¿Te has planteado una vida sin hijos?
- Maria Mercedes y Vladimir Gessen
- 4 jul
- 16 Min. de lectura
Cada vez más personas en el mundo deciden no tener descendencia. ¿Qué hay detrás de esta transformación íntima y ahora más colectiva?
Durante milenios, tener hijos no fue una elección personal, sino una necesidad estructural y evolutiva. En las primeras comunidades humanas —cazadoras y recolectoras, y luego agrícolas— la reproducción era sinónimo de supervivencia colectiva. Cada nuevo ser traído al mundo no solo representaba una esperanza vital frente a la alta mortalidad infantil, sino que aportaba brazos para recolectar frutos, piernas para desplazarse con el clan, y, con el tiempo, inteligencia colectiva para enfrentar los desafíos de la naturaleza. Como señalan los antropólogos evolucionistas Kim Hill y Hillard Kaplan, la cooperación intergeneracional fue una estrategia clave para la supervivencia del Homo sapiens.
La procreación no solo garantizaba la continuidad biológica del linaje, sino también aseguraba la transmisión del conocimiento, el cuidado mutuo en la vejez, y la defensa del territorio frente a amenazas externas. En un entorno impredecible y hostil, tener hijos no era un derecho ni una expresión de afecto, era un imperativo biológico, económico y cultural.
No obstante, en pleno siglo XXI, este vínculo primigenio entre reproducción y supervivencia se ha debilitado, cuando no desaparecido. En muchas regiones del mundo —especialmente en sociedades industrializadas, urbanas y tecnológicamente avanzadas— tener hijos ha dejado de ser un mandato social o una urgencia vital, y se ha convertido en una opción personal, frecuentemente postergada o directamente descartada. Las tasas de natalidad descienden sostenidamente desde hace décadas, incluso por debajo del nivel de reemplazo generacional de 2.1 hijos por mujer, según datos del World Population Prospects de Naciones Unidas. La pregunta entonces emerge con una fuerza renovada y filosóficamente inquietante: ¿por qué en distintos países estamos dejando de tener hijos si seguimos siendo humanos? ¿Qué ha cambiado en nuestra conciencia, en nuestra cultura o en nuestra visión del futuro para que aquello que durante decenas de miles de años fue central —dar vida— hoy sea para muchos, como prescindible o incluso cuestionable?
Testimonio 1: "No quiero ser madre porque amo la vida"
Laura C., 32 años, Madrid: "No quiero tener hijos. No porque odie a los niños, sino porque amo demasiado la vida como para traer a alguien a sufrirla en estas condiciones. Miro el mundo y me cuesta ver esperanza. El cambio climático avanza, las guerras resurgen, la desigualdad crece. ¿Qué le diré a un hijo si me pregunta por qué lo traje al mundo? Para mí, no es miedo. Es responsabilidad."
La angustia del futuro
Uno de los factores más profundos en la caída de la natalidad es la ansiedad existencial. Una buena parte de los jóvenes que no desean hijos citan el cambio climático y sienten que el futuro es turbador. Cerca del 44% de padres de entre 18 y 49 años dicen que no es muy probable o nada probable que tengan hijos algún día de acuerdo a estudios del Pew Research Center.
David Benatar (Better Never to Have Been, 2006) sostiene que la existencia implica sufrimiento, y no traer seres humanos al mundo puede ser una forