¿Piensas que la paz es la esencia de existir?
- María Mercedes y Vladimir Gessen
- hace 23 horas
- 17 Min. de lectura
Sobrevivir no es dominar al otro, sino evitar la extinción: la paz es hoy el verdadero destino y propósito de la humanidad. Cada vez más descubrimos que existir no basta, hacerlo en paz es lo que nos hace humanos y asegura nuestra supervivencia...

María Corina Machado, ahora Premio Nobel de la Paz
Vivir en paz: más que existir
Así de simple es el sentido de la existencia, pero no por ello menos profundo. Porque existir, en el fondo, es apenas estar, respirar, ocupar un rincón en el tiempo y en el espacio. Pero vivir en paz es una decisión humana. La que se libra cada día en lo íntimo de la conciencia: La paz de no dejar que la vida se reduzca a un campo de batalla donde todo sea sobrevivir. Existir es un dato, vivir en paz es una decisión. Y entre ambas frases se abre el misterio de la conciencia. Porque lo que somos es cuando el miedo se transforma en confianza, cuando la rabia se vuelve ternura, cuando la violencia cede ante el diálogo. A pesar de ello, gran parte de la humanidad se ha quedado atrapada en un error fatal, como es el confundir la supervivencia animal con el sentido de la vida consciente. Durante milenios hemos creído que la guerra es parte de ser humano. Que es natural que esa violencia ocurra. Sin embargo, no es así. Lo natural es que siempre quisimos la paz y la felicidad. Pero, en nombre de un instinto guerrero hemos justificado cruzadas, refriegas, contiendas cadenas, imperios, y fronteras llenas de muerte, justamente lo contrario a la vida. Hemos glorificado la rabia, madre del odio, como si fuera un combustible legítimo para construir el futuro. Erich Fromm sostuvo que la paz y el amor son elecciones humanas que superan la mera supervivencia instintiva.
Vivir, aunque sea de Perogrullo, no es ir a la batalla. Es comprender. Es reconocer que el sentido de nuestra existencia es crecer juntos y no exterminarnos. Que el verdadero horizonte de la humanidad no es el poder y la conflagración, sino la paz. Y que en ese primer propósito nos espera algo todavía más grande como segundo sentido de la vida, la felicidad.
Miremos ahora los primeros códigos morales que los seres humanos grabaron en piedra, para comprender qué buscaban y qué nos enseñan hoy. Porque detrás de esas piedras está la historia de un descubrimiento esencial: que la vida solo tiene sentido si se habita en paz.
El Código de Hammurabi y el nacimiento de la justicia humana
La paz es una decisión humana y es el destino de la humanidad. Cuando hablamos del primer código moral y jurídico escrito, promulgado hacia el 1750 a.C., bajo el reinado de Hammurabi, sexto rey de la dinastía amorrita, en la antigua Babilonia, en Mesopotamia, una tierra de ríos fértiles —el Tigris y el Éufrates—, cuna de las primeras ciudades y de las grandes tensiones humanas. Se trataba de campesinos y comerciantes, esclavos y libres, ricos y pobres, tribus nómadas y pueblos asentados. Era un mundo en ebullición, donde la supervivencia ya no dependía solo de cazar o recolectar, sino de convivir con miles de personas dentro de murallas comunes. Lo que conocemos hoy como el Código de Hammurabi fue la primera gran declaración de que la vida en común necesitaba un marco, una guía, un orden para que los hombres y mujeres pudieran vivir, si no en paz plena, al menos sin destruirse unos a otros. Consistía en un conjunto de 282 leyes talladas en una estela de diorita negra de más de dos metros de altura, coronada con la imagen del rey recibiendo la autoridad de Shamash, dios del Sol y de la Justicia. No se trataba únicamente de administrar un imperio, sino de dar a la población un marco común que frenara la violencia desatada de los más fuertes contra los más débiles.
