y Baruch Spinoza representan la tríada inmortal del espíritu libre. Cada uno, desde su siglo y su ciencia, buscó a Dios en el orden del Universo, no en los dogmas de los templos. Y por eso fueron perseguidos por una iglesia humana y no divina, temerosa del pensamiento, que confundió la fe con el poder y el silencio con la obediencia.
Bruno fue condenado a morir quemado en Roma, en 1600, tras acusado por afirmar que el universo era infinito, que Dios está presente en todas las cosas, dudar de la divinidad de Jesús de Nazaret, de la virginidad de María, y negar la transubstanciación eucarística. Nunca renegó de su visión ni se arrodilló ante los jueces de la Inquisición. Al escuchar su sentencia, respondió con serenidad: “Tembláis más vosotros al pronunciar mi condena que yo al recibirla.” Lo quemaron en el Campo de’ Fiori, pero no lograron apagar el fuego de su pensamiento. Murió en manos de una iglesia humana que se creyó dueña de Dios.
A Galileo no lo mataron, pero lo silenciaron. En 1633 fue obligado a abjurar de su afirmación de que la Tierra gira alrededor del Sol. Los hombres del Santo Oficio lo obligaron a arrodillarse y negar lo que sus ojos habían visto a través del telescopio. Pero, al levantarse, susurró: “Eppur si muove” (“Y sin embargo, se mueve”). Galileo fue condenado por esta iglesia humana que temía perder su dominio, y no por la Divina Inteligencia que inspiró el descubrimiento. Hoy Galileo sigue creciendo mientras esa iglesia se disminuye…
A Spinoza lo persiguió su propia comunidad judía. En 1656 fue excomulgado de la sinagoga de Ámsterdam con una maldición terrible, acusado de herejía por decir que Dios no está fuera del mundo, sino que el mundo está en Dios. Vivió el resto de su vida en soledad, puliendo lentes y escribiendo su legado y una de las obras más sublimes de la razón humana: La Ética. Murió apenas a los 44 años de edad. Nunca respondió al odio con resentimiento, sino con claridad y amor por la verdad…
Los tres sabios y científicos entendieron que Dios no necesita defensores, sino buscadores. Que la verdadera fe no se impone, se comprende. Y que la divinidad no se encuentra en los altares del poder, sino en la conciencia que observa el Universo y se reconoce parte del mismo.
Bruno, Galileo y Spinoza fueron perseguidos por iglesias humanas, no divinas, porque la divinidad nunca castiga la razón ni el amor a la verdad. Solo el hombre —cuando teme— se vuelve juez del pensamiento. Hoy, siglos después, los tres sabios resplandecen como luces que sobrevivieron a la hoguera, al silencio y al exilio. Y nos enseñan que la espiritualidad auténtica no se opone a la ciencia ni a la filosofía, sino que es el reconocimiento de que pensar también es orar, investigar también es amar, y conocer científicamente es un modo de venerar al Universo y comunicarse con Él.

La guerra contra la ciencia
Dios, para las religiones, es omnisciente ya que posee el conocimiento absoluto del Universo. Por ello, en la medida en que los seres humanos cultivemos el saber, la conciencia y la sabiduría, más cerca estaremos de comprenderlo. Si Dios es el Creador y la Conciencia Suprema del Todo, resulta inconcebible pensar que perseguiría a quienes fueron los padres de la ciencia y del método científico. La ciencia —en su sentido más puro— es el primer idioma con el que la Divina Providencia se expresa, a través de las leyes universales que rigen la vida y el Cosmos.
Las guerras que las iglesias decretaron contra esos sabios no tuvieron un origen divino. No fue Dios quien los condenó, sino hombres ignorantes y temerosos del conocimiento, que en nombre de su fe atacaron a la inteligencia. Fanáticos, carentes del conocimiento científico y divino, y movidos por el odio, se atrevieron a llamarse “santos” —como el “Santo Oficio”— y a afirmar que torturaban y mataban por mandato de Dios: ¡Qué barbaridad!...
A lo largo de los siglos, esa misma ignorancia encendió guerras y hogueras a nombre del Ser Supremo. Pero la historia demostró que la verdad nunca arde, que resiste el fuego, porque pertenece a la luz, y la oscuridad siempre desparece con su brillo.
