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Al dejar esta vida ¿seguimos existiendo?

Los átomos de nuestro cuerpo siguen vivos, las religiones hablan de vida eterna. Pero ¿qué dice la ciencia de la conciencia? ¿Sigue después?


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La historia inmortal de los átomos y el misterio de la conciencia

 

La pregunta es tan antigua como la humanidad. ¿Qué dice la ciencia? ¿Qué piensa nuestra conciencia? Como psicólogos y librepensadores no buscamos imponer certezas, sino abrir una manera de mirarlo. La ciencia nos ofrece un dato firme, los átomos no desaparecen, no mueren, solo se transforman. Lo cual nos invita a dar un paso más, porque tal vez la conciencia comparta ese mismo destino. Y la vida nos recuerda una exigencia cotidiana como es hacerlo con la serenidad de que nada se pierde, solo cambia, incluso aquello que llamamos seres conscientes. Quizá lo que somos no sea más que corrientes de átomos y energía, momentáneamente organizadas como cada uno de nosotros, pero atravesadas por una chispa de conciencia que, al separarse del cuerpo, retorna al Universo y a la gran Conciencia Universal. En ese puente entre lo comprobable y lo misterioso no encontramos una verdad absoluta, aunque sí una esperanza lúcida que, como la materia, también nuestra conciencia participe de una historia sin fin.

 

Testimonio de Elena M, 46 años, una médica en cuidados intensivos: “He acompañado a decenas de personas en su último aliento. Siempre me impresiona lo mismo… un instante de quietud en el que el cuerpo parece apagarse, pero en la mirada o en el gesto final se percibe algo que trasciende lo biológico. Para mí es evidente que la conciencia no muere allí. Se desprende, se libera del cuerpo. Los átomos regresan a la tierra, pero la energía o la luz que animaba a esa persona siento que sigue su camino en otra dimensión…”

 

El origen del polvo cósmico

 

Cuando alzamos la mirada al cielo estrellado, pocas veces recordamos que lo que contemplamos arriba es también lo que corre por nuestra sangre, y palpita en nuestras células. El Universo comenzó hace unos 13 mil 800 millones de años, en el instante inicial que llamamos Big Bang. Durante los primeros instantes del Universo ocurrió la llamada nucleosíntesis primordial. Allí, protones y neutrones recién formados se combinaron para dar lugar a núcleos ligeros y así nacieron el hidrógeno y el helio, junto a trazas de litio y berilio. Nada más. Estos átomos primigenios, invisibles y simples, serían el ladrillo con el que el Universo se atrevería a construir todo lo que existe. Hoy, el hidrógeno sigue siendo el elemento más abundante del cosmos, presente en el agua que bebemos, y en cada molécula orgánica que sostiene la vida.

 

Testimonio de Carl G, 24 años, un estudiante de física cuántica: “Cuando explico que los átomos que forman nuestro cuerpo tienen 13.800 millones de años, me invade un escalofrío. Todo lo que soy estuvo presente desde el inicio del Universo. Si la materia es inmortal, en mi interior no puedo creer que la muerte sea un corte total, más bien es una reinmersión en ese océano universal de dónde venimos.”

 

El fuego de las estrellas

 

Pasaron cientos de millones de años hasta que la gravedad reunió esas nubes de hidrógeno y helio en esferas ardientes y surgieron las primeras estrellas. Allí comenzó un proceso asombroso, la fusión nuclear estelar. Tres núcleos de helio se unieron para dar lugar con el del carbono, el carbono, a su vez, fusionó con helio para formar oxígeno, y cadenas de reacciones sucesivas produjeron nitrógeno, silicio y otros elementos intermedios. Cada estrella era una fábrica de elementos químicos, y cuando llegaba su fin como estrella, expulsaba al espacio su legado atómico. Así, los ingredientes de la vida se esparcieron como polvo brillante en la oscuridad del cosmos.


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Estrellas creadoras de las supernovas

 

Las estrellas más masivas vivieron rápido y culminaron en las explosiones creadoras de las supernovas. En sus últimos instantes, sus núcleos produjeron hierro, límite de la fusión energética. Y en la explosión misma, mediante procesos de captura de neutrones, surgieron los elementos más pesados como el oro, uranio, plomo, y platino. En tiempos recientes, la astronomía confirmó que también las colisiones de estrellas de neutrones forjan metales preciosos. El evento denominado GW170817, observado en 2017, reveló que esas mutaciones cósmicas producen oro y platino en cantidades inimaginables. Es decir, los anillos en nuestros dedos o los chips de nuestras computadoras tienen su origen en las renovaciones de las estrellas.

 

La herencia de la Tierra

 

Hace unos 4.540 millones de años, en una esquina espiral de la Vía Láctea, una nube de gas y polvo interestelar comenzó a contraerse bajo la fuerza de la gravedad. No era un polvo cualquiera ya que estaba enriquecido con los átomos que generaciones de estrellas habían forjado en sus corazones y entregado al cosmos en su renacimiento. De ese evento nació el Sol, y a su alrededor giraba un disco incandescente, donde las partículas se fueron agrupando como semillas en una rueda ardiente. Allí, en ese disco protoplanetario (Safronov, 1972; Chambers, 2010), millones de distintos fragmentos se encontraron, chocaron y crecieron. Eran los planetesimales, diminutos mundos embrionarios que, con el tiempo, se fundieron en cuerpos más grandes. Uno de ellos fue nuestra Tierra, que aún joven y violenta recibió el impacto de Theia, un objeto del tamaño de Marte. De aquella colisión nació la Luna (Canup & Asphaug, 2001), y la Tierra se convirtió en un planeta distinto, marcado para siempre por su satélite.

En su interior, el calor de los choques y de la radiactividad encendió un proceso de diferenciación. Los metales más densos, hierro y níquel, se hundieron hasta formar el núcleo, dándole a la Tierra su corazón, el campo magnético que aún hoy nos protege (McDonough & Sun, 1995). Los elementos más ligeros, oxígeno, silicio y aluminio, ascendieron y dieron forma a la corteza, mientras que el hidrógeno y el oxígeno se juntaron en mares.


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El aire, en sus primeros tiempos, fue una mezcla espesa de nitrógeno, dióxido de carbono y vapor de agua (Kasting & Catling, 2003). El oxígeno libre, ese que respiramos, tardaría más de mil millones de años en aparecer gracias al trabajo silencioso de las cianobacterias.

El agua de los océanos pudo venir en parte de los volcanes, pero también de cometas y asteroides que entregaron sus hielos a la joven superficie (Morbidelli et al., 2000). Cada gota de lluvia que hoy toca el suelo tiene, pues, una historia cósmica que se remonta a las profundidades del espacio.

Todo lo que contemplamos —montañas, ríos, bosques, animales y nosotros mismos— proviene de ese inventario cósmico heredado de estrellas que mutaron antes de que existiéramos. La Tierra no es un accidente aislado, sino un capítulo de la gran historia química del Universo.

 

La danza de la vida

 

Con el descubrimiento de microfósiles de hace 3.770 millones de años en precipitados hidrotermales, se establece la edad de la vida temprana (Dodd, M. S., Papineau et al… 2017). En los mares primitivos de la Tierra, los átomos comenzaron a bailar de una manera inédita. Hasta entonces habían formado rocas, minerales, océanos y atmósferas. Pero aquel día —que duró millones de años— ocurrió un prodigio porque ciertos átomos se unieron en moléculas capaces de replicarse, de conservar memoria y de transformarse. (Szostak, J. W., 2017). Allí nació la vida.

