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China se despierta y el mundo trepida

Beijing ya está en pie. Washington duda y Moscú añora a la URSS ¿Vamos a la guerra o será un chance para lograr la paz total y permanente?


© Fotos e Imágenes Gessen&Gessen
© Fotos e Imágenes Gessen&Gessen

La escena es legendaria. Se reporta que durante su exilio en Santa Elena, Napoleón Bonaparte conversaba con su secretario y un visitante sobre las potencias del futuro. Al referirse a China —una nación vasta, poblada, antigua, y entonces en decadencia— pronunció una frase que atravesaría los siglos como advertencia y profecía: "Laissez la Chine dormir, car lorsque la Chine s’éveillera, le monde tremblera" (Dejad que China duerma, porque cuando China despierte, el mundo temblará.”) Hoy, ya no hay duda: China ha despertado. Y el mundo... efectivamente, se estremece.

 

El mundo tiembla

 

Este temor no es producto de un miedo irracional, sino de hechos contundentes. En menos de medio siglo, China ha dejado de ser un país agrario y empobrecido para convertirse en una superpotencia global que desafía a Estados Unidos en múltiples frentes. Durante siglos, China fue una civilización que observaba al mundo desde la altura de su legado milenario y durante la dinastía Tang (siglo VII al X) fue considerada la civilización más desarrollada del planeta. Pero en los últimos siglos, tras la irrupción violenta del colonialismo, las guerras del opio, la ocupación japonesa y la guerra civil, China pareció dormir bajo el peso de su humillación. Hoy, esa China ha despertado. Y no sólo ha comenzado una nueva era geopolítica, sino que ha empezado a crujir el orden mundial.

 

China: Del imperio al renacimiento del dragón

 

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Todo cambió cuando un comunista, Mao Zedong tomó el poder y estableció una brutal dictadura con el nombre de República Popular China en 1949, instaurando un régimen atroz hasta que Deng Xiaoping, a partir de 1978, cambió la historia, y abrió al país a una economía de mercado que aunque bajo control del Partido Comunista, inició una transición inédita en el mundo moderno y paso de la pobreza extrema al poderío global.

 

El despertar incontenible en el siglo 21

 

Entonces a partir de los ’80, y en pocas décadas, China pasó a convertirse en la segunda economía del mundo tratando de ser la primera. China es el mayor socio comercial de más de 130 países. Líder en inteligencia artificial, comunicación 5G, energía verde, y computación cuántica. Además, es una potencia espacial, cibernética y militar. Así como es, alegóricamente, la fábrica del planeta, y también su laboratorio tecnológico. En el presente Xi Jinping ha planteado “el gran rejuvenecimiento de la nación china” como destino inevitable del país, y su liderazgo autoritario se enmarca en una visión imperial-modernizada. Se trata de una civilización-Estado que no imita a Occidente, sino que compite en su propio idioma histórico y cultural.

No se trata de la profecía napoleónica, sino que ya es la de un coloso despierto, de un centro de gravedad que organiza rutas comerciales, datos y alianzas con una racionalidad paciente y en movimiento.

 

La franja y la nueva ruta de la seda

 

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Esta nueva estrategia, pasó de una consigna a los hechos. 2024 fue un año récord, logrando cientos de miles de millones en compromisos, contratos o inversiones. En el primer semestre de 2025 fue el mayor de cualquier semestre desde su inicio con un movimiento billonario en contratos y miles de millones en inversiones, con un salto notable en capacidad de producción energética. Este poder económico a su vez convive con un vector militar de nueva generación. Pekín desplegó sistemas hipersónicos como el DF-17, un misil de alcance medio hipersónico, diseñado para saturar defensas y comprimir el tiempo de decisión del adversario.

Por el otro lado, Washington reorganizó su Estrategia de Defensa Nacional de 2022, donde el Departamento de Defensa describe a la República Popular China como su “pacing challenge” —el competidor que marca el paso de la modernización militar de Estados Unidos— y a partir de ese año, presupuestos, la fuerza y posturas, y los ejercicios castrenses de la estrategia de defensa nacional de EEUU, se reorientan hacia el Indo-Pacífico con una mezcla de contención, disuasión y con un “equipo ampliado” con sus aliados.

 

El temor global: ¿por qué el mundo se inquieta?

 

China es un nuevo centro del poder mundial. Su diplomacia es más activa, sus inversiones más estratégicas, y su influencia más sutil y penetrante. La iniciativa de la Franja y la Ruta no es solo un proyecto de infraestructura, es un rediseño del mapa del comercio global, bajo el liderazgo chino. El gigante asiático representa un choque de civilizaciones y modelos ya que no exporta democracia, sino desarrollo con control político. Su modelo —capitalismo de Estado bajo dirección del partido comunista— desafía la premisa occidental de que el crecimiento económico inevitablemente lleva a la liberalización política. Hoy, regímenes autoritarios del mundo observan con atención cómo la eficiencia sin libertades es presentada como una alternativa exitosa para quienes nunca vivieron en libertad. De hecho, paradójicamente los chinos —que nunca vivieron en democracia— creen que jamás fueron tan libres como ahora.