Opinión de un sabio: Einstein y la religión cósmica
Einstein señalaba que “prefería creer en el Dios de Spinoza”. En 1930, Albert Einstein terció: “Lo llamaré sentimiento religioso cósmico. Es muy difícil de dilucidar este sentimiento a cualquiera que esté completamente desprovisto de él, especialmente porque no hay una concepción antropomórfica de Dios... El individuo siente lo sublime y el orden maravilloso que se revelan tanto en la naturaleza como en el mundo del pensamiento. La existencia individual impresiona y quiere experimentar el Universo como una unidad entera... Los comienzos del sentimiento religioso cósmico ya aparecen en una etapa temprana de desarrollo, en los Salmos de David y en algunos de los Profetas… En mi opinión, la función más importante del arte y la ciencia es despertar este sentimiento y mantenerlo vivo en aquellos que son receptivos a él. Sostengo que el sentimiento religioso cósmico es el motivo más fuerte y noble para la investigación científica… ¡Qué profunda convicción de la racionalidad del Universo, y de la qué anhelo comprender!” (Einstein's Ideas y opiniones, pp.1–4).
El consenso es que Einstein proponía una espiritualidad racional, o lo que él mismo llamaba una “religión cósmica”, caracterizada por el asombro, la humildad y la búsqueda de sentido a través del conocimiento científico del Universo. Einstein veía en la religión no un dogma, sino un asombro cósmico, una emoción ante el orden del Universo. Pero cuando ese sentimiento se transforma en fanatismo, lo divino se convierte en ideología. Nosotros, pensamos que es obvio que no son los dioses los que se enfrentan, sino individuos con interpretaciones —más bien distorsiones—de lo sagrado. La guerra destruye y no proviene de Dios… porque el mismo Universo se expande, y prosigue en creación permanente, no en destrucción.
El poder y la fe: la alianza que divide
La historia demuestra que cuando la religión se fusiona con el poder político, la espiritualidad pierde su esencia. Baste ver la milenaria historia del Medio Oriente. Desde las cruzadas hasta los extremismos modernos, falsos lideres han usado la fe como instrumento de cohesión, control o guerra. Siglos atrás, Buda (siglo V a.C.) enseñaba una advertencia parecida: “La guerra no termina con la victoria… termina cuando se comprende al otro.” El Corán, por su parte, afirma: “No hay coacción en religión” (Sura 2:256), recordándonos que la verdadera fe no puede imponerse. Y Jesús de Nazaret sintetizó la ética espiritual más elevada: “Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen.” (Mateo 5:44). Un mensaje común de estos profetas es que la religión auténtica no combate, comprende y reconcilia. Nosotros creemos que si el Universo es el Creador de sí mismo, como suponían Spinoza, Einstein y Stephen Hawking, entonces, amar al prójimo es hacerlo con nosotros mismos porque todos somos parte del mismo cuerpo, el de la Divina Providencia del Universo.
La psicología del fanatismo
Desde la psicología moderna, cuando la creencia reemplaza la conciencia, el fanatismo religioso puede entenderse como una forma extrema de identidad colectiva. El cerebro humano protege sus creencias como si fueran su propia vida (Jonathan Haidt, 2012). Las convicciones profundas activan regiones cerebrales relacionadas con la defensa personal, lo que explica por qué las ideas religiosas o políticas se sienten como “intocables”. Mediante resonancia magnética funcional (fMRI), científicos demostraron que cuando las personas enfrentan argumentos contrarios a sus creencias políticas o religiosas, se activan regiones del cerebro vinculadas a la autodefensa y la identidad personal, particularmente la corteza prefrontal ventromedial (vmPFC) y la amígdala, y por esto, llegaron a la conclusión de que el cerebro procesa los desafíos ideológicos como amenazas físicas.
La clave es que comprendamos que “creer” no se debe convertir en “pertenecer”. Porque, cuando una persona siente esa pertenencia, cada uno de quienes la comparten se percibe atacado cuando alguien, ejerciendo su libertad de pensamiento, no está de acuerdo con su creencia o practica otro credo religioso. E inmediatamente, al suponer y proyectar ese desacuerdo lo convierte en un supuesto ataque personal y en una amenaza a su grupo de creencia, y la mente tribal despierta. Así nacen las guerras de fe, que en realidad son guerras de identidad y esa persona piensa que han violado su frontera.