La ciencia nos habla de protocélulas, de estromatolitos fósiles y de microbios arcaicos que aún podemos reconocer en piedras ancestrales (Allwood et al., 2006). No eran más que diminutos filamentos y membranas, pero guardaban un secreto incomparable, habían descubierto cómo perpetuar la existencia. Desde entonces, la vida no ha parado de reinventarse.

Cada ser vivo que existió compartió un mismo caudal de materia. Los átomos de carbono que sostienen nuestras células es posible que fueran parte de un helecho jurásico, del esqueleto de un dinosaurio o de la atmósfera primitiva. El oxígeno que respiramos pudo haber pasado por los pulmones de un mamut, por la savia de un árbol milenario o por los océanos donde cambiaron para siempre el destino del planeta al liberar oxígeno en el aire (Lyons et al., 2014). El calcio que endurece nuestros huesos habitó probablemente en las conchas de moluscos del Cretácico o los arrecifes levantados por corales extinguidos hace millones de años.

El cuerpo humano es, en este sentido, un reciclaje cósmico. Nada en nosotros es nuevo, somos configuraciones transitorias de átomos que ya estaban aquí miles de millones de años antes de nosotros (Christian, 2018). Al igual que los ríos que nunca llevan la misma agua, nosotros tampoco conservamos los mismos átomos a lo largo de la vida, los recibimos en la comida, del aire que respiramos, del agua, luego los usamos como el hierro en nuestra sangre, y los devolvemos cada vez que salen de nuestro cuerpo como una lágrima, cuando sudamos, o como las células de nuestra piel cuando las renovamos… Permanentemente en nuestro cuerpo entran y salen átomos.

 

Testimonio de un monje budista, 60 años: “Para nosotros la conciencia no es una posesión individual, sino un proceso que fluye. La muerte de un cuerpo es como cuando un meandro se seca, el agua no desaparece, continúa en otro cauce. Así entiendo mi vida, como un tramo de un río infinito que no comenzó conmigo ni terminará conmigo.”

 

La inmortalidad de la materia


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Una de las certezas más bellas que la ciencia ofrece es que Los átomos son inmortales. No murieron con los dinosaurios, no mueren con nosotros, ni siquiera con las estrellas. Se transforman, se reorganizan, pero nunca desaparecen (Smil, 2017). Cuando nuestro cuerpo biológico se disuelve, lo que ocurre no es un final, sino una reincorporación al ciclo eterno del Universo. Lo que hoy llamamos “nosotros” o “yo” es apenas una partitura momentánea escrita en la gran sinfonía de la materia. Nuestros átomos tienen una genealogía cósmica desde el Big Bang, forjados en estrellas, reciclados en la Tierra, y ahora, reunidos por un instante fugaz para sostener este cuerpo consciente. Al mirarnos en un espejo, deberíamos recordar que somos —literalmente— el Universo recordándose a sí mismo.

 

¿Y la conciencia, dónde queda?

 

Científicos han indagado si el Universo tiene conciencia. También lo hacen los filósofos. El punto es que la ciencia nos muestra con certeza que los átomos nunca mueren, por lo que surge inevitablemente la pregunta: ¿qué ocurre con la conciencia? ¿Se apaga con el cese de la actividad cerebral o, al contrario, podría tener la misma continuidad que la materia, siendo tan antigua como el Universo mismo? Este es el umbral donde la ciencia se enfrenta con el misterio. Para algunos neurocientíficos, la conciencia es un fenómeno emergente y aparece cuando la complejidad neuronal alcanza cierto grado de integración electroquímica (Koch, 2019). Pero otras corrientes han osado ir más allá. Filósofos han planteado el “problema difícil de la conciencia” para explicar no solo los mecanismos cognitivos, sino la vivencia subjetiva, el “cómo se siente” ser un yo o una persona (Chalmers, 1996). Nosotros hemos llegado a pensar que —de acuerdo a la mayoría de las religiones— si Dios es omnipresente, y está en todas partes, en cada átomo o partícula es porque es todas las partes. Entonces, en la creación Él se colocó en cada sitio del Universo, lo que nos hace obvio que en nuestra conciencia, siendo una parte del todo, Dios igualmente está allí. Si la conciencia desapareciera con lo que denominan muerte, moriría una parte de la conciencia Divina. Para quienes creemos que existe esto no es posible. Por ello, nuestra conciencia es eterna.

