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Somos distintos pero una sola humanidad

La diversidad no nos separa, nos enriquece. Construyamos un mundo multirracial, pluricultural, humano y sin discriminación...

Fotos e imágenes Gessen & Gessen
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El origen del racismo: una construcción que podemos revertir

 

En los albores de la humanidad, cuando una tribu nómada llegaba a los dominios de otra, era común que surgieran tensiones. La tierra, los frutos, la caza, el agua y los refugios eran escasos, y la presencia de un grupo desconocido podía representar una amenaza directa a la supervivencia. Así, el temor al extraño —al que no compartía ni lengua, ni costumbres, ni rostro familiar— no era un prejuicio irracional, sino una respuesta instintiva de defensa ante lo incierto. En este contexto ancestral, surgió la desconfianza hacia el otro como un mecanismo adaptativo, que protegía al grupo y aseguraba sus recursos. No obstante, ese temor inicial, que pudo tener sentido biológico en un mundo hostil, fue transformándose con el tiempo en prejuicio, exclusión y luego en ideología.

Nadie nace racista. El racismo no es una característica innata de la naturaleza humana, sino una construcción social, cultural e histórica que ha sido aprendida, transmitida y reforzada a lo largo de generaciones. Desde la psicología evolutiva sabemos que los seres humanos, como especie gregaria, tienden a agruparse por afinidad, por parentesco, por costumbres compartidas, por lenguaje o territorio común. Esta tendencia a formar grupos —clave para la supervivencia en los clanes prehistóricos— también implicaba diferenciar entre “nosotros” y “ellos”, lo familiar y lo extraño. Sin embargo, esa distinción natural no implicaba, en sus orígenes, odio ni jerarquía. Fue la historia —específicamente, las estructuras de poder— la que transformó la diferencia en desigualdad. Las diferencias físicas visibles, como el color de la piel, el tipo de cabello, o los rasgos faciales, así como las culturales —como la lengua, la religión o las formas de vestir— comenzaron a utilizarse como herramientas para justificar la dominación. No fue la ciencia la que definió quién era superior o inferior, sino las necesidades políticas y económicas de imperios, colonizadores, esclavistas y dictadores.

El racismo, tal como lo conocemos, se consolidó como un sistema que otorgaba privilegios a unos y negaba derechos a otros, basado en criterios arbitrarios y pseudocientíficos. Fue promovido por ideologías que buscaban legitimar la explotación, el genocidio, la esclavitud y la exclusión. Así nació el racismo estructural. No como una opinión individual, sino como un mecanismo colectivo profundamente arraigado en instituciones, leyes, discursos y costumbres. Pero si el racismo fue construido, también puede ser deconstruido. Y de hecho, eso es lo que ya ha comenzado a ocurrir. La conciencia ética y psicológica de nuestra época, fortalecida por los movimientos de derechos humanos, la ciencia moderna y la creciente interacción entre culturas, nos permite entender que la diversidad humana no es una amenaza, sino una riqueza. Comprender esto no solo es posible… es urgente. Porque el verdadero progreso de la humanidad no será medido por su poder tecnológico, sino por su capacidad de reconocerse en el otro, sin importar su origen.

 

Breve historia del racismo: del dolor al despertar colectivo

Desde las primeras grandes civilizaciones, la discriminación por origen o pertenencia étnica ha sido una herramienta de poder. En el Egipto faraónico y la Roma imperial, los pueblos conquistados eran esclavizados sin importar su raza, pero con la expansión colonial europea en los siglos XV al XIX, la noción de “raza” comenzó a adquirir un carácter jerárquico, político y moral.

El comercio transatlántico de esclavos, impulsado por potencias como Portugal, España, Inglaterra, Francia y los Países Bajos, convirtió a más de 12 millones de africanos en mercancía humana. Este proceso —documentado por historiadores como David Eltis y Marcus Redik en The Rise of African Slavery in the Americas y Marcus Rediker (The Slave Ship: A Human History, 2007)— no solo implicó su captura, el traslado forzado y la explotación, sino también la deshumanización sistemática de pueblos enteros, al punto de justificar la esclavitud como un “orden natural”.

Simultáneamente, las poblaciones indígenas de América, África, Asia y Oceanía fueron arrasadas o marginadas. El proceso de colonización no solo implicó violencia física, sino también epistemicidio como lo es la destrucción del saber y la cultura de los pueblos sometidos. Como concluyó el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos, “la colonización no fue solo territorial, sino también del pensamiento” (Epistemologies of the South, 2014).