 

Tecnología y control social en la China de Xi Jinping

 

Beijing ha combinado big data, vigilancia biométrica, inteligencia artificial y redes sociales con un objetivo inequívoco: consolidar la hegemonía política total. Esta fusión de tecnologías, en el caso chino, se transforma en un sofisticado mecanismo de control social. El resultado es un sistema en el que la privacidad se diluye y la autonomía individual se ve subordinada a la lealtad hacia el Estado-Partido. El sistema de crédito social, instaurado a nivel experimental en 2014 y expandido en los años posteriores, se presenta como un método para “premiar la confianza y sancionar la falta de fiabilidad”. En la práctica, se trata de un algoritmo de obediencia política ya que quien cumple con las normas establecidas por el Partido Comunista accede a beneficios, viajes, créditos bancarios o empleos. Quien, por el contrario, cuestiona al régimen, puede perder su capacidad de movilidad, de acceso financiero, e incluso ser borrado de la vida digital. Este no es un simple mecanismo administrativo, sino un sistema de condicionamiento conductual masivo.

La censura digital es el segundo pilar. Internet en China no es la “red abierta” que conocemos en Occidente, sino un espacio cuidadosamente filtrado. Plataformas globales como Google, Facebook o Twitter están prohibidas, reemplazadas por equivalentes nacionales (Baidu, WeChat, Weibo) que funcionan como espacios controlados de comunicación, donde toda expresión pasa por la lupa del Estado. Los algoritmos detectan y eliminan mensajes “inconvenientes” con una eficacia implacable, mientras ejércitos de censores humanos vigilan el flujo informativo en tiempo real.

La represión de las disidencias en Hong Kong y Xinjiang ilustra la dimensión más dura de este control. En Hong Kong, tras las protestas de 2019, la Ley de Seguridad Nacional impuso un ambiente de miedo que redujo a mínimos la posibilidad de oposición política. En Xinjiang, el uso de vigilancia biométrica, reconocimiento facial y big data predictivo permitió crear un sistema de control poblacional sin precedentes sobre la minoría uigur mediante cámaras en cada esquina, aplicaciones obligatorias en los teléfonos, y detenciones preventivas basadas en patrones de comportamiento.

Lo que emerge de esta combinación es una visión de la relación entre los individuos y el Estado que no se basa en un contrato social con derechos y deberes mutuos, sino de una sumisión al Estado, el cual se erige como juez y guardián de cada movimiento, cada palabra, cada interacción. El ciudadano se convierte en un sujeto vigilado permanentemente, internalizando la autocensura como modo de supervivencia.

El peligro es que este modelo pueda exportarse o ser replicado por otras naciones con ambiciones autoritarias. Si no se confronta a tiempo, el siglo XXI podría ser recordado no por el avance de la libertad digital, sino por el triunfo de una ciber-dictadura global.

 

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Riesgos geopolíticos: Taiwán, el Mar Meridional y más allá

 

El gobierno de Xi Jinping ha tejido una red de influencia económica y logística que atraviesa Asia, África, Europa y América Latina. Desde megaproyectos en el Cuerno de África hasta acuerdos energéticos en Venezuela y Brasil, China no conquista países con ejércitos, sino con contratos, préstamos e inversiones.

Al mismo tiempo, su aparato militar ha dado un salto cualitativo. Junto a los misiles hipersónicos, y su renovada ambición nuclear, busca igualar a Estados Unidos y Rusia con cerca de 6.000 ojivas cada uno. Estas son señales claras de que el gigante no solo ha despertado, sino que se prepara para imponer condiciones si fuera necesario.

China considera a Taiwán una provincia rebelde, no un Estado soberano. Su creciente presión militar y diplomática sobre la isla es la mayor fuente potencial de conflicto directo con Estados Unidos. Además, el mar de la China Meridional se ha convertido en un foco de tensiones con Japón, Filipinas y Vietnam. La militarización de islas artificiales y los ejercicios navales son señales inequívocas de un país que ya no teme mostrar su fuerza.

Por ello nos preguntamos: ¿Puede China reconfigurar el orden global? Pensamos que lo intentará, y que ya ha comenzado. En el presente Estados Unidos, Europa, India, Japón y las democracias asiáticas ven con recelo el ascenso de una potencia autoritaria. No obstante, muchos países del Sur Global encuentran en China un socio pragmático y con resultados visibles. Esta batalla del siglo XXI se libra con infraestructura, chips, narrativas y promesas de futuro. Como psicólogo, observo no solo la estrategia de China, sino también las reacciones emocionales de las democracias occidentales. El miedo, la negación, la nostalgia imperial, la discriminación latente y la incapacidad de adaptarse a un mundo multipolar son obstáculos que impiden una respuesta eficaz. Creo que Occidente debe dejar de preguntarse ¿cómo contener a China? porque el despertar de este dragón no será detenido con sanciones, o una conflagración, sino con política, con diplomacia, con progreso, valores y resiliencia cultural.