Algunos teóricos, sugieren que la conciencia podría estar ligada a procesos cuánticos fundamentales en los microtúbulos neuronales, conectando lo mental con las leyes profundas de la física (Hameroff & Penrose, 2014). Otros, como Giulio Tononi, proponen la Teoría de la Información Integrada, que describe a la conciencia como una propiedad intrínseca de cualquier sistema capaz de integrar información, incluso más allá de los cerebros biológicos (Tononi, 2004).


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Los credos religiosos

 

Las religiones, por su parte, han ofrecido desde siempre una respuesta convergente como es la continuidad de la vida. El cristianismo habla de la vida eterna. El islam, del más allá y del juicio final. El hinduismo y el budismo, de la reencarnación o la transmigración. Las tradiciones indígenas, de la unión con los ancestros y con la naturaleza. La idea central es que la conciencia no se extingue, sino que trasciende el cuerpo.

En filosofía, Thomas Nagel, profesor en NYU, ha señalado que la visión materialista de la mente está incompleta. En su libro (Mind and Cosmos, 2012), advierte que la conciencia no puede ser explicada solo en términos físicos, y se pregunta si el Universo no estará orientado, desde su origen, hacia la emergencia de mentes conscientes. “La conciencia es un hecho central de la naturaleza que necesita una explicación cósmica”, indicó. Así, en el diálogo entre ciencia, filosofía y religión, encontramos un terreno común porque aunque divergen en sus explicaciones, todas reconocen que la conciencia es un misterio radical. Tal vez, como sugieren algunos físicos y filósofos, la conciencia no sea un mero epifenómeno del cerebro, sino una dimensión constitutiva del Universo, presente desde el origen, como lo son el espacio, el tiempo y la materia.

 

Testimonio de Magda P, 38 años, una mujer que perdió a su hijo: “Cuando mi hijo murió pensé que nunca volvería a sentirlo. Pero con el tiempo entendí que sigue conmigo de otras maneras, en las moléculas de agua que bebemos, en los recuerdos que me habitan, en las emociones que despierta en todos los que lo quisieron. Creo que su conciencia está en paz, integrada en algo mayor. No necesito imaginarlo como un fantasma… me basta con saber que nada de lo que fue se perdió...”

 

La conciencia como huésped en los campos del cuerpo

 

Pensemos por un momento que la conciencia no nace en el cerebro o el corazón como algo aislado, sino que llega a sus campos magnéticos desde el propio Universo. Así como los átomos que nos forman fueron creados en el Big Bang y en las estrellas, la conciencia podría existir desde siempre, como parte de un campo universal invisible que traspasa todo.

Cuando un cuerpo humano se forma, ese conjunto de átomos organizado en órganos y sistemas vitales crea también campos magnéticos y eléctricos. El corazón y el cerebro son los más potentes. Cada latido y cada impulso neuronal generan ondas que se pueden medir. Allí, en esa trama magnética del cuerpo, la conciencia encontraría un lugar donde instalarse, como un viajero que entra en una casa para habitarla por un tiempo.


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Qué dice la ciencia… ¿La “muerte” no existe?

