¿Existe límite de edad para dirigir una nación?
- Vladimir Gessen
- hace 2 horas
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Gobernar o ejercer el poder está signado por un hecho innegable: la longevidad impone limitaciones que ningún gobernante debe ignorar...
La longevidad como problema político
La vejez es un destino universal, pero cuando toca a quienes gobiernan naciones, aparece un dilema ético y político: ¿puede un líder de edad mayor sostener la lucidez, la energía y la capacidad adaptativa que exige el poder contemporáneo? Vivimos en un siglo acelerado por la inteligencia artificial, la hiperconectividad, las guerras híbridas o praxis, la transición energética, y una revolución cultural sin precedentes. Frente a esta velocidad histórica, democracias influyentes del mundo están gobernadas por líderes que superan los 75 e incluso los 80 años. Esto plantea una pregunta central ¿El liderazgo moderno exige un nivel cognitivo, emocional y energético incompatible con la edad avanzada? La inquietud no es nueva. Los griegos ya debatían sobre la relación entre vejez y prudencia, y advertían que la sabiduría puede coexistir con un declive inevitable de las facultades. Pero hoy, la neurociencia y la psicología del envejecimiento permiten sostener con evidencia lo que antes sólo era intuición filosófica. El cerebro humano cambia drásticamente con la edad, y estos cambios afectan funciones que son esenciales para gobernar…
Un caso histórico
En Venezuela a finales del siglo XX, cuando dos veteranos titanes de la política —Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez— mantuvieron y regresaron al poder una década después de haberlo ejercido. Aunque creyeran que era lo mejor para el país, de esta forma cerraron sin proponérselo las puertas del relevo generacional dentro de sus propios partidos, COPEI y Acción Democrática, que controlaban el 80 por ciento de los votos. Entonces, lo que debió ser un tránsito natural hacia las nuevas voces en ambos partidos, ciudadanos preparados para gobernar, fueron impedidos de asumir el liderazgo por los sempiternos caudillos. De igual manera estos patriarcas, significaron un bloqueo del desarrollo generacional del país. Así la nueva generación civil-democrática no pudo asumir el mando, y quedó atrapada en un limbo donde la esperanza no encontraba cauce institucional. Y cuando la democracia no permite nacer a sus propios herederos, la historia busca sustitutos. El relevo llegó entonces por la vía militar, pero no desde una generación democrática, sino desde una generación castrense formada en la disciplina vertical, no en la deliberación plural, sino en la obediencia, no en la negociación, más bien en la confrontación, y no en la convivencia, acaso en la división. Fue un relevo generacional marcial, no democrático, y sus efectos están a la vista de la historia. Esa generación —autoritaria por formación y moldeada por la lógica del cuartel— tomó el poder, y lo ha retenido durante casi dos generaciones casi completas (26 años), impidiendo una y otra vez que el relevo civil, natural y necesario, ocurriese. Venezuela no perdió simplemente un ciclo político, sino la oportunidad de que su juventud construyera un futuro. Y cuando el porvenir no nace, el país envejece con quienes se niegan a soltar el poder. Todo esto sin contar, como nos enseña el devenir del mundo, que estos jefes de estado generalmente llevan a los países que dirigen a confrontaciones internas, dada la radicalización social que generan. ¿Cómo podemos entender este fenómeno histórico, que acontece cuando el tiempo biológico se vuelve un asunto de Estado y la política entra en una fase crítica?