 

China ha despertado, sí…

 

Pero el verdadero susto no proviene únicamente de su ascenso, sino por la fragilidad de las estructuras globales actuales y la ausencia de un nuevo paradigma compartido. El futuro no está escrito. Puede haber guerra, pero también cooperación. Puede haber autoritarismo global, pero también renovación democrática. Todo dependerá de cómo los pueblos del mundo —incluido el pueblo chino— interpreten su papel en este nuevo ciclo de la historia. Y es que, cuando una civilización de 5.000 años despierta, no solo el mundo trepida… sino que también renace. Con una población superior a los 1.400 millones de personas, una economía que ya supera en paridad de poder adquisitivo al PIB estadounidense, y una infraestructura tecnológica, educativa, sanitaria y militar en acelerada expansión, China se ha reposicionado como un eje en este siglo.

 

Estados Unidos ¿es quien duerme?

 

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En contrasentido, mientras China despierta, Estados Unidos ha comenzado a dormirse en los laureles de su victoria geopolítica. Da la impresión de que tras vencer en la Guerra Fría sin disparar un solo misil, parte de la élite política, intelectual y militar estadounidense creyó que la historia había llegado a su fin. La caída del Muro de Berlín, el colapso de la Unión Soviética y la expansión global del modelo liberal-democrático fueron interpretados no como una oportunidad para la inventar un nuevo futuro fundamentado en la paz, pasando de la una guerra fría a una tregua caliente y permanente. Pero Occidente prefirió la validación absoluta de la supremacía social, política, económica y militar de occidente. Espejismo que dio paso a un ciclo de autoindulgencia estratégica. En lugar de capitalizar su liderazgo para promover una paz global duradera, Estados Unidos se enredó en una serie de intervenciones militares costosas e inconclusas. Las guerras en Irak, Afganistán, Libia y Siria tuvieron un costo muy alto, no solo drenaron recursos humanos, económicos y morales, sino que desacreditaron la narrativa estadounidense de democracia y derechos humanos, mostrando a una potencia atrapada en conflictos sin salida ni victoria, y debilitada en medio de su propio exceso de poder.

La doctrina del Nation Building, —traducido habitualmente como "construcción nacional"— suele referirse a los esfuerzos de potencias ocupantes o coaliciones internacionales para reconstruir un país después de un conflicto armado o el colapso de su gobierno. Es un concepto que hace referencia al proceso de crear o fortalecer las instituciones políticas, sociales y económicas de un Estado, con el objetivo de consolidar una nación funcional, estable y cohesionada. En el contexto de intervenciones extranjeras como Estados Unidos en Irak o Afganistán muchos analistas y académicos han criticado este enfoque por sus resultados inconsistentes o fallidos, sobre todo cuando se intenta imponer modelos políticos o económicos ajenos a la cultura local. La verdad es que el cambio de regímenes y la vigilancia masiva no construyeron un orden más justo, sino que dejaron vacíos de poder que alimentaron el terrorismo, la migración forzada y el resentimiento global. A cada intervención le siguió un retroceso, una retirada mal planificada, o un fracaso estratégico.

 

Adentro…

 

En Estados Unidos la situación no ha sido más halagüeña. La creciente polarización política, la parálisis legislativa, los atentados contra la institucionalidad democrática, como el asalto al Capitolio en 2021, y el resurgimiento de ideologías extremas —de lado y lado— han fragmentado la cohesión nacional. La crisis de opioides, la violencia armada, el colapso del sistema penitenciario, la aparición de indigentes (homeless) y una desigualdad económica cada vez más amplia han erosionado la imagen de la nación como un modelo a seguir. Lo que ha debilitado la capacidad real de los Estados Unidos para ser un modelo en el mundo. Mientras tanto, China avanza y Rusia, por su parte, redefine su proyección geoestratégica a través de la energía, la disrupción cibernética y la presión militar regional.

Estados Unidos, lejos de asumir con serenidad y visión su rol como potencia, ha oscilado entre un aislacionismo miope y un intervencionismo impulsivo. La supremacía moral y el sueño americano —que alguna vez fue una promesa universal— hoy corre el riesgo de convertirse en un recuerdo lejano, si EEUU no se despierta también, y a tiempo para enfrentar o convivir con el nuevo orden multipolar.

 

Un buen acierto: Nixon…

 

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La historia premia a quienes saben anticiparse. Uno de los actos de mayor lucidez estratégica de Estados Unidos en el siglo XX ocurrió en un contexto mundial de desconfianza mutua, guerras por poder indirecto y pugnas ideológicas. En 1971 cuando Richard Nixon, presidente republicano, junto con su brillante y controvertido asesor de seguridad nacional, Henry Kissinger, concibieron una jugada de ajedrez geopolítico que cambiaría el orden global. Así, en plena Guerra Fría, con Vietnam ardiendo, Moscú reafirmando su hegemonía comunista, y China sumida en los convulsos años de la Revolución Cultural de Mao Zedong, la idea de un acercamiento entre Washington y Pekín era considerada imposible. Y, sin embargo, Nixon y Kissinger comprendieron lo impensable, que si Estados Unidos quería sostener la supremacía global, necesitaba romper el aislamiento de la República Popular China y evitar que un bloque de países comunistas actuara como un frente unido.