Surgió porque la vida sin reglas conducía a la guerra. Y Hammurabi entendió que su pueblo necesitaba un código que protegiera al débil, que pusiera límites a la venganza desmedida, que evitara que cada conflicto desembocara en un ciclo interminable de sangre. Fue allí donde apareció el principio famoso —“ojo por ojo, diente por diente”— o la “ley del talión”. Hoy lo sentimos duro, casi bárbaro, pero en ese momento fue un avance civilizatorio, porque significaba detener la cadena infinita de revanchas y rencores y establecer una proporción entre la falta y el castigo.
La relación con vivir en paz

Si lo pensamos en clave psicológica, el Código de Hammurabi fue el primer gran intento de trasladar la paz de lo individual a lo colectivo. No era aún la paz interior de la que hablamos como psicólogos, pero sí era un paso, el de reconocer que no se podía construir una ciudad, una sociedad, una humanidad, sin un marco de justicia. La paz no podía depender solo de la buena voluntad, debía institucionalizarse, grabarse en piedra, hacerse visible en la plaza pública para que todos supieran a qué atenerse. El código intentaba responder a esa pregunta que todavía hoy nos desvela: ¿Cómo convivir sin destruirnos?
Hammurabi respondió con normas, con castigos, con un sentido de proporcionalidad. Fue un inicio imperfecto, sí, pero necesario. Porque nos recuerda que la paz comienza cuando entendemos que la vida humana no puede reducirse a la ley de la selva. Y que, aunque la justicia de Hammurabi era severa, su propósito era el mismo que buscamos hoy, el fin de las guerras, contener la violencia, limitar la rabia, y abrir un espacio donde la existencia pudiera vivirse con cierto orden, con cierta dignidad, con un germen de la paz.
Los Diez Mandamientos: del miedo al castigo a la conciencia
Estos mandatos de Moisés fueron junto a los de Hammurabi, una de las piedras morales y espirituales que han marcado a Occidente durante milenios. Un código ético y religioso que aspiraba a guiar la conciencia humana hacia algo más elevado, la convivencia fraterna y la relación con lo divino. Los Diez Mandamientos, según la tradición bíblica, le fueron entregados a Moisés en el Monte Sinaí. Fueron escritos en dos tablas de piedra, lo cual les dio un carácter sagrado, inmutable y eterno. A diferencia de Hammurabi, que hablaba como rey, aquí el pacto no era entre súbditos y su monarca, sino entre la humanidad y lo trascendente. La tradición del antiguo testamente sitúa este momento alrededor del siglo XIII a.C., durante la travesía del pueblo hebreo por el desierto tras su liberación de Egipto. En el Monte Sinaí —ubicado en la península que lleva su nombre, entre África y Asia— Moisés recibió las tablas. Más allá hecho histórico, lo cierto es que este episodio simboliza uno de los grandes giros de la humanidad porque fue el paso de una moral basada en el temor al poder terrenal a una moral fundada en el respeto interior y en la obediencia a un principio divino.
El pueblo nómada y liberado que procedía de la esclavitud y de la guerra necesitaba identidad y cohesión. No bastaba con haber huido de Egipto, había que construir una nueva vida en común. Y esa vida exigía normas que garantizaran respeto, solidaridad y un horizonte espiritual compartido. Los Mandamientos nacen, entonces, como una alianza, una guía para que los hombres no cayeran en el caos de la anarquía ni en la brutalidad del más fuerte, sino que aprendieran a vivir en armonía entre ellos y en paz.
Aquí vemos un salto cualitativo. Mientras Hammurabi frenaba la violencia externa con el temor al castigo, los Diez Mandamientos apelaban a la conciencia interior. “No matarás” y “No robarás” son directivas que aseguran la paz social. Otros como “No levantarás falso testimonio” protege la confianza, base de toda convivencia. “Honrarás a tu padre y a tu madre”, y el noveno y el décimo mandamiento que se refieren a evitar pensamientos que violan los valores del matrimonio, y de fidelidad conyugal, así como que “No se desearán los bienes que tienen los demás”, fomentan la continuidad familiar, tribal y es la semilla de estabilidad emocional.