Ortega, Marías y las generaciones del poder
José Ortega y Gasset, en su ilustrado análisis de la historia como un proceso dinámico entre generaciones, sostuvo que toda sociedad está compuesta por cuatro generaciones simultáneas que conviven, pero cada una con un “estilo vital”, un modo de sentir y de responder al mundo (Ortega y Gasset, 1923). Julián Marías, su discípulo, amplió esta teoría describiendo la “estructura generacional de la historia” como un sistema en el cual las generaciones no sólo coexisten, sino que compiten, se empujan y se reemplazan (Marías, 1967). De esta forma, las cuatro generaciones que conviven en todo momento histórico son, primero, la generación dominante, que ejerce el poder político, económico y cultural, y define el tono de la época. Segundo, la generación en disputa, la que aspira al poder y presiona desde estructuras intermedias como ministerios, gobernaciones, instituciones, empresas y las segundas posiciones de poder económico, político y social. Tercero, encontramos a la generación emergente, compuesta por los jóvenes adultos, intelectuales, activistas, innovadores, comunicadores, tecnólogos. Son los que marcan el clima cultural y apunta a ser la segunda generación, y cuarto, la generación silenciosa de los jóvenes y niños que representan el futuro y que vivirán el mundo que los adultos están construyendo.
Lo esencial de esta estructura es su movimiento natural, cuando una generación gobierna, otra presiona, otra prepara el relevo, y otram observa. Este flujo orgánico mantiene la vitalidad histórica. Pero ¿qué ocurre cuando la generación dominante se niega a ceder el poder? ¿Qué sucede cuando el Estado queda en manos de individuos cuya biología ya no acompaña la exigencia del momento? Para Ortega, esa ruptura produce “épocas de crisis”, marcadas por la discordancia entre el ritmo vital de la sociedad y el ritmo vital de sus gobernantes (Ortega y Gasset, 1930). Hoy estamos precisamente —en buena parte del mundo— en uno de esos momentos.
Neurociencia en el envejecimiento y liderazgo: un riesgo
A partir de cumplir los 60 años, el cerebro sufre transformaciones naturales que influyen en la toma de decisiones, la memoria, la flexibilidad cognitiva, y la capacidad de aprendizaje.
Los estudios de Salthouse (1996, 2010), y otros, confirman la disminución de la velocidad de procesamiento donde el cerebro tarda más en integrar la información, especialmente en contextos complejos, ambiguos o cambiantes. Aparece la reducción de la memoria de trabajo con una capacidad menor para retener y manipular información simultáneamente, indispensable en reuniones, crisis, negociaciones y decisiones multilaterales. Se evidencia una menor flexibilidad cognitiva con alguna dificultad para cambiar de estrategia, o aceptar nuevas evidencias así como para adaptarse a situaciones inesperadas. Asimismo, se notan cambios en las funciones ejecutivas que incluyen planificación, inhibición de impulsos, control emocional y pensamiento estratégico. En otro plano, se abre el escenario de una regulación emocional diferente con mayor susceptibilidad al cansancio, irritabilidad o respuestas impulsivas (Carstensen et al., 2011).
Ninguna de estas transformaciones implica incapacidad absoluta. Muchas personas mayores conservan gran lucidez. Pero en política y en el plano militar al más alto nivel, donde las decisiones deben tomarse con rapidez, claridad y bajo presión, la edad avanzada incrementa el riesgo de errores graves.
La neurociencia no afirma que un presidente octogenario no pueda gobernar. Pero sí declara —de forma explícita— que la edad presenta problemas objetivos para tareas de alta complejidad. La experiencia ayuda pero la historia nos recuerda dos cosas, una, que los líderes muy veteranos aportan experiencia pero se equivocan más, y dos, que generalmente son más autocráticos, por lo que escuchan menos a otros precisamente por su experiencia y no aceptan de forma general las nuevas ideas y los cambios tecnológicos. Expertos en envejecimiento explican que estos cambios son normales, pero problemáticos en un presidente. El deterioro cognitivo leve (DCL) no inhabilita, pero afecta el tiempo de respuesta, memoria de trabajo, organización de información, resistencia al estrés, y vacilación en la toma de decisiones en entornos caóticos.