 

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Ese acercamiento comenzó con un gesto simbólico y sutil que pasaría a la historia como la "diplomacia del ping pong". El Campeonato Mundial de Tenis de Mesa de 1971 en Nagoya (Japón), donde destacó un jugador estadounidense, Glenn Cowan, fue el punto de partida a esta estrategia, porque inmediatamente se organizaron visitas deportivas a China de estadounidenses que suavizaron el terreno para lo que estaba por venir: En julio de ese mismo año, Henry Kissinger viajó en secreto a Pekín, en una operación diplomática audaz y cuidadosamente encubierta. Allí se reunió con el primer ministro Zhou Enlai, sentando las bases para la visita oficial de Nixon en febrero de 1972. Aquella visita marcó el primer contacto de alto nivel entre ambos países. Durante el encuentro con Mao y Zhou, Nixon dejó claro que la rivalidad ideológica no debía impedir la cooperación estratégica, y ambos gobiernos iniciaron un proceso progresivo de normalización de relaciones.

El impacto de esta jugada, fueron, la fractura del bloque comunista porque al acercarse a China, EEUU logró dividir de facto a los dos gigantes del comunismo mundial, fomentando el distanciamiento entre Pekín y Moscú. Ese cisma debilitó la cohesión del bloque socialista y permitió a Washington maniobrar con mayor margen en el escenario global (Gaddis, Strategies of Containment, 2005; Westad, 2012). Igualmente sucedió con el reposicionamiento de Asia, al integrar a China al sistema internacional, evitando que la región quedara dominada exclusivamente por los conflictos de la guerra fría, y también abrió las puertas al posterior auge económico del Pacífico. La contención indirecta de la URSS se alcanzó ya que esta estrategia permitió a Nixon frenar a Moscú sin escalar militarmente. Otros impactos fueron el inicio de la reforma china, aunque la apertura económica se concretaría con Deng Xiaoping a finales de los años 70, pero fue el contacto con Occidente, propiciado por Nixon, lo que motivó a sectores del Partido Comunista a repensar su rol en el mundo, y a buscar un camino propio hacia el desarrollo, sin abandonar el control político centralizado (Vogel, Deng Xiaoping and the Transformation of China, 2011).

 

El papel de Richard Nixon cambió al mundo

 

En definitiva, la visita de Nixon a China no solo reconfiguró el mapa de alianzas globales, sino que puso en marcha un nuevo equilibrio tripolar: EEUU, URSS y China. Un equilibrio que aún marca las coordenadas del siglo XXI. Este primer acierto fue posible gracias a una combinación de factores que hoy parecen ausentes como serían una visión de largo plazo, un realismo estratégico con apertura al diálogo con adversarios, y la capacidad de pensar en términos de procesos históricos más que de ciclos electorales. Quizá uno de los aprendizajes más urgentes para el presente sea justamente ese, que la paz duradera y el equilibrio mundial no se construyen con dogmas ideológicos ni con amenazas militares, sino con audacia diplomática, reconocimiento mutuo y voluntad de convivencia.

 

Otro acierto: Reagan-Gorbachov…

 

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El otro gran momento de lucidez estratégica estadounidense ocurrió durante los años ochenta, cuando la tensión nuclear entre las superpotencias alcanzaba niveles críticos. En esta ocasión, los protagonistas fueron Ronald Reagan, y su contraparte en Moscú, el líder reformista Mijaíl Gorbachov. En los primeros años de su presidencia, Reagan llegó a ser percibido como un “halcón nuclear”. Su discurso de 1983 calificando a la Unión Soviética como “el imperio del mal” y su ambicioso proyecto de defensa conocido como la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI) —popularmente llamada la “Guerra de las Galaxias”— pusieron al mundo en vilo ante la posibilidad de una nueva carrera armamentista espacial. Sin embargo, se gestaba una estrategia más compleja. Reagan creía firmemente que la URSS no podía sostener económicamente una nueva escalada tecnológica militar, y que si se lograba presionar lo suficiente, Moscú optaría por negociar. Fue una apuesta de alto riesgo, pero también una que incorporaba un entendimiento profundo del momento histórico. Con la llegada de Gorbachov al poder en 1985, una oportunidad se abrió. A diferencia de sus predecesores, Gorbachov era consciente de que la supervivencia de la URSS pasaba por la reforma interna (Perestroika) y la apertura controlada (Glasnost). También entendía que una distensión con Occidente era esencial para poder concentrar recursos en su programa de transformación interna.