Psicológicamente, los Mandamientos una gran invitación a entender que la paz no solo depende de reglas externas, sino de la manera en que el ser humano maneja sus pasiones, deseos y emociones. Eran, de algún modo, la instauración de una entidad moral. Si los miramos con los ojos de hoy, podemos decirlo así: el propósito de la humanidad —la paz y la felicidad— ya estaba insinuado en esas tablas. Porque vivir en paz no es únicamente “no hacer daño”, sino también elegir un camino de respeto, cuidado y amor, además de evitar la violencia. Los Diez Mandamientos, más allá de las religiones, fueron la proclamación de que la vida humana tiene sentido cuando está guiada por un propósito más alto que la simple supervivencia. También fue un manifiesto primigenio en contra de la guerra: “No matar”, “No robar” y “No codiciar los bienes de otros” son mandatos que se violan en cada confrontación bélica.
Desde el primer día, la paz
Desde el primer momento, la humanidad soñó con la paz. Lo sabemos porque está en nuestra memoria más antigua, y porque si no fuera así los humanos no hubiéramos sobrevivido. Ningún ser humano quiso jamás despertar con miedo, vivir perseguido, ni caminar con el corazón atenazado por la violencia. Lo que siempre hemos deseado es algo sencillo y profundo, reposar sin temor, dormir sin sobresaltos, y abrazar sin miedo a perder algo. Pero la historia, tan llena de paradojas, nos recuerda que los más fuertes sometieron a los más débiles. En tiempos remotos, cuando el hombre aún aprendía a cultivar la tierra y domesticar animales, ya existía la injusticia de la esclavitud. Ningún esclavo la aceptó con gusto, pero fue impuesta con cadenas de hierro y de poder. El deseo humano era la libertad, pero la realidad impuesta fue la opresión. En la época feudal, los hombres y mujeres sencillos no soñaban con palacios ni conquistas, soñaban con seguridad, tranquilidad. Querían vivir en paz, lejos de las guerras que asolaban los campos. Y para alcanzarla, entregaron obediencia a los señores feudales, quienes levantaron muros y castillos, y aceptaron jerarquías que, aunque rígidas, prometían algo esencial a los siervos, un refugio frente al caos a pesar de existir como semiesclavos de otro.
La historia siguió avanzando, pero los anhelos fueron los mismos, paz, libertad, dignidad. Y, sin embargo, el siglo XX nos mostró el reverso más oscuro. Dos guerras mundiales convirtieron el planeta en un campo de horror. Bombas, genocidios, y ciudades arrasadas. El siglo XXI no quedó indemne, nuevas guerras, nuevas invasiones, nuevas amenazas globales. Nunca, como en estos dos últimos siglos, la humanidad experimentó en carne viva lo peor de su capacidad destructiva. Y tal vez por eso, ahora más que nunca, la humanidad se reconoce en un mismo clamor. Después de Hiroshima y Auschwitz, después de Corea, Vietnam, Ruanda, Africa, Irak, Siria, Ucrania, y el Medio Oriente, después de tantas lágrimas, el ser humano aprendió que la paz no es un lujo ni una utopía. Es la condición indispensable para existir pacíficamente. Por eso, en el presente, la mayoría de la humanidad se levanta como defensora de la paz. Lo dice la psicología colectiva: lo vivido duele tanto, que ya no queremos repetirlo. Y fue así, desde el primer día buscamos la paz. Y hoy, más conscientes de nuestra fragilidad, sabemos que no es solo un sueño, sino nuestro verdadero propósito. Existir es un dato. Pero vivir en paz es la decisión que nos hace verdaderamente humanos.