Estados Unidos generacionalmente
Estados Unidos enfrenta hoy un fenómeno que pone a prueba la teoría generacional de Ortega y la psicología del envejecimiento. La nación más poderosa del planeta ha sido gobernada por líderes en la cúspide de la longevidad humana. Joe Biden tenía 78 años al asumir la presidencia y 82 al salir, la mayor edad en la historia presidencial estadounidense. Donald Trump regresó al poder igualmente con 78 años y saldrá con 82. Todos debemos preguntarnos si ¿han estado biológicamente preparados para sostener el ritmo del poder contemporáneo? Los reportes periodísticos, análisis médicos y estudios políticos han documentado señales de desgaste en ambos líderes.
La cuestión generacional se volvió el eje incómodo del debate electoral en Estados Unidos. Joe Biden, con 81 años ejerció la presidencia, convertido en el mandatario de mayor edad que haya dirigido el país, y ahora Donald Trump, apenas le sigue unos pasos detrás en el calendario biológico.
Joe Biden y el deterioro por la edad
En Joe Biden se sintió el peso del tiempo y la fragilidad del liderazgo prolongado. Algunos analistas destacaron episodios de confusión en ruedas de prensa, dificultades discursivas, titubeos en debates, reducción significativa de actividades públicas, expresiones faciales asociadas a la fatiga neurológica, desorientación espacial y lapsos de memoria en intervenciones internacionales. Otros políticos le señalaban como “Sleepy Joe”, uno de quienes le llamaba así, ahora lo hemos visto cerrar los ojos y quedarse dormido hasta en reuniones de gabinete. Diversos artículos periodísticos han aludido a estos signos como indicios de declive cognitivo leve, compatible con la edad.
Es importante subrayar que Biden ha tenido una larga trayectoria pública admirable. No obstante, incluso líderes notables enfrentan el límite de la biología. La presidencia de Estados Unidos exige un nivel de energía física y claridad cognitiva que pocos octogenarios pueden sostener sin desgaste.
Donald Trump: impulsividad, confusiones y señales de deterioro
Trump presenta un patrón diferente y no es la lentitud, sino la desorganización lo que ha llamado la atención de médicos y analistas. Observadores han registrado confusiones repetidas de nombres de líderes mundiales, y la mezcla de eventos históricos. Algunas veces en sus alocuciones se notan pasajes incoherentes o con frases circulares, repeticiones excesivas, pérdida de hilo argumental, además de la reducción notable de su agenda diaria, y errores visibles en lectura y concentración. Los especialistas que han analizado videos públicos —sin diagnóstico formal, por supuesto— han sugerido la posibilidad de cambios cognitivos compatibles con la edad. El problema aumenta porque Trump posee un estilo de liderazgo emocional, impulsivo y confrontacional. Y la literatura en psicogerontología indica que, con la edad, puede intensificarse la impulsividad emocional, o la dificultad para inhibir respuestas reactivas. En un presidente, esto rasgo de personalidad puede llegar a ser eventualmente un riesgo geopolítico.
La petrificación generacional y el envejecimiento del poder
Si Estados Unidos ha enfrentado un problema de desgaste biológico en la cúspide del liderazgo en las dos últimas presidencias, esto debe terminar con las elecciones del 2028, gracias a la sabiduría de la Constitución de los Estados Unidos. En Venezuela representa un caso aún más extremo, como es el estancamiento generacional del poder. Mientras en las democracias avanzadas todavía existe –al menos teóricamente– la posibilidad de alternancia, en Venezuela una elite envejecida ha monopolizado el Estado durante más de un cuarto de siglo, bloqueando el relevo natural generacional.
Ortega, ya alertaba que cuando la generación dominante sobrevive más allá de su tiempo histórico, se produce lo que él llamaba “épocas de agotamiento”, donde el poder se mantiene más por inercia, miedo o coerción que por legitimidad (Ortega y Gasset, 1930). Venezuela encaja dramáticamente en esta descripción. La elite gobernante muestra los signos típicos del envejecimiento político mostrando incapacidad para adaptarse al mundo actual, rigidez ideológica, obsesión por el control, desconfianza hacia la generación joven y emergente, dependencia creciente del aparato militar y de seguridad, y reticencia absoluta al relevo. La generación dominante en Venezuela se mantiene en el poder más allá de su ciclo biológico y absolutamente pasado su ciclo histórico.
A la vez, la generación emergente se encuentra neutralizada ya que quienes la representan —en el mismo partido que ejerce el poder— no han podido acceder a posiciones más altas por la permanencia de los líderes políticos en sus cargos, e incluso en el plano militar. En cuanto a quienes representan a esta generación en la oposición han sido encarcelados, exiliados, inhabilitados, desarticulados institucionalmente, o sometidos a persecución jurídica. Bloqueo que elimina la opción de gobernar a esta generación que debería reemplazar naturalmente a la dominante. En vez de transición, hay interrupción. De igual forma, buena parte de la generación emergente ha tomado el camino hacia la diáspora. El sector más joven de la sociedad —entre 25 y 40 años— no está participando del poder político, sino migrando, innovando fuera del país, reinventándose profesionalmente en otros mercados laborales. Esta generación, que en condiciones normales sería la portadora del nuevo estilo vital, está geográficamente fuera del territorio. Más de ocho millones de venezolanos, en su mayoría jóvenes, representan la mayor emigración de la historia del hemisferio occidental (ACNUR, 2023). Jamás una generación emergente había sido exiliada a semejante escala en ningún país, incluso en guerras. En el caso de la generación silenciosa, los niños y adolescentes crecen en Venezuela bajo el colapso institucional, la hiperinflación histórica, la inseguridad alimentaria, la migración familiar, y la digitalización desigual. Venezuela es un caso de lo que Ortega definió como “empobrecimiento vital de las generaciones”.
El mundo ante la crisis global del envejecimiento del liderazgo
El problema no se limita a Estados Unidos y Venezuela. Estamos ante un fenómeno global donde existe la gerontocracia como patrón político del siglo XXI. Líderes como Vladimir Putin (71), Xi Jinping (71), Narendra Modiv (74), Benjamín Netanyahu (75), Ali Khamenei (86), Lula da Silva (79), Fumio Kishida (67), o Daniel Ortega con 80 años recién cumplidos. Todos pertenecen a generaciones formadas en contextos analógicos, industriales, y bipolares, aunque gobiernan en un mundo digital, multipolar, algorítmico y acelerado…
Entre los factores que explican esta tendencia global encontramos, uno, a la prolongación de la expectativa de vida. La longevidad humana ha aumentado, pero la longevidad cognitiva no avanza al mismo ritmo. La gente vive más años, pero no necesariamente con juventud funcional prolongada. Dos, el centralismo del poder en estados con estructuras hiperpresidencialistas concentran demasiado poder en una sola figura, lo que dificulta relevar al líder envejecido sin crisis. Tres, la mitificación del “hombre fuerte”. En estos tiempos de incertidumbre, las sociedades tienden a aferrarse a figuras paternalistas o autoritarias, que suelen ser líderes mayores. Cuatro, la fragilidad de las democracias emergentes. En contextos donde la institucionalidad es débil, los líderes mayores permanecen décadas porque carecen de contrapesos. Cinco, el miedo de las elites envejecidas al relevo, porque el reemplazo generacional puede implicar pérdida de privilegios, juicios o cambios estructurales. Ortega advertía que cuando la generación dominante se resiste a ceder el paso, “la historia se paraliza”. Hoy vemos esa parálisis en regiones enteras.
Ética del relevo generacional en el poder
La pregunta central es, ¿qué implica éticamente permitir que líderes mayores permanezcan en el poder cuando muestran signos visibles de desgaste cognitivo o emocional?
La ética de la lucidez: El líder tiene la responsabilidad ética de evaluar su propia capacidad y reconocer cuando el tiempo interior ya no acompaña la magnitud de sus funciones, aunque la psicología demuestra que los seres humanos son malos evaluando su propio declive cognitivo. Por eso no puede dejarse a la conciencia individual solo del gobernante.
La ética de la vulnerabilidad: La vejez es una etapa de fragilidad. No es justo —ni para el líder ni para la nación— que una persona anciana cargue con responsabilidades excesivas que pueden poner en riesgo su salud y la del país.
La ética del bien común: La democracia no es propiedad del líder, es propiedad de las generaciones vivas. Si la biología del dirigente compromete la claridad y eficacia de decisiones que afectan a millones, el relevo no es un acto de agresión, es un deber moral.
La ética del futuro: Las generaciones jóvenes tienen derecho a participar en la conducción del mundo que heredarán. Privarlas del relevo generacional es una forma de violencia política.
Propuestas institucionales para enfrentar la gerontocracia global
Para armonizar biología, ética y democracia, proponemos un marco de reformas inspirado tanto en la ciencia como en la teoría generacional. Se deben establecer evaluaciones cognitivas obligatorias para cargos de alta responsabilidad, con límites de edad razonables. De hecho, algunos países ya prohíben que jueces de las Cortes Supremas sirvan indefinidamente. La presidencia de una nación amerita reglas similares. Instituir sistemas de sucesión ordenada con protocolos constitucionales para permitir el retiro honorable, y no traumático, de líderes envejecidos. Igual, incentivar el ascenso de la generación emergente mediante cuotas generacionales, financiamiento para nuevos liderazgos y modernización de partidos políticos. La población debe comprender que la biología es un factor político, y no un prejuicio.
El tiempo interior del líder y el derecho de las generaciones
Hemos querido iluminar un hecho simple pero profundo, la vejez no es una falta moral, pero sí puede ser una limitación funcional cuando se trata de gobernar naciones enteras. Joe Biden encarnó la nobleza del deber que se extiende más allá de las fuerzas. Donald Trump representa la obstinación de quienes desean lo mejor para su país. Venezuela muestra el peligro extremo de un poder que envejece sin soltar el mando. Y el mundo entero enfrenta la transición hacia una nueva estructura generacional que todavía no llega al poder. El dilema además de político, es biológico, ético y civilizatorio. Las generaciones jóvenes tienen derecho a dirigir su propio futuro. Y las sociedades a escoger líderes cuya mente, energía y flexibilidad correspondan a la velocidad del siglo XXI. La pregunta no es ¿Quién debe gobernar?, sino ¿quién puede gobernar con claridad, lucidez, empatía y vitalidad? Y esa respuesta, en nuestro tiempo, exige reconocer que la biología importa. Este es el desafío de nuestro siglo.
La vejez del poder y el nacimiento de un nuevo tiempo histórico
Después de recorrer la teoría generacional de Ortega y Marías, la neurociencia del envejecimiento, los casos específicos de Biden y Trump, la petrificación generacional de Venezuela, y la gerontocracia global, resta una última verdad, la de que ningún poder puede escapar al tiempo. La vejez no es un defecto, es una condición humana. Pero cuando quienes ocupan el centro de la vida pública traspasan el umbral biológico de la lucidez, el liderazgo deja de ser visión y se convierte en resistencia. Deja de ser proyecto y se transforma en obstáculo. La biología no debe ser motivo de vergüenza, pero tampoco puede ser negada como si no existiera. Cuando el poder se ejerce sin la energía vital que lo sostiene, la nación entera se queda sin brújula interior. Hay un instante en la vida de todos los líderes —desde emperadores romanos hasta presidentes del siglo XXI— en que el tiempo deja de ser aliado y comienza a pedir balance, humildad y retiro. Ese momento, sin embargo, se vuelve especialmente complejo para quienes han habitado el poder durante décadas, como es que el ego se confunde con la función, la identidad se confunde con el cargo, y el país se confunde con el líder. Biden y Trump representan esta tensión, el primero, con la dignidad del servidor público que intenta continuar a pesar del desgaste, y el segundo, con una perseverancia que se niega a reconocer la fragilidad de la edad. Ambos encarnan el drama de un tiempo viejo que no quiere irse, mientras un tiempo nuevo golpea las puertas del porvenir.