 

El proceso de diálogo estratégico

 

Entre 1985 y 1988, Reagan y Gorbachov se reunieron en cuatro cumbres históricas, en Ginebra (1985), Reikiavik (1986), Washington (1987) y Moscú (1988). Aunque los avances fueron graduales y no exentos de tensiones, el resultado fue el primer tratado de desarme nuclear real y verificable de la historia moderna: el Tratado INF (Intermediate-Range Nuclear Forces Treaty), firmado en diciembre de 1987, que eliminó más de 2.600 misiles nucleares de alcance intermedio. Más allá de los acuerdos específicos, lo verdaderamente transformador fue el clima de entendimiento que ambos líderes lograron construir. Contra todo pronóstico, Reagan y Gorbachov desarrollaron una relación personal que les permitió traspasar las líneas ideológicas y hablar en términos de humanidad compartida. Incluso llegaron a hablar de la posibilidad de eliminar por completo las armas nucleares.

 

Consecuencias geopolíticas

 

Representó el fin de la Guerra Fría: La distensión entre Reagan y Gorbachov fue el prólogo del fin del conflicto bipolar. Se trató de un proceso donde la ideología fue reemplazada por el interés común de sobrevivencia y modernización (Melvyn Leffler, For the Soul of Mankind, 2007). Asimismo, observamos el desmoronamiento del bloque soviético, porque la apertura promovida por Gorbachov desató fuerzas que escaparon de su control, tales como el ascenso de movimientos nacionalistas en las repúblicas soviéticas, la caída del Muro de Berlín, y finalmente, la disolución de la URSS en 1991. Pero todo ello ocurrió sin un enfrentamiento militar directo con Estados Unidos, lo cual es uno de los logros diplomáticos más importantes del siglo XX.

Luego comenzó un orden mundial abierto a la cooperación. Por un breve momento, entre fines de los 80 y principios de los 90, pareció posible un mundo sin guerra fría, sin bloques ideológicos rígidos, y con un Consejo de Seguridad de la ONU actuando en consenso, como ocurrió en la Guerra del Golfo de 1991, donde EEUU obtuvo una victoria rápida y decisiva para la coalición internacional liderada por el presidente George W. Bush. Fue un destello de cooperación global inédita. Lo cual reafirmó a EEUU en su posición como superpotencia indiscutida tras la Guerra Fría. A pesar de ello, también sembró semillas de conflictos futuros en Oriente Medio. China en el ínterin observó y aguardó… Deng Xiaoping tomó nota. No se embarcó en la carrera nuclear con el mismo fervor. Optó por el desarrollo económico, la atracción de capital extranjero y la estabilidad política interna. Su doctrina fue clara: “ocultar la fuerza, esperar el momento”. Fue, en cierto modo, el gran beneficiario indirecto de la distensión EEUU-URSS. La experiencia Reagan-Gorbachov debe recordarse como un precedente vivo de lo que puede hacerse cuando los líderes deciden apostar por la historia, y no por la destrucción.

 

Las guerras del desgaste

 

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Luego de suspender la guerra fría por más de una década, el punto de quiebre llegó con los ataques del 11 de septiembre de 2001 cuando el terrorismo —que tenía como estrategia regresar al mundo a la confrontación en caliente— logró su criminal y antihumano objetivo. El trauma nacional del 911 derivó en una guerra contra el terrorismo sin fronteras, sin tiempo definido, y sin objetivos políticos claros. En nombre de la seguridad nacional, Estados Unidos se embarcó en intervenciones prolongadas que acabaron siendo trampas estratégicas. En Afganistán, la guerra más larga de su historia (2001–2021), concluyó con la retirada caótica de las tropas estadounidenses y el regreso al poder del mismo grupo que se buscaba derrocar, los talibanes. En Irak, la invasión de 2003 —justificada con el argumento de posesión de armas de destrucción masiva— destruyó el equilibrio regional, desencadenó una guerra civil sectaria, y contribuyó al surgimiento del Estado Islámico ISIS. En Libia y Siria, las operaciones encubiertas y abiertas para derrocar gobiernos considerados hostiles derivaron en una anarquía prolongada, crisis humanitarias masivas y espacios fértiles para milicias extremistas. El costo humano, político y económico fue abismal con más de un millón de muertos, decenas de millones de desplazados, billones de dólares invertidos, y un profundo deterioro de la imagen internacional de Estados Unidos como defensor de los derechos y la libertad (Stiglitz & Bilmes, The Three Trillion Dollar War, 2008).

 

El vacío de visión estratégica

 

Mientras Estados Unidos libraba esas guerras, el mundo cambiaba. China multiplicaba su PIB, construía ciudades inteligentes, lanzaba satélites, exportaba infraestructura y captaba recursos naturales en África y América Latina. Rusia, bajo el mando de Vladimir Putin, reconstruía su poderío militar, consolidaba su dominio energético en Europa del Este y desarrollaba capacidades cibernéticas. En cambio, Estados Unidos parecía girar en círculos. No hubo una propuesta estructurada para incluir a China en un nuevo orden multipolar bajo reglas compartidas. Por el contrario, se la vio primero como un “socio necesario” y luego como un “adversario sistémico”, sin definir claramente cuál era la estrategia a seguir.