En el siglo XIX, el racismo adquirió una nueva legitimidad bajo el manto de lo que para entonces denominaban “la ciencia”. Doctrinas como el darwinismo social, promovidas por autores como Herbert Spencer, y teorías raciales pseudocientíficas como las de Arthur de Gobineau en su obra, "Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas" (Essai sur l'inégalité des races humaines, 1853), intentaron clasificar a la humanidad en razas superiores e inferiores. La frenología, una pseudociencia popular en los siglos XVIII y XIX afirmaba que la forma y protuberancias del cráneo podían revelar rasgos de personalidad, inteligencia y carácter moral. Creada por Franz Joseph Gall, esta teoría fue desacreditada, pero influyó negativamente en ideologías racistas al asociar supuestas capacidades mentales con rasgos físicos, junto a la antropometría, que se trató de la medición del cuerpo humano, especialmente sus dimensiones y proporciones. En el siglo XIX se usó para clasificar a las personas por “razas”, asociando medidas craneales o corporales con inteligencia o valor humano, como hizo el criminólogo Cesare Lombroso. Asimismo, se establecieron prácticas para “probar” supuestas diferencias innatas entre blancos, negros, asiáticos e indígenas, alimentando prejuicios que se incorporaron a las leyes, la educación y las instituciones en buena parte del mundo.

El siglo XX fue testigo del horror extremo al que puede llevar el racismo institucionalizado. Entre 1933 y 1945, el régimen nazi en Alemania —guiado por una ideología de “pureza racial” y antisemitismo virulento— organizó el exterminio sistemático de seis millones de judíos europeos, así como de gitanos, homosexuales, personas con discapacidad y opositores políticos. Este crimen, conocido como el Holocausto, ha sido ampliamente documentado por el historiador Raul Hilberg (The Destruction of the European Jews, 1961) y fue juzgado en los Juicios de Núremberg, sentando precedentes en el derecho internacional por crímenes contra la humanidad. Pero, esa oscuridad marcó también un punto de inflexión. El mundo se estremeció, y de esa conmoción nació una nueva conciencia colectiva.

 

La humanidad despierta: derechos humanos, diversidad y dignidad

En 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas, proclamó que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. En las décadas siguientes, se derrumbaron sistemas de segregación como el apartheid en Sudáfrica (abolido en 1994) y se lograron avances en los movimientos por los derechos civiles en Estados Unidos, liderados por figuras como Martin Luther King Jr., quien afirmó: La injusticia en cualquier parte es una amenaza a la justicia en todas partes.

En Sudáfrica, la resistencia contra el sistema de apartheid —formalmente instaurado en 1948 y abolido en 1994— tuvo como símbolo mundial a Nelson Mandela, quien pasó 27 años en prisión antes de convertirse en el primer presidente negro del país y Premio Nobel de la Paz. En América Latina, intelectuales como Rigoberta Menchú (Premio Nobel de la Paz, 1992) visibilizaron la opresión histórica de los pueblos indígenas, exigiendo reconocimiento, derechos y respeto a sus culturas.

En Europa, tras siglos de etnocentrismo, la diversidad comenzó a ser integrada en las políticas públicas, aunque con desigualdades persistentes. En Asia, países como India abolieron el sistema de castas en sus constituciones modernas, aunque las prácticas sociales aún arrastran las huellas de jerarquías milenarias.

Aunque el racismo persiste, a menudo disfrazado de indiferencia estructural o desigualdad institucional, hoy las voces que lo denuncian son más fuertes, más diversas y mejor conectadas. Investigaciones contemporáneas en psicología social, como las de Mahzarin R. Banaji y Anthony G. Greenwald (Blindspot: Hidden Biases of Good People, 2013), muestran cómo incluso personas bien intencionadas pueden reproducir sesgos inconscientes, lo que revela la profundidad de las raíces culturales del racismo. A pesar de todo, el siglo XXI ha traído consigo nuevas herramientas para acelerar este despertar colectivo. La expansión de la educación universal, el acceso a la información científica abierta, el poder multiplicador de las redes sociales e incluso la inteligencia artificial, han permitido a millones de personas compartir sus historias, denunciar el racismo y celebrar la diversidad. La globalización cultural, lejos de ser una amenaza para las identidades, ha favorecido la creación de sociedades híbridas, multilingües y mestizas, donde las fronteras raciales pierden fuerza frente al intercambio cotidiano.

Estudios recientes, como los de Martha Nussbaum (Creating Capabilities, 2011), destacan que una ciudadanía global inclusiva requiere tanto la protección legal de los derechos como el cultivo de la empatía y la educación emocional. Asimismo, investigaciones de la UNESCO señalan que la educación para la diversidad es una herramienta poderosa contra el racismo estructural.

En el presente, millones de personas conviven, estudian, trabajan, se casan y sueñan más allá de las categorías impuestas por el pasado. El camino no está exento de retrocesos ni de nuevas formas de exclusión, pero la dirección de fondo es clara, el mundo ya no tolera pasivamente la discriminación racial. Cada acto de resistencia, cada ley de reparación, y cada gesto de reconocimiento al otro, fortalece esa conciencia planetaria que nos recuerda que la dignidad humana no tiene color. Cada generación educada en la igualdad, cada lucha por la reparación y la inclusión, y cada paso hacia una sociedad plural y justa, forman parte de ese largo camino —aún inconcluso— del dolor al despertar colectivo.

 

Causas que perduran, pero fuerzas transformadoras en marcha

El racismo no ha desaparecido… ha mutado. Persiste en formas veladas, como la discriminación oculta, las microagresiones cotidianas, la segregación escolar o residencial, o los prejuicios inconscientes que influyen en decisiones laborales, judiciales o médicas. La Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia (ECRI Report, 2022) ha señalado que incluso en democracias consolidadas, las personas racializadas enfrentan desventajas sistemáticas en el acceso a la justicia, la vivienda o la salud.

La psicología social contemporánea, sin embargo, ha demostrado que los prejuicios no son inevitables. Teóricos como Gordon Allport, en su obra clásica (The Nature of Prejudice, 1954), establecieron que el contacto intergrupal positivo —es decir, el encuentro respetuoso entre personas de diferentes orígenes— puede reducir significativamente los prejuicios, especialmente cuando se da en condiciones de igualdad y colaboración. Décadas después, este principio ha sido confirmado por metaanálisis de estudios internacionales (Pettigrew & Tropp, A Meta-Analytic Test of Intergroup Contact Theory, 2006).

Desde la neurociencia, investigaciones como las de Elizabeth Phelps y Mahzarin R. Banaji han revelado que el cerebro humano puede modificar sus respuestas emocionales automáticas ante grupos distintos. La amígdala, asociada a respuestas de miedo y alerta ante lo desconocido, puede desactivar su reacción con la exposición progresiva, el aprendizaje emocional y la empatía (Phelps et al., The Regulation of Emotional Responses to Racism, Nature Neuroscience, 2000). Es decir, el prejuicio no es un destino biológico, sino un patrón aprendido que puede desaprenderse y reconfigurarse.

Las nuevas generaciones están al frente de este cambio. En sus entornos escolares, digitales y laborales, viven en contacto con la diversidad y son más conscientes de las narrativas de exclusión. Estudios como los del Pew Research Center (2021) muestran que los jóvenes del siglo XXI son más sensibles a la justicia racial, más críticos con las estructuras de poder, y más propensos a exigir representación auténtica en medios, ciencia y política.

El aumento de la diversidad en posiciones de liderazgo, la expansión de contenidos multiculturales en medios de comunicación, y la consolidación de movimientos con campañas globales contra el racismo institucional, indican que estamos ante un cambio generacional profundo. La socióloga Patricia Hill Collins lo describe como un “desplazamiento del centro epistémico”, donde las voces antes silenciadas comienzan a redefinir los marcos de conocimiento, poder y ciudadanía (Intersectionality as Critical Social Theory, 2019).

En términos filosóficos y humanos, todo esto apunta a una verdad esencial, la del que el racismo se sostiene en el miedo, pero puede desmoronarse con el conocimiento, la compasión y la voluntad colectiva. Como concluye el psicólogo Steven Pinker, “la expansión de los círculos morales ha sido uno de los logros más esperanzadores de la civilización” (The Better Angels of Our Nature, 2011). Y en ese proceso, el cerebro humano no es un obstáculo, sino una promesa, ya que se puede aprender a amar lo que antes se temía.

 

El porvenir: un mundo multirracial y pluricultural

Afirmamos —con convicción profesional, ética y humana— que la humanidad avanza. Lo hace con pasos irregulares, a veces titubeantes, incluso enfrentando retrocesos, pero con una dirección clara. Vamos dejando atrás los prejuicios raciales y abriendo espacio a una comprensión más profunda de nuestra común humanidad. Y lo más inspirador no es solo que caminamos hacia la tolerancia, sino que comenzamos a celebrar activamente la diversidad como una riqueza y no como un problema.

La historia de la humanidad está marcada por el mestizaje y la mezcla cultural. Desde los antiguos imperios —como el persa, el romano o el otomano— que integraban pueblos diversos, hasta las migraciones modernas que han configurado ciudades como Nueva York, Londres o São Paulo, o países como Australia y Canadá, donde el encuentro entre culturas ha sido una constante (Boaventura de Sousa Santos, Epistemologies of the South, 2014). Sin embargo, nunca antes habíamos tenido la posibilidad real de construir una conciencia planetaria, donde la pluralidad no implique conflicto, sino posibilidad.

El Proyecto Genoma Humano, finalizado en 2003, reveló que entre cualquier par de seres humanos existe una coincidencia genética del 99.9 %, lo que desacredita por completo las categorías biológicas de “raza” que señalan que no somos diferentes (Collins et al., Science, 2003). Desde entonces, organismos internacionales han insistido en que la raza no es una realidad científica, sino una construcción social (UNESCO, Declaration on Race and Racial Prejudice, 1978).

En este contexto, soñamos con un mundo donde la palabra “humano” preceda a la de “raza” y que ésta última no sea necesaria para clasificar, sino simplemente para reconocer la riqueza racial de nuestra especie. Un mundo donde el mestizaje no sea una excepción anecdótica, sino la norma compartida, y donde las identidades no estén atadas únicamente al pasado, sino que se construyan en el presente, mediante vínculos reales, cotidianos y humanos.

Hoy, un niño blanco y una niña afrodescendiente pueden crecer en la misma aula, compartir historias, ideas y sueños. Una pareja formada por un migrante asiático y una europea puede criar hijos que dominen varios idiomas y naveguen con naturalidad entre culturas. Una comunidad indígena puede —y debe— ser reconocida no solo por su pasado, sino como portadora de conocimientos esenciales para el futuro, desde la medicina natural hasta la sostenibilidad ecológica (Escobar, Sentipensar con la Tierra, 2014).

Como señala Kwame Anthony Appiah, en relación a cómo definir la identidad del ser humano, expresa que la identidad del siglo XXI es una narrativa en movimiento, una mezcla constante de herencias, elecciones y relaciones (The Lies That Bind: Rethinking Identity, 2018). El futuro —si elegimos construirlo con inteligencia emocional y justicia social— será multirracial, pluricultural, interconectado y consciente.

Lo que antes fue separación, hoy es posibilidad de encuentro. Lo que generaba miedo, hoy puede transformarse en curiosidad, respeto y amor. Y lo que se usó para dividir, hoy puede servir para tejer un relato común, el de una sola humanidad que aprende, poco a poco, a reconocerse en su diversidad.

 

Sembrar esperanza, construir integración

Cada gesto cuenta. Cada acto de respeto —por mínimo que parezca— es una semilla contra la indiferencia. Una palabra inclusiva, una mirada sin prejuicio, una ley que protege sin distinción, o una historia que honra la dignidad de quien fue marginado, o un artículo de opinión, contribuyen a tejer el futuro que anhelamos. Hannah Arendt, afirma que “el poder nace cuando las personas actúan juntas” (The Human Condition, 1958). Y ese poder, en clave ética, se manifiesta en la construcción cotidiana de una convivencia más justa.

Creer en un mundo sin discriminación no implica ingenuidad. No es negar la historia, sino mirarla de frente y elegir transformarla. Sabemos de dónde venimos, de siglos de esclavitud, colonización, exterminios étnicos y jerarquías impuestas en nombre de falsas superioridades. Pero también estamos al tanto de que la historia no es una condena, es una materia viva que se reescribe con cada generación. Como recordó Desmond Tutu, arquitecto moral de la reconciliación en Sudáfrica: El perdón no cambia el pasado, pero amplía el futuro.

Desde la psicología humanista, autores como Carl Rogers y Abraham Maslow sostuvieron que todo ser humano tiene la capacidad de crecer hacia la comprensión, la empatía y la autorrealización si se le ofrecen condiciones adecuadas (On Becoming a Person, 1961), (Motivation and Personality, 1954). Hoy, estudios contemporáneos en educación y neurociencia social refuerzan esta idea: la empatía se aprende, los prejuicios pueden desaprenderse, y las sociedades pueden transformarse desde el aula, la ley, el arte, y la convivencia diaria (Decety et al., The Social Neuroscience of Empathy, 2009). La Declaración de Durban (ONU, 2001), surgida de la Conferencia Mundial contra el Racismo, proclamó que la diversidad humana es un patrimonio valioso y no un problema a resolver. Esa afirmación es hoy más urgente que nunca. En un planeta interconectado, la integración no puede ser un favor que se concede, sino un derecho que se reconoce y se garantiza. El futuro que visualizamos es mestizo, plural, solidario y profundamente humano. No será construido por decreto, sino por acción colectiva y ética cotidiana. Está en nuestras manos, en cómo educamos a los niños, en cómo legislamos, en cómo narramos la historia, en cómo elegimos convivir.

 

Un destino común: una sola humanidad

No hay camino sencillo hacia la superación del racismo. Es un proceso largo, lleno de contradicciones, marcado por heridas históricas y resistencias persistentes. Pero también es un viaje posible. Y lo más importante es que es un viaje necesario. Lo que hemos recorrido como especie —desde la esclavitud al despertar de los derechos humanos, desde el prejuicio hasta la conciencia global, desde el miedo a la diversidad hasta su celebración— nos ha enseñado que el cambio no ocurre solo desde arriba, ni únicamente en las leyes, sino también desde abajo, en nosotros, en las palabras, en las decisiones cotidianas. La ciencia ha desmontado la idea de raza como categoría biológica. La historia ha desmentido la supremacía como argumento de civilización. La ética y la psicología nos han mostrado que la empatía puede aprenderse, que el respeto puede enseñarse, y que el futuro puede imaginarse de otro modo. Hoy, más que nunca, sabemos que la diversidad no nos debilita, por el contrario nos enriquece y fortalece como personas, comunidades o ciudadanos de una nación.

Por eso, elegimos hace décadas un compromiso de —en nuestra medida— trabajar por la integración de la humanidad. Creemos como profesionales, como ciudadanos, como seres humanos, que la unificación, el respeto y la justicia no son utopías, sino horizontes posibles. Que un mundo sin discriminación no solo es deseable sino que es alcanzable, si cada generación siembra conciencia y cultiva compasión. Y así, paso a paso, palabra a palabra, ley tras ley, mirada tras mirada, podremos construir durante este siglo de extraordinarios avances científicos y tecnológicos que concluya con una civilización que no se defina por las fronteras que trazó, sino por los puentes que fue capaz de tender. Porque al final, nadie llega al mundo con odio en su conciencia. Ningún niño nace viendo enemigos en los rostros diferentes, ni despreciando una lengua que no entiende, ni rechazando una piel que no es la suya. El odio se aprende, sí… pero por eso mismo también podemos enseñar el amor. Lo decimos con la certeza que nos ha dado la vida, la psicología, el periodismo, y la experiencia de escuchar miles de historias donde aprendimos que el racismo, el desprecio, y la exclusión no están escritos en los genes, se transmiten como un legado roto, pero no irreversible. Y si el miedo al otro fue sembrado por generaciones anteriores, también nosotros podemos plantar y cultivar algo distinto. Podemos enseñar a mirar con respeto, a escuchar con empatía, a convivir con ternura, a celebrar la diferencia como un regalo, y no como una amenaza. Creemos profundamente que el corazón y las emociones humans estás hechos para el vínculo, no para la separación. Que la conciencia humana, cuando se libera del prejuicio, late al compás de la compasión. Por eso, elegimos aportar —con nuestras palabras y nuestros actos— que amar no solo es posible, es más bien el mayor aprendizaje de todos. Ese es nuestro destino más noble, ser una sola humanidad, diversa, libre y reconciliada consigo misma… si esto te resuena en tu conciencia, camina con nosotros…

Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Hasta la próxima entrega… Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…


 


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