Cuando el poder envejece y no permite la entrada de sangre joven, se oxida, se vuelve rígido y pierde contacto con la sensibilidad del pueblo, de la gente. La historia se detiene. La humanidad no cruza solo crisis económicas, tecnológicas o militares, más bien traspasa una crisis generacional del liderazgo. La distancia entre la edad biológica de los líderes y la edad emocional de sus sociedades se vuelve tan grande que produce desajustes, polarización, violencia simbólica, fatiga social y desencanto democrático.
No se trata de Biden o Trump, ni sobre Venezuela, ni sobre los líderes envejecidos del mundo. Es sobre un fenómeno más hondo, es la necesidad de un nuevo acuerdo intergeneracional, donde la sabiduría de la edad sea valorada, pero no al punto de ocultar la necesidad de la renovación.
La democracia moderna debe preguntarse con honestidad: ¿Puede un presidente octogenario sostener decisiones estratégicas en un mundo en que la inteligencia artificial, las armas hipersónicas, los mercados globales y las redes sociales operan en milisegundos? ¿Puede un líder con desgaste cognitivo enfrentar crisis simultáneas sin fatiga mental o emocional? ¿Es justo para las generaciones jóvenes que su futuro esté determinado por líderes que pronto no estarán para vivir las consecuencias de sus decisiones?...
Estas preguntas no atacan a nadie, solamente exigen que la sociedad contemple la dimensión biológica del poder. La sabiduría sí puede aumentar con la edad, pero la velocidad mental, la resistencia física y la flexibilidad cognitiva no lo hacen. Todo tiene su tiempo… Y el poder también.
La responsabilidad histórica del siglo XXI será construir mecanismos institucionales y culturales para que el liderazgo no dependa del azar biológico, sino de la lucidez, la energía, la ética y la inteligencia necesarias para gobernar en este mundo turbulento. El futuro no puede ser gobernado eternamente por el pasado. Y el pasado no debe impedir que el futuro llegue. Hoy, las generaciones emergentes —en Estados Unidos, en América Latina, en Europa, en Rusia, en China, y en el mundo entero— sienten que algo no está bien, que el poder envejeció, que los ritmos se desacoplaron, que la historia necesita nuevos protagonistas. No se trata de desplazar a los mayores, sino de permitir que el relevo fluya con respeto, con naturalidad y justicia. La historia camina hacia adelante incluso cuando algunos líderes se resisten a caminar. Pero siempre llega un momento en que una sociedad madura entiende algo fundamental, que el poder no pertenece a quienes lo ocupan, sino a quienes vivirán el mañana. Ésa es la verdadera filosofía del relevo generacional. Ésa es la ontología política que Ortega y Marías anticiparon. Ésa es la responsabilidad moral que la neurociencia confirma. Ésa es la verdad histórica que hoy se vuelve innegociable. El siglo XXI será el siglo en que aprendamos que los pueblos no necesitan líderes eternos, sino líderes lúcidos. Que no necesitan longevidad, sino vitalidad. Que no necesitan pasado, sino futuro. Y ese porvenir será escrito por las generaciones que ya se preparan —en silencio o en estruendo— para asumir el mundo que otros no quisieron dejarles a tiempo. Las nuevas generaciones tienen la palabra…
Vladimir Gessen. Psicólogo, 76 años de edad.
(Coautor junto a su esposa María Mercedes Gessen del libro ¿Qué o Quién es el Universo?), el cual le invitamos a leer, y disponible en Amazon.
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