Los guardianes de la paz: de Buda a Mandela
A lo largo de los siglos, en medio de invasiones, beligerancias, confrontaciones, imperios y grilletes, siempre hubo voces que se alzaron para recordar lo esencial: que el propósito de la humanidad no es destruirse, sino vivir en paz, en amor y en felicidad. Ellos fueron faros, guardianes de la esperanza, testigos de que otro camino es posible.
Buda lo enseñó hace más de dos milenios en la India: el sufrimiento existe, pero también existe la liberación del sufrimiento. Su mensaje no fue conquistar reinos, sino conquistar la mente. Enseñó que la paz comienza dentro, cuando aprendemos a domar el deseo, a mirar al otro sin odio, a vivir en compasión.
Jesús de Nazaret, en una Palestina ocupada, proclamó algo revolucionario: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” y “Bienaventurados los pacíficos”. No habló al poderoso, sino al marginado, y su mensaje fue que el Reino de Dios no se construye con espadas, sino con misericordia y perdón. Él convirtió el amor en la clave de la existencia misma. Siglos después, Mahatma Gandhi retomó esa misma llama y la convirtió en una estrategia política: la de la no violencia. En la India colonizada, no levantó ejércitos, sino conciencias. Mostró al mundo que la fuerza más grande no está en las armas, sino en la capacidad de resistir sin odiar, de desobedecer sin destruir, de luchar por la dignidad sin perder la paz interior.
En América, Martin Luther King Jr. heredó ese espíritu y lo llevó al corazón de la lucha por los derechos civiles. Su sueño no era solo para los afroamericanos, sino para toda la humanidad, y logro, al menos legalmente, que un día los hombres y mujeres no fueran juzgados por el color de su piel, sino por la grandeza de su carácter. Él comprendió que la justicia y la paz son hermanas inseparables.
En África, Nelson Mandela pasó veintisiete años en prisión y salió de ella sin rencor. Podía haber llamado a la venganza, pero eligió la reconciliación. Su mensaje fue claro, la paz es más poderosa que el odio, y solo perdonando se construye una nación libre.
Y no están solos. Podríamos recordar a Francisco de Asís, que predicó la fraternidad con todos los seres vivos, a la Madre Teresa de Calcuta, que llevó ternura a los olvidados; a Albert Schweitzer, con su ética de reverencia por la vida dejó su carrera académica y musical en Europa para dedicarse a la medicina en Gabón, África, donde fundó un hospital en Lambaréné en 1913. Allí trabajó durante décadas atendiendo a enfermos sin distinción de raza, religión o condición. Su gran aporte filosófico fue lo que llamó “Ehrfurcht vor dem Leben” —“reverencia por la vida” — donde expresó que todo ser vivo, desde una persona hasta un animal o una planta, merece respeto y cuidado. En 1952 recibió el Premio Nobel de la Paz por su labor humanitaria y por su campaña contra las armas nucleares. En su discurso de aceptación, advirtió que la humanidad debía elegir entre la paz y la autodestrucción. Schweitzer fue un puente entre la ciencia y la espiritualidad. Como médico, aliviaba el dolor, como filósofo, proponía una ética universal, como músico, transmitía belleza, como humanista, predicaba la paz. Su mensaje: “Yo soy vida que quiere vivir, en medio de la vida que quiere vivir.”
La ciencia también clama por la paz
También desde los laboratorios y universidades se alzaron voces por la paz. Albert Einstein, tras ver el horror de la bomba atómica, se convirtió en defensor del desarme nuclear y del entendimiento entre los pueblos. Linus Pauling, uno de los científicos más influyentes del siglo. Fue químico, bioquímico y educador. Recibió el Premio Nobel de Química (1954) por sus investigaciones sobre la naturaleza de los enlaces químicos y la estructura de las proteínas, avances que transformaron la biología molecular y abrieron camino a la comprensión del ADN. Luego se le otorgó el Premio Nobel de la Paz (1962) gracias a su lucha incansable contra las pruebas nucleares y por el desarme mundial. Se convirtió en una de las voces más influyentes contra la carrera armamentista durante la Guerra Fría.