 

Durante la vida, la conciencia se manifiesta en esos campos magnéticos, se expresa en pensamientos, emociones, recuerdos, decisiones. El cerebro le da forma y el corazón le aporta color y ritmo, integrando lo racional con lo afectivo. Pero llega un momento en que el organismo no puede sostenerse más, lo que buena parte de la humanidad ha llamado “muerte”, ignorando una ley universal esencial, la de Lavoisier: la materia y la energía no se destruyen, solo se transforma: “nada se crea, nada se pierde, todo se transforma”. Rudolf Clausius, uno de los fundadores de la termodinámica, estableció el Primer Principio de la Termodinámica, aseverando que la energía no se destruye, solo se transforma. Enrico Fermi formalizó cómo la energía interna de un sistema se conserva y solo cambia de forma. Einstein concluyó el concepto de la conservación como un principio general: la materia puede transformarse en energía y viceversa, pero el total permanece constante, al establecer la equivalencia masa–energía con su famosa fórmula.

 

El cambio de vida

 

En ese instante de renovación de vida, los campos magnéticos del corazón y del cerebro colapsan, se disuelven… Y la conciencia, que estaba alojada en ellos, se libera. No se destruye, no se apaga, sino que regresa al gran campo de conciencia del Universo, del que nunca estuvo separada. Del mismo modo en que los átomos que conformaron nuestro cuerpo vuelven al ciclo de la materia —para ser parte de rocas, mares, plantas, animales o incluso de otras formas de vida o de otros humanos en gestación—, la conciencia vuelve al flujo universal del que proviene.

Así como la materia se recicla, también la conciencia podría transformarse. Lo que hoy es “yo” no desaparece: se reintegra en la Conciencia Suprema del Universo, recuperando la memoria de todo lo que hemos sido desde el principio de los tiempos. Al separarnos del cuerpo, creemos que la conciencia despierta a su amplitud total, recordando no solo esta vida, sino la continuidad de existencias que nos enlazan al propio Big Bang. Dicho en palabras sencillas: la “muerte” no es un final, sino un regreso. El cuerpo, hecho de átomos inmortales, vuelve a la Tierra y al cosmos, y la conciencia, chispa de una conciencia infinita, retorna a su fuente. Y en esa certeza encontramos a la ciencia gritando una esperanza única: nada se pierde, solo se transforma.

 

La Conciencia Suprema en los campos magnéticos cósmicos


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Resulta legítimo preguntarnos: ¿podría la Conciencia Suprema del Universo —que muchos identifican con un Dios inmanente porque está presente en todo cuanto existe— alojarse en los campos magnéticos y energéticos del cosmos entero?...

Sí, desde la física sabemos que el Universo está impregnado de campos fundamentales: el campo electromagnético definido como omnipresente, el campo gravitatorio que no es una fuerza en el sentido clásico, sino la curvatura del espacio-tiempo producida por la materia y la energía, y los campos cuánticos del vacío que existen incluso en el vacío del espacio-tiempo y producen fenómenos como la radiación de Hawking. En estos campos no hay rincón del espacio donde no se extiendan. Son continuos, omnipresentes y estructuran la materia. Para nosotros, es sugerente imaginar que esa “trama de campos” no es solo un escenario físico, sino también el soporte de una Conciencia Universal que, como un océano, contiene y enlaza todas las conciencias particulares, así como la teoría de las cuerdas explica la interconexión cuántica de las partículas.

De la misma forma como el cerebro y el corazón necesitan un campo organizado para sostener una conciencia individual, el Universo, con su inmenso campo magnético intergaláctico y su tejido cuántico, podría ser el “espacio de resonancia” de una Conciencia Suprema. Si unimos los campos con lo que la “teoría de las supercuerdas” de la física cuántica expone, que las partículas fundamentales se conciben como cuerdas u ondas vibrantes inmersas en un “tejido cuántico” multidimensional. En este sentido, el Universo o Dios, no estaría fuera ni encima del Universo, sino vibrando en sus propios campos, sosteniendo la experiencia de todas las formas de vida.