En términos psicológicos y políticos, Estados Unidos pareció actuar como una potencia post-victoriosa sin propósito, reaccionando al presente inmediato, sin comprender que el poder real en el siglo XXI no reside solo en el músculo militar, sino en la capacidad de imaginar, proponer y articular un porvenir global.

 

¿Una oportunidad perdida?

 

Pensamos que se podría haber diseñado, tras 1991, un nuevo acuerdo global en torno a cuatro pilares tales como el Desarme progresivo y control multilateral de armas. La cooperación tecnológica y el desarrollo compartido. El fortalecimiento de las Naciones Unidas y el derecho internacional, y la Integración inclusiva de Asia, África y América Latina en el sistema global. Pero esto no ocurrió. Hoy, China y Rusia no quieren solo participar del orden global, quieren reformarlo o reemplazarlo. Y eso nos coloca —una vez más— al borde de un nuevo conflicto estructural.

 

Estados Unidos debe despertar

 

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Las potencias e imperios no caen únicamente por derrotas militares ni por colapsos económicos. Caen cuando dejan de soñar un propósito y de comprender su papel en la historia y en la civilización. Estados Unidos, que alguna vez movilizó a medio mundo en torno a ideales como la libertad, la democracia, la exploración espacial, el desarrollo educativo, tecnológico, en la salud, la cooperación internacional y los derechos humanos, hoy parece hablar con una voz fragmentada, titubeante, a veces nostálgica, otras agresiva, pero raramente inspiradora… Y sin embargo, creemos que aún puede recobrarse.

No se trata de regresar al siglo XX, ni de pretender una hegemonía unipolar que ya no es posible ni deseable. Se trata de asumir, con realismo y lucidez, que estamos entrando en un nuevo ciclo de la civilización humana, y que el liderazgo ya no se define por quién domina, sino por quién convoca, quién propone, y quién une.

En el siglo XXI, la paz no será un subproducto de la guerra. Tampoco lo será de la competencia ciega entre imperios tecnológicos. La paz solo podrá surgir de un nuevo paradigma, uno que reconozca que ninguna potencia, por grande que sea, puede garantizar su seguridad ni su prosperidad sin atender al bien común de la humanidad.

Estados Unidos debe reencontrarse con la grandeza ética de sus momentos fundacionales, pero también con la astucia geoestratégica de sus mejores líderes, como Lincoln, Roosevelt, Truman, Kennedy, Nixon o Reagan. Todos, en distintos contextos, entendieron que la fuerza bruta no basta, que el poder moral multiplica el poder real, y que las alianzas más duraderas no se construyen con miedo, sino con la visión compartida.

Hoy, ante el avance de China como potencia global y la recuperación estratégica de Rusia, no basta con contener. Es necesario proponer. Plantear un nuevo marco de convivencia entre las grandes potencias, un nuevo pacto civilizatorio que permita desactivar las bombas del siglo, el armamentismo nuclear, la carrera tecnológica sin control, la desigualdad estructural, la destrucción del planeta y el resurgimiento de los nacionalismos autoritarios.

 

Volver con visión del futuro

 

Así como Nixon entendió que debía sentarse a dialogar con Mao, y Reagan comprendió que debía construir confianza con Gorbachov, hoy Estados Unidos debe liderar una nueva etapa de diplomacia de alto nivel con China y Rusia. No como una concesión, sino como un acto de inteligencia histórica. Los verdaderos enemigos son el colapso ambiental, la desigualdad estructural, la desinformación masiva, el debilitamiento de la democracia y de la libertades, y la desconexión entre poder y propósito. Despertar, entonces, significa algo más profundo que rearmarse o proteger industrias, o imponer aranceles, define recuperar el sentido de responsabilidad global, comprender que la fuerza debe estar al servicio de la civilización, y que los valores no son un discurso electoral, sino el alma misma del liderazgo.

¿Cuáles son los pasos a seguir? Porque despertar no basta. Las grandes potencias deben comprometerse con la historia, y construir juntos un camino posible hacia un mundo más seguro, justo y estable. Lo urgente ya no es competir por el poder, sino colaborar por la supervivencia y el desarrollo de la humanidad. La única manera de evitar un nuevo conflicto global —nuclear, tecnológico o climático— es emprender una estrategia común de paz, de desarrollo y de cooperación.

A continuación, presento un esquema de ruta con objetivos concretos, dividida en tres fases temporales realistas. Esta agenda debe estar liderada por las tres grandes potencias —Estados Unidos, China y Rusia— pero abierta a la participación de todas las naciones que deseen unirse a una nueva era de construcción colectiva.