Carl Sagan nos recordó, con su “pálido punto azul”, que en la inmensidad del cosmos nuestra Tierra es un hogar frágil que solo puede sobrevivir si nos cuidamos los unos a los otros.
Estos científicos demostraron que el conocimiento sin conciencia es peligroso, pero el conocimiento guiado por la paz es la llave de la supervivencia y la felicidad humanas.
Si los observamos juntos —Buda, Jesús, Francisco de Asís, Gandhi, Luther King, Mandela, Einstein, Sagan, Schweitzer, Pauling— descubrimos algo asombroso porque, aunque vivieron en épocas y contextos distintos, aunque hablaron lenguas diferentes y siguieron caminos diversos, todos remaron en la misma dirección. Son una corriente única, una constelación de conciencia, una voz coral que insiste en lo mismo, que la paz es el principio cardinal de la humanidad. Ellos encarnan la conciencia colectiva más noble de la especie. Impulso que nos recuerda que la guerra es un error, que la violencia es regresión, y que la plenitud solo se alcanza en el amor y en la paz. Es de hecho, el eco en nuestro tiempo. Hoy, en un mundo aún atravesado por conflictos, esas voces resuenan más necesarias que nunca. Porque vivir en paz no es una ingenuidad, es la condición para sobrevivir como especie. La ciencia lo dice: sin cooperación, no habrá futuro. La conciencia nos lo enseña, sin compasión, no hay sentido, y la política lo confirma: sin reconciliación, no hay sociedad posible. La corriente de la paz es nuestra herencia y nuestra tarea. Desde el primer día la humanidad la buscó, y en cada siglo hubo guardianes que nos recordaron su importancia. Ahora. nos toca a nosotros.
El Premio Nobel de la Paz y su mensaje al future
Alfred Nobel (1833–1896) fue un científico, inventor, ingeniero e industrial sueco, conocido principalmente por inventar la dinamita. Su vida tuvo un giro decisivo cuando un periódico francés, tras la muerte de su hermano, publicó por error su obituario con el titular: “El mercader de la muerte ha muerto”. Esa frase lo estremeció. Nobel se dio cuenta de cómo sería recordado, como el hombre que perfeccionó explosivos usados en guerras y destrucción. Ese episodio lo llevó a reflexionar profundamente. En su testamento, dejó la mayor parte de su fortuna para crear unos premios que reconocieran los mayores beneficios a la humanidad en los campos de la Física, Química, Medicina, Literatura y, de manera especial, en la Paz. Así, el Premio Nobel de la Paz debía otorgarse a quien hubiera trabajado más y mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la reducción de ejércitos o la promoción de congresos de paz. Así buscaba contrarrestar el legado bélico que podía dejar su invención.
En otras palabras, Nobel, un hombre marcado por la dualidad entre ciencia y conciencia, quiso redimir su memoria convirtiéndola en un símbolo de esperanza.
Premios Nobel de la Paz

Cada año nos recuerda este reconocimiento que nos recuerda la importancia de la paz. Estos son algunos destacados que recibieron este premio:
María Corina Machado (2025): El Comité Noruego decidió otorgar el Premio Nobel de la Paz 2025 a María Corina Machado "por su incansable labor en la promoción de los derechos democráticos del pueblo venezolano y por su lucha por lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a la democracia": Así, el Premio Nobel de la Paz 2025 se otorga a una valiente y comprometida defensora de la paz: una mujer que mantiene viva la llama de la democracia en medio de una creciente oscuridad. Como líder del movimiento democrático en Venezuela, María Corina Machado es uno de los ejemplos más extraordinarios de valentía civil en Latinoamérica en los últimos tiempos.
Jean Henri Dunant (1901): Fundador de la Cruz Roja y promotor de la Convención de Ginebra. Su visión humanitaria sentó las bases de la ayuda internacional en guerras.
Sir Austen Chamberlain, Charles Dawes (1925): Por los Acuerdos de Locarno, que intentaron consolidar la paz en Europa después de la Primera Guerra Mundial.
Carl von Ossietzky (1935): Periodista pacifista que denunció la remilitarización nazi. Fue perseguido por Hitler y murió en un campo de concentración.
Comité Internacional de la Cruz Roja (1944): Reafirmando la importancia de la ayuda humanitaria en plena Segunda Guerra Mundial.
Albert Lutuli (1960): Líder contra el apartheid en Sudáfrica, precursor del camino que luego continuaría Mandela.
Martin Luther King Jr. (1964): Por su lucha no violenta por los derechos civiles y la igualdad racial.
Madre Teresa de Calcuta (1979): Reconocida por su entrega a los pobres y marginados, convirtiéndose en un símbolo de compasión universal.
Desmond Tutu (1984): Arzobispo anglicano, símbolo de la lucha contra el apartheid en Sudáfrica.
Óscar Arias Sánchez (1987): Presidente de Costa Rica que impulsó los acuerdos de paz en Centroamérica.
Nelson Mandela y Frederik de Klerk (1993): Por poner fin al apartheid en Sudáfrica y abrir el camino a la reconciliación.
Yasser Arafat, Shimon Peres e Yitzhak Rabin (1994): Por los Acuerdos de Oslo, que buscaron la paz entre Israel y Palestina.
Kofi Annan y Naciones Unidas (2001): Como un reconocimiento a la ONU y su secretario general por fortalecer la cooperación internacional.
Muhammad Yunus y Grameen Bank (2006): Por impulsar el microcrédito como vía de dignidad y paz económica en Bangladesh.
Al Gore y Panel Intergubernamental de Cambio Climático (2007): Por su labor en concientizar sobre el calentamiento global.
Barack Obama (2009): Por sus esfuerzos iniciales en fortalecer la diplomacia internacional.
Malala Yousafzai y Kailash Satyarthi (2014): Por la defensa del derecho de los niños a la educación y contra la explotación infantil en la india y Pakistán.
Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares (2017): Por su labor en promover el tratado de prohibición de armas nucleares.
Denis Mukwege y Nadia Murad (2018): Por su lucha contra la violencia sexual como arma de guerra.
En estos últimos 40 años vemos un giro: el Nobel de la Paz ya no se centra solo en tratados entre naciones, sino también en derechos humanos, libertad de prensa, igualdad de género, ecología, lucha contra la pobreza y desarme nuclear. En otras palabras, la paz dejó de ser únicamente la ausencia de guerra, hoy se entiende como dignidad, justicia, libertad y cuidado del planeta.
Supervivencia y paz: el verdadero destino de la humanidad
Por supervivencia, se ha entendido a lo largo de la historia el instinto de “hacer lo que sea necesario” para conservar la vida y la especie. Ese instinto, heredado de nuestra condición animal, fue útil en tiempos de cavernas y de peligro constante, luchar contra depredadores, conquistar territorios, levantar muros contra los enemigos. Pero, ese instinto nos condujo también a incontables guerras. Creímos que la supervivencia pasaba por dominar, invadir, exterminar. Absurdamente, al buscar sobrevivir con la violencia, terminamos caminando hacia la no supervivencia, vamos hacia la autodestrucción. Hoy sabemos que esa lectura del instinto es un error fatal. En los humanos, supervivencia no significa conquistar al otro, sino evitar nuestra propia extinción como especie. Y eso solo tiene un camino… la paz.
La decisión pendiente: elegir la paz o la extinción
Existir no es suficiente, y vivir en paz es una disposición. Y, si se toma colectivamente, asegura la supervivencia biológica, y la de la conciencia de la humanidad. Porque no basta con estar vivos, debemos aprender a convivir en paz, de lo contrario, nuestra especie se condena a desaparecer en medio de su propia autodestrucción. El futuro, entonces, no depende de más guerras, sino de más paz. No de más fronteras, sino de más puentes. No de más pasaportes sino del visado mundial. No de más armas, sino de más conciencia. La supervivencia real de la humanidad es la paz. Y la paz es el único camino hacia la felicidad y permanencia de nuestra especie.