Las sabias también hablaron: el amor como religión universal
La historia de las religiones no es solo masculina. Hipatia de Alejandría (370–415 d.C.) fue una filósofa, astrónoma y matemática neoplatónica, hija del célebre científico Teón de Alejandría, último director del Museo y de la Biblioteca de esa ciudad legendaria. Educada en un ambiente de ciencia, filosofía y tolerancia, Hipatia encarnó la unión entre razón, sabiduría y espiritualidad. Enseñaba que “comprender el cosmos era comprenderse a uno mismo”, una frase que resume la visión más elevada del pensamiento humano, como es la convicción de que el conocimiento del Universo es también el conocimiento de la conciencia. Bajo su guía, la Escuela Neoplatónica de Alejandría se convirtió en un centro de diálogo entre el pensamiento griego y las religiones emergentes de la época. Pero esa apertura intelectual —que hoy llamaríamos científica y humanista— resultó intolerable para los fanatismos que crecían dentro del Imperio Romano ya cristianizado. Hipatia fue acusada injustamente de herejía, brujería y de “enseñar ideas paganas”. En realidad, lo que hacía era enseñar a pensar, a dudar, y a buscar la verdad sin miedo. En el año 415 d.C., una turba enardecida, instigada por extremistas religiosos del Imperio ya católico, ¡la asesinó brutalmente en las calles de Alejandría! Su cuerpo fue desmembrado y quemado en público. ¡Qué horror! Con ella moría no solo una mujer, sino el último resplandor de la gran biblioteca y de la filosofía clásica que había iluminado el Mediterráneo, y se extinguió el último círculo de la sabiduría alejandrina. La biblioteca ya estaba en ruinas, pero su espíritu vivía en quienes aún pensaban libremente como ella… y se apagó. Sin embargo, su muerte no fue el fin. Para nosotros, su luz sigue encendida y es el símbolo eterno del valor de la inteligencia frente a la intolerancia. Hipatia representa la voz de todas las mujeres sabias que, a lo largo de los siglos, fueron silenciadas por atreverse a pensar. Su legado perdura en cada mente que busca comprender el orden del Cosmos y en cada conciencia que se niega a someter la razón al dogma. Hipatia fue, y sigue siendo, la mártir de la luz del conocimiento, y por ello mi esposa María Mercedes y yo, la recordamos.
Teresa de Ávila (1515–1582), mística, escritora y reformadora de los conventos del Carmelo, fue una de las almas más luminosas del siglo XVI. En tiempos en que la religión se confundía con poder y dogma, Teresa se atrevió a volver al origen, a la experiencia directa del alma con Dios. En su obra cumbre, El Castillo Interior o Las Moradas, escribió: “No es tiempo de tratar con Dios negocios de poca importancia.” Con esa frase, Teresa no hablaba de solemnidad, sino de profundidad. Invitaba a mirar hacia adentro, a entender que la verdadera vida espiritual no consiste en rituales externos, sino en un proceso interior de transformación. Para ella, el alma humana era como un castillo hecho de luz, con múltiples moradas que conducen hacia un centro donde habita lo divino. Teresa rompió los moldes de su época, era una mujer que pensaba, escribía y enseñaba sobre la unión con Dios sin intermediarios. Fue investigada por la Santa Inquisición, vigilada por su audacia, y temida por su libertad espiritual. Vivir en la España del siglo XVI y hablar directamente con Dios era, en sí mismo, un acto peligroso. El Santo Oficio la rondaba con severidad buscando cualquier desviación de la doctrina católica, porque por ser mujer se le prohibía interpretar las Escrituras, o enseñar teología. Sin embargo, Teresa —sabiamente— se atrevió a escribir sobre sus visiones, sus éxtasis y sus experiencias interiores, usando un lenguaje tan íntimo que habría bastado para condenarla…Pero, ¿Cómo se salvó? Pues, no fue por sumisión, sino por sabiduría, su inteligencia espiritual y su estrategia sutil. Teresa sabía que el fuego de la Inquisición no solo quemaba cuerpos, sino también ideas. Entonces, envolvió su libertad en obediencia, y su revolución interior en lenguaje teológico impecable. Cada vez que describía sus visiones o éxtasis, lo hacía con una humildad aparente, escribiendo frases como: “Yo, ruin e indigna, no sabría decir si esto es ilusión o verdad.” Además, estaba en un convento y no representaba un peligro por ello para la “santa” Iglesia. Su misticismo no era evasión, sino revolución interior. Recordaba a sus discípulos que la oración no debía servir para escapar del mundo, sino para reconstruirlo desde la conciencia. Y en eso su mensaje es eterno porque que la espiritualidad no es una institución de poder, sino una experiencia viva de amor, lucidez y transformación. Teresa nos enseñó que hablar con Dios es, en realidad, aprender a escuchar la conciencia, y que el mayor milagro no ocurre en los altares, sino en el instante en que una conciencia humana despierta a su divinidad interior. También se le conoce como Santa Teresa de Jesús, fue monja carmelita, reformadora religiosa y después de siglos, en 1970, el Papa Pablo VI la declaró Doctora de la Iglesia, un título reservado solo a quienes han contribuido de manera excepcional al pensamiento teológico y espiritual. Fue la primera mujer en recibir ese título.