 

Testimonio de Juan G: Un hombre sabio: “Tengo 92 años y no le temo a la muerte. Sé que mi cuerpo volverá a la tierra, que mis átomos formarán parte de otras vidas. Y creo firmemente que mi conciencia se reintegrará en la conciencia del Universo. En vez de sentir miedo, siento gratitud porque he sido parte de esta gran sinfonía cósmica y lo seguiré siendo. La muerte, para mí, es volver a casa…”

 

La Tierra como ser consciente

 

¿Podría la Tierra misma, con sus campos magnéticos y eléctricos globales, alojar una conciencia superior, una conciencia planetaria? La ciencia hace 80 años, planteó con Joseph Larmor la simiente que se convirtió en el imponente cuerpo de conocimiento actual sobre cómo se crea el campo magnético de la Tierra. Esta semilla ahora nos describe cómo el núcleo líquido del planeta genera ese campo que envuelve a la Tierra como un escudo, y se conecta con la ionosfera, la atmósfera y la biosfera. A su vez, todas las formas de vida que habitamos la Tierra generamos campos bioeléctricos y estamos inmersos en esa misma resonancia global. Esto nos permite percibir a la Tierra como un ser consciente en sí mismo. No solo como un conjunto de rocas, mares y organismos, sino como una unidad viviente en la que la suma de todas las conciencias humanas, animales, vegetales y de los propios sistemas naturales que conforman una Conciencia Planetaria.

Esta idea nos trae a la memoria la hipótesis Gaia de James Lovelock, que concibe a la Tierra como un sistema autorregulado. Nosotros proponemos un paso más audaz, que esa autorregulación no sea solo física, sino también consciente. Si cada ser humano es un nodo de conciencia, y todos estamos inmersos en el campo magnético terrestre, entonces la conciencia de la Tierra podría ser la integración superior de todas las conciencias que la habitan, además de la materia y átomos.

En ambos casos —el Universo y la Tierra— hablamos de conciencia inmanente alojadas en campos magnéticos y energéticos que ya sabemos que existen. Lo que varía es la escala. En el primer caso, una Conciencia Cósmica que sostiene todo y, en el segundo, una Conciencia Planetaria que articula la vida en la Tierra. En un nivel menor están nuestras propias conciencias en cada conglomerado de átomos que llamamos seres humanos.

Nuestra hipótesis se mantiene: La conciencia no se limita a la biología ni al cerebro. Puede instalarse en los campos de organización que la materia produce en cada nivel. Y así como nosotros somos conciencias locales, la Tierra podría ser una conciencia mayor, y el Universo, la Conciencia Suprema de la que todos participamos: Dios.

 

El diálogo entre la Tierra y el Sol


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Desde tiempos remotos, los pueblos que vivían bajo cielos polares miraban con asombro las luces danzantes de las auroras boreales. Las llamaban mensajes de los dioses, espíritus que bailaban o puertas hacia otros mundos. La ciencia moderna nos dice algo distinto, pero no menos fascinante, que esas luces son el resultado del choque entre las partículas cargadas del Sol y el campo magnético de la Tierra.

El Sol no es un astro inmóvil. Vibra, respira, palpita. Sus tormentas solares lanzan al espacio vientos de plasma que viajan millones de kilómetros hasta alcanzarnos. La Tierra, a su vez, responde con su magnetosfera, envolviendo al planeta en un escudo invisible. Cuando esas corrientes solares penetran en los polos, el cielo se ilumina de verde, violeta, rojo… Una concierto de partículas que se transforma en luz. Pero si abrimos la mente, y nos preguntamos: ¿Y si esas auroras fueran también un lenguaje, un contacto entre conciencias cósmicas?... Si la Tierra es un ser consciente, y si el Sol, con sus campos magnéticos y su vitalidad, también lo es, entonces las auroras serían la traducción visible de ese encuentro. No palabras, sino corrientes, no frases, sino destellos que surcan el cielo en silencio. ¿Y si en los campos magnéticos del sol reposa también parte de la conciencia suprema y existe alguna conciencia solar?

Si fuera sí, en ese diálogo, la Tierra recibe la energía de su estrella madre y la transforma en belleza. Y nosotros, seres conscientes hechos de átomos estelares, asistimos como testigos a esa plática cósmica y luminosa y nos impregnamos de su energía.