 

FASE I: Corto Plazo (1 a 3 años). Detente, diálogo y medidas de confianza 

 

Presentamos, como estrategia a lograr en este lapso, cuatro puntos: El restablecimiento del diálogo trilateral de seguridad estratégica: Reactivar los canales diplomáticos directos entre Washington, Pekín y Moscú, con reuniones regulares, líneas directas de crisis, y un protocolo de comunicación conjunta ante conflictos regionales, y cuyo objetivo sea evitar que puedan escalar conflictos armados involuntarios. La firma de un nuevo acuerdo de control de armas hipersónicas y nucleares tácticas, Inspirado en el espíritu del Tratado INF de 1987, adaptado al siglo actual, siendo su objetivo congelar el desarrollo y despliegue de armas hipersónicas y de ojivas nucleares de alcance medio. El plazo propuesto para la firma sería 2027. La creación de un Consejo Global para el Desarme y la Paz Tecnológica, un nuevo organismo permanente con sede rotativa, encargado de establecer lineamientos éticos y verificables sobre el uso de inteligencia artificial, armas autónomas y ciberseguridad crítica, y que también Incluya la participación científica, ética y multilateral comenzando con la reorganización total de naciones Unidas como veremos más adelante. Un

acuerdo para el levantamiento progresivo de sanciones mutuas en función del cumplimiento recíproco, donde se establecerían las condiciones de desescalada económica para crear un ambiente de cooperación, sin renunciar a los principios democráticos ni a la defensa de los derechos humanos. Todo con una supervisión de terceros neutrales como podrían ser Suiza, Noruega, Uruguay, India, u otros países escogidos por EEUU, Rusia y China por consenso.

 

FASE II: Mediano Plazo (3 a 7 años). Desarrollo y orden multipolar compartido

 

Para esta fase formulamos cuatro objetivos a alcanzar en mediano plazo: el lanzamiento de un Plan Global de Desarrollo Sostenible 2040, inspirado en el Plan Marshall, pero orientado a la inversión en infraestructura verde, energía limpia compartida, transferencia tecnológica equitativa,  y la erradicación del hambre. El propósito que se persigue es elevar el índice de desarrollo humano de 100 países prioritarios, con financiación compartida entre las potencias y fondos soberanos. La reforma estructural del Consejo de Seguridad de la ONU, incorporando nuevas potencias emergentes con derecho a voz y voto, rotación del derecho a veto, y la creación de un Consejo Mundial para Crisis Sanitarias y Climáticas, con el objetivo de legitimar y reactivar el multilateralismo como pilar del nuevo orden global. Constituir el sistema universal de regulación para plataformas digitales e inteligencia artificial, con un acuerdo sobre transparencia algorítmica, protección de datos, prohibición de armas autónomas ofensivas, y control del uso de IA en procesos electorales y desinformación, con base jurídica internacional vinculante antes de 2030, y la creación de una Red Mundial de Educación para la Paz, fomentando estudios comunes sobre historia global, ética interdependiente, sostenibilidad, inteligencia emocional y ciudadanía planetaria en todos los niveles de enseñanza. Se persigue el objetivo de transformar el modelo educativo hacia una cultura de paz, cooperación y trabajando por la desaparición de la discriminación y del todavía no extinto racismo.

 

FASE III: Largo Plazo (7 a 15 años). Consolidación de un nuevo paradigma

 

Requerimos un Tratado Global De Reducción Progresiva De Armas Nucleares a cero, e inspirado en el Tratado de Prohibición de Armas Nucleares (TPAN), pero respaldado por las tres grandes potencias. El propósito es la reducción a menos de 500 ojivas operativas por país antes de 2040, con destrucción total antes de 2050, con verificación mediante inspecciones mutuas y multilaterales y tecnología satelital conjunta. La consolidación de un sistema global de salud y alerta temprana ante pandemias, mediante una red de vigilancia epidemiológica, intercambio inmediato de datos, y producción conjunta de medicamentos esenciales, fundamentado en la lección aprendida tras el COVID-19 como es que ninguna nación está a salvo sola. El ingreso de todos los países a un pacto climático de tercera generación, con sanciones efectivas por incumplimiento, metas obligatorias, y acceso a tecnología de adaptación para los países más vulnerables, con el propósito de evitar que el aumento de temperatura supere los 1.5 °C y preservar la biodiversidad, y la constitución de un Foro Mundial de Civilizaciones que se convierta en un espacio permanente para el diálogo intercultural, espiritual y filosófico, liderado por intelectuales, científicos, líderes religiosos, humanistas y de libre pensamiento de todos los continentes. El Objetivo sería reconciliar las visiones del mundo, erradicar la lógica del choque de civilizaciones, y promover una narrativa compartida de humanidad.

 

¿Utopía o visión estratégica?

 

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Toda gran transformación comenzó siendo un sueño que parecía irreal. El Plan Marshall (1948), liderado por Estados Unidos fue calificado por muchos contemporáneos como un derroche imposible tras una guerra devastadora, y sin embargo, se convirtió en el programa más exitoso de reconstrucción económica y de estabilización política en la historia moderna, permitiendo la recuperación de Europa Occidental. (Hogan, The Marshall Plan: America, Britain, and the Reconstruction of Western Europe, 1987).