Rābiʿa al-ʿAdawiyya, la mujer que hizo del amor su religión: En el siglo VIII, en el corazón del mundo islámico, nació una mujer que transformó para siempre la espiritualidad, en el actual Irak. Fue una poeta, y pionera del sufismo, corriente interior del Islam que busca la unión directa con lo divino a través del amor. Rābiʿa, vivió en una época en la que la religión estaba marcada por la autoridad patriarcal y la estricta ortodoxia. No obstante, ella se atrevió a hablarle a Dios con la voz libre de su conciencia. No fue teóloga ni profeta, sino una mujer que amó a Dios sin condiciones, hasta convertir el amor en su única oración. Su frase inmortal resume su visión luminosa: “No adoro a Dios por miedo al infierno, ni por deseo del paraíso, sino por amor.” Con esas palabras —tan simples y tan infinitas— Rābiʿa, desafió los cimientos del miedo religioso. Rompió la lógica del castigo y de la recompensa, y elevó la fe a su expresión más pura, el de la conciencia amorosa. Para ella, Dios no era un juez, sino un amado, no un poder exterior, sino la esencia misma de la existencia. Cuentan sus seguidores que cada noche oraba diciendo, “Dios mío, si te adoro por temor al infierno, quémame en él, si te adoro por deseo del paraíso, exclúyeme de él, pero si te adoro por Ti mismo no me niegues tu eterna belleza.”
Fue esclava en su juventud, liberada más tarde por su bondad y sabiduría. Vivió en la pobreza, en contemplación, entregada a la oración y a la música. Su espiritualidad anticipó, siglos antes, lo que Teresa de Ávila y Rumi enseñarían después, que el amor divino no se impone, se revela. Rābiʿa, enseñó que la devoción más alta no nace del miedo, sino de la libertad interior. Su nombre significa “la cuarta”, pero en la historia del espíritu humano ocupa el primer lugar entre las voces femeninas del Islam que elevaron la mística a un canto universal. Rābiʿa, no quiso fundar una escuela ni dejar discípulos, porque explicaba que el amor verdadero no se enseña, se contagia.
Y así, como Hipatia con la razón, Teresa con la reforma interior, Rābiʿa, encendió la llama de un Dios que no manda, sino que ama.
La espiritualidad como conciencia universal
Rumi, Yalal ad-Din Muhammad Rumi (1207–1273) fue un poeta y teólogo sufí persa, nacido en lo que hoy es Afganistán y fallecido en Konya (actual Turquía). Su principal y enigmático mensaje fue: “Más allá de las ideas del bien y del mal, hay un campo… Allí nos encontraremos.” Ese “campo” del que hablaba Rumi es, quizás, la metáfora más bella del futuro espiritual de la humanidad es un lugar más allá de las divisiones donde solo existe el encuentro. Pero ese “campo” no parece ser una pradera ni un lugar físico, sino un espacio de conciencia donde cesan las fronteras del bien y del mal, de la fe y la razón, del yo y el otro. No describía un sitio, sino una posibilidad evolutiva de la humanidad, la de encontrarnos en ese nivel de conciencia donde no hay ganadores ni perdedores, creyentes ni infieles, sino seres conscientes del mismo origen cósmico. Ese “campo” no es magnético ni metafórico, es el espacio de unidad donde la ciencia, la espiritualidad y la psicología convergen en un mismo lenguaje, el del amor y el conocimiento universal. Es el mismo campo que la ciencia moderna empieza a intuir en la trama invisible del Universo, el campo unificado donde todo está conectado, donde la materia, la energía y la mente son expresiones de una sola realidad cuántica. En palabras de los sabios de todos los tiempos, ese campo es la conciencia divina que sostiene el Cosmos. Rumi lo llamó amor. Su obra, escrita principalmente en persa —aunque también en árabe, turco y griego—, incluye poemas místicos de profunda belleza que expresan la unión del alma con lo divino. Su libro más célebre es el Masnavi-ye Ma’navi (“Poema espiritual”), una vasta epopeya del amor y de la conciencia.