Lo cierto es que al contemplar una aurora, o simplemente al ver el firmamento cada noche, intuimos que no estamos solos, que habitamos en un Universo vivo, donde los planetas y las estrellas también participan de una conciencia superior, y donde todo —desde el hierro en nuestra sangre hasta la luz que nos calienta— forma parte de una misma historia de comunión cósmica. Las auroras, entonces, no son solo un espectáculo natural. Son un recordatorio de que la vida, la materia y la conciencia se entrelazan en un diálogo eterno. Y al mirarlas comprendemos que también nosotros somos parte de ese idioma universal, y de ese lenguaje subrepticio entre la Tierra y el Sol.

 

Testimonio de Lianabel H, 40 años: una psicóloga existencial: “En la clínica veo que lo que más angustia a los pacientes no es morir, sino creer que todo termina en la nada. Cuando trabajamos desde la idea de continuidad —de que nuestros átomos, nuestras huellas y tal vez nuestra conciencia se transforman— esa angustia se suaviza. La serenidad llega al comprender que la muerte no es borrón, sino una transformación. Es un alivio pensar que la conciencia puede regresar a la fuente universal del sentido...”

 

De ningún modo dejamos de vivir

 

Y llegamos así a la pregunta inicial, que sigue vibrando sin respuesta definitiva: ¿hay vida después de la vida?... La ciencia nos entrega certezas parciales, que los átomos han vivido siempre, que la materia y la energía no se destruyen, solo cambian de forma. La filosofía y la psicología nos evocan que la manera en que enfrentamos esta incógnita determina el modo en que vivimos hoy y que las religiones y las creencias, con sus múltiples lenguajes, insisten en la continuidad de la vida.

Nuestra propuesta desde la psicología es sencilla aunque radical: no negamos el misterio, sino que lo asumimos. Para nosotros, la conciencia —como los átomos— podría no extinguirse con la muerte biológica, sino reintegrarse en la gran Conciencia Universal de la que nunca ha estado separada. Que así como la materia circula de estrella en estrella, de roca en roca y de cuerpo en cuerpo, también la conciencia podría ser un flujo mayor, una corriente inagotable en la que participamos por un tiempo bajo nuestro nombre. El cambio de vida no es un final, sino un retorno. Tal vez lo que somos —átomos y conciencia— esté destinado a volver a la fuente que lo origina todo, el Universo vivo. Y si esto es así, entonces podemos vivir con serenidad, sabiendo que nada de lo que somos se pierde. Ni la materia que nos forma ni la chispa consciente que nos anima. Todo se transforma, todo regresa, todo continúa. No solo la materia y la energía, también nuestra memoria, nuestra historia íntima, y aquello que llamamos individualidad.

Seguiremos siendo nosotros mismos en la realidad. Nada de lo vivido se pierde, lo que hemos sido permanece inscrito en los tejidos universales y los campos del Universo, como huellas indelebles que la conciencia guarda y que, al liberarse del cuerpo, regresan a la gran memoria cósmica de la que formamos parte desde el principio de los tiempos. Al mirar las auroras danzando en el cielo polar, comprendemos que formamos parte de una conversación eterna entre planetas y estrellas, así como existe un diálogo entre átomos y conciencias. Somos testigos y partícipes de un Universo que se piensa y se siente a sí mismo a través de nosotros. Y allí, en ese puente entre lo comprobable y lo misterioso, entre lo humano y lo cósmico, entre la vida y el cambio de ella, encontramos nuestra certidumbre de que la historia de la conciencia, como la historia de los átomos, no tiene fin. Todavía nos preguntamos cómo será nuestra vida después, pero de lo que sí estamos conscientes es que seguiremos existiendo en toda nuestra personal dimensión…  Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Hasta la próxima entrega… Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…

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© Fotos e imágenes Gessen&Gessen

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