La creación de las Naciones Unidas en 1945, surgida del trauma de dos guerras mundiales, fue concebida como un intento audaz de diseñar una gobernanza global. Muchos eran escépticos sobre su viabilidad, pero logró establecer, por primera vez, un marco normativo para la paz, los derechos humanos y la cooperación internacional (Claude, Swords into Plowshares: The Problems and Progress of International Organization, 1984). Su gran logro es haber evitado la tercera guerra mundial. Obviamente, debe reinventarse, mejorar y reconstituirse sin perder toda la experiencia que ha transitado, adatándose a la realidad del presente y del futuro.

Otra “utopía” alcanzada fue la caída del Muro de Berlín en 1989 que fue considerada por analistas como un evento improbable sin una guerra previa. Pero sucedió, impulsada por la presión ciudadana, los cambios internos en la URSS y la lucidez de líderes como Gorbachov, Kohl y Reagan, que optaron por la prudencia histórica en lugar de la provocación (Sarotte, 1989: The Struggle to Create Post-Cold War Europe, 2009). Este hecho nos hace pensar en volver a ese momentum, para comprender que allí todos nos dimos cuenta a nivel mundial sí, se había logrado abrir la puerta a un mundo de paz, y que esto es posible… si lo convertimos en la estrategia de todos.

La reconciliación franco-alemana, imposible de imaginar tras dos guerras mundiales, se volvió un símbolo de integración gracias a la visión de estadistas como Charles de Gaulle y Konrad Adenauer, quienes comprendieron que el perdón, la cooperación económica y la memoria compartida eran más poderosos que el resentimiento nacionalista (Krotz, Flying Horses: The Franco-German Alliance in the Making of European Security, 2011). Este fue el inicio de la creación de la Unión Europea, impensable en 1950.

Todos estos momentos utópicos tuvieron un factor en común, hubo líderes que se atrevieron a pensar más allá del ciclo electoral, que entendieron que el verdadero legado no está en los votos ganados, sino en los futuros posibles que se abren para la humanidad. Hoy, el mundo no necesita más hegemonías ideológicas. Estas ya no resuelven conflictos, por el contrario, los multiplican. La multipolaridad no puede convertirse en una lucha de titanes, sino en un pacto entre ellos con el resto de la humanidad. La paz duradera solo será posible si las grandes potencias reconocen que su seguridad depende de la seguridad de todos, y que su prosperidad se sostiene únicamente si el mundo no colapsa a su alrededor. Necesitamos liderazgos éticos, alianzas globales y propósitos compartidos. Esta no es una consigna idealista, es una necesidad histórica. Porque lo que nos jugamos no es solo la paz entre Estados, ni siquiera el futuro de un sistema económico globalizado. Lo que está verdaderamente en el tapete es la continuidad de la civilización humana en condiciones habitables, dignas y sostenibles. Y si eso no merece una nueva visión estratégica, entonces ya no es la historia la que duerme. Somos nosotros quienes habremos cerrado los ojos.

 

El temblor puede ser un renacer


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La advertencia de Napoleón con el despertar de China no tiene por qué ser el principio del fin. Puede ser —si lo manejamos con sabiduría, dignidad y visión compartida— el principio de una nueva etapa en la evolución de la humanidad. No estamos condenados a repetir la historia de imperios enfrentados ni de civilizaciones que se anulan. Estamos llamados, esta vez, a superarla. China ha despertado, sí, pero también puede despertar Estados Unidos, y Rusia de su nostalgia imperial. Podemos —si decidimos hacerlo— sustituir el temor, por la cooperación, la competencia destructiva, por la corresponsabilidad estratégica, y el deseo de dominio, por el deber de preservar la vida. No es hora de competir entre las potencias. Es la de cooperar por la supervivencia. Y más aún, por el florecimiento de lo humano, por el destino de las naciones, de los habitantes y de las familias, y por la continuidad del planeta como hogar de todos.

Estados Unidos, China y Rusia —con todos sus errores, virtudes y contradicciones— tienen hoy una oportunidad irrepetible, la de liderar no una guerra más, sino el salto de conciencia que necesita nuestra especie. Así, el mundo puede elevarse cuando cada nación —junto a las otras— comprende que la historia no está escrita… que el futuro aún no ha sido decretado… y que la grandeza ya no consiste en vencer al otro, sino en salvarnos juntos. Que tiemble entonces el mundo… más no por el estruendo de las armas, sino más bien por el estremecimiento de una humanidad que, por fin,abre los ojos… y elige vivir…

Si desea darnos su opinión o contactarnos puede hacerlo en psicologosgessen@hotmail.com... Que la Divina Providencia Universal nos acompañe a todos…

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© Fotos e Imágenes Gessen&Gessen

 

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