Einstein lo llamó sentimiento cósmico. Spinoza, sustancia infinita. Tal vez todos nombraban lo mismo, el lugar donde el Universo se reconoce a sí mismo en cada ser. Al igual que Jesus de Nazaret, Rumi y Rābiʿa, enseñaron que el amor es el camino hacia Dios, y que toda separación es ilusoria. Rumi en su poesía nos ilustra que el ser humano es una chispa que anhela volver al fuego eterno del que proviene. Su célebre frase resume su visión del Universo: “No soy cristiano, ni judío, ni musulmán, ni del este ni del oeste… Soy el alma del amor.” Hoy diríamos: Amamos y somos parte de la humanidad, de la Tierra, del Sistema Solar, de la Vía Lactea y del Universo, mientras que el Universo o Dios está presente en cada una de las partículas de nuestro cuerpo. Nosotros dentro de Él y El dentro de nosotros.
Gibran Khalil: la espiritualidad de la vida cotidiana

En el siglo XX, Gibrán Khalil Gibrán —poeta, filósofo y místico libanés— retomó el hilo dorado de esa sabiduría universal que une a Rumi con Jesús, y a Buda con Spinoza. En El Profeta escribió: “Tu vida diaria es tu templo y tu religión.” Con esa frase sencilla y luminosa recordó a la humanidad que lo sagrado no habita en las cúpulas del poder, sino en los actos cotidianos de amor, de trabajo y de comprensión. Su espiritualidad no impone credos, los disuelve. No predica una verdad, sino la necesidad de vivir con verdad. Para Gibrán, el alma humana es un puente entre la materia y el infinito. Por eso, toda persona que piensa, ama y crea está orando sin saberlo. Su visión nos invita a entender que cada gesto humano puede ser una liturgia del espíritu y que el encuentro con Dios o el Universo sucede en el instante mismo en que comprendemos al otro. En tiempos de muros y doctrinas, Gibrán abrió la puerta de la conciencia universal. Siempre tuvo al amor como religión y a la vida como oración.
Más allá del dogma: una psicología del encuentro
La tarea del siglo XXI no es eliminar las religiones, sino reintegrarlas en una espiritualidad madura, y libre de dominación. Una espiritualidad donde la fe no se use para dividir, sino para unir en el asombro compartido ante la existencia, empezando por una actitud ecuménica de todas las iglesias, para luego proclamar conjuntamente la negación de toda guerra o conflagración, comenzando por el Medio oriente, actual escenario de confrontación, porque a pesar del acuerdo de paz, tengamos presente que Irán, no firmó…
Carl Jung lo formuló así: “Toda religión es una defensa contra la experiencia de Dios.” Y nosotros añadiríamos, la verdadera religión no defiende, expande. No dicta, inspira. No amenaza, acompaña. Cuando las creencias se abren al diálogo y la compasión sustituye al miedo, la humanidad se acerca a su madurez espiritual. No se trata de destruir templos, sino de construir puentes. Las religiones seguirán existiendo, pero su propósito debe transformarse, de dogma a conciencia, de frontera a comunión. La conciencia humana no necesita intermediarios, sino espejos que la ayuden a reconocerse. Creer no es imponer una verdad, sino descubrir juntos el misterio que nos habita. Quizá allí resida la verdadera revolución espiritual, en comprender que la fe más pura no separa a los pueblos, sino que los reconcilia con el Universo al que todos pertenecemos.
Y al final de todas las guerras y las palabras, cuando el ruido se extinga y quede solo el silencio de la conciencia, la fe volverá a su origen, el amor. No el amor que se predica, sino el que se reconoce en el rostro del otro. Solo entonces entenderemos que ninguna religión tiene la última palabra, porque la divinidad no habla en idiomas, sino en latidos. Y que los sabios —Buda, Jesús, Mahoma, Rumi, Spinoza, Einstein, Gibrán y tantos otros que vieron la luz desde distintos horizontes— no fundaron templos para dividir, sino para recordar que la vida es una sola respiración compartida entre todos los seres humanos. Si algún día comprendemos que lo sagrado no está afuera, sino dentro de cada conciencia que ama, habremos devuelto al Universo su voz original. Porque creer, en su forma más pura, no es tener razón, es unir lo que el miedo separó: ¡Una sola humanidad!... Si desea darnos su opinión o contactarnos puede hacerlo en psicologosgessen@hotmail.com... Que la Divina Providencia Universal nos acompañe a todos…
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