Una cosa más, casi todas las potencias mundiales tuvieron ministerios o departamentos de guerra en el pasado. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, el término “guerra” se eliminó y fue reemplazado universalmente por “defensa”.
Hoy, en el mundo, casi ningún país mantiene oficialmente un “Ministerio de Guerra”, excepto –ahora– Estados Unidos con su reciente cambio de secretaría de defensa a “de guerra”. Hasta Corea del norte en el presente se llama Ministerio de las Fuerzas Armadas del Pueblo, aunque hasta los años 90 era conocido como el Ministerio de Guerra Popular. El lenguaje diplomático y político internacional prefiere hablar de “Defensa” o “Seguridad Nacional”, aunque las funciones sean prácticamente las mismas: manejar ejércitos y operaciones militares. Nosotros creemos que ha llegado el momento de que se llamen departamento, secretaría o Ministerio ¡de la Paz!
La trampa de la violencia
Las guerras, desde las tribales hasta las mundiales, fueron justificadas en nombre de la supervivencia, de defender la tierra, el alimento, el honor, la identidad. Sin embargo, cada batalla dejó un precio de dolor que se transmitió de generación en generación. La rabia se convirtió en odio, y en la ira en las guerras. Ha sido un círculo vicioso en el que la humanidad confundió fuerza con seguridad, cuando en realidad la violencia debilita y desgasta hasta al más poderoso.
El siglo XX, fue el comienzo de una conciencia de especie hacia la paz. Con genocidios en Hiroshima, Auschwitz, Ruanda, y tantas otras heridas, que nos mostró que no hay límites para matar. Comprendimos asimismo que con armas nucleares, biológicas o climáticas, una sola chispa puede acabar con todo. Ahí nació una conciencia inédita, la que ya no trata de que sobreviva mi tribu, mi nación, mi ideología. Se trata de que sobreviva la humanidad entera. Y la humanidad solo sobrevive si elige la cooperación en lugar del exterminio, el diálogo en lugar de la imposición, la paz en lugar de la guerra. Psicológicamente, estamos en un punto de inflexión, el del nuevo significado de supervivencia. Hemos aprendido que sobrevivir ya no es vencer, sino cuidar. Sobrevivir no es imponer, sino convivir. Supervivencia significa evitar la extinción, y para ello debemos desarrollar un nuevo código moral universal colocando a la paz como valor supremo, y a la felicidad como horizonte común.
Al final, todo nos conduce a lo mismo: a reconocer que la historia de la humanidad es la historia de una búsqueda incesante de paz. Hemos tallado en piedra códigos de justicia, hemos escrito mandamientos en tablas sagradas, hemos soñado con naciones libres y con pueblos reconciliados, hemos aprendido de nuestros errores y llorado por nuestras guerras. Y, sin embargo, seguimos aquí, de pie, con la posibilidad de elegir distinto. Esa es nuestra mayor responsabilidad, comprender que la paz no es una ilusión frágil, sino el fundamento mismo de la existencia. Porque existir es un dato, sí, pero vivir en paz es la decisión que nos convierte en verdaderamente humanos, la llave que abre el sentido de nuestra vida, a nuestra felicidad y el destino de nuestra especie. Ante la pregunta ¿Cuál es el verdadero sentido de la vida? La respuesta es: Vivir en paz. Porque sin paz, no hay conciencia, ni humanidad, ni futuro… Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Hasta la próxima entrega… Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…

María Mercedes y Vladimir Gessen, psicólogos. (Autores de “Maestría de la Felicidad”, “Que Cosas y Cambios Tiene la Vida” y de “¿Qué o Quién es el Universo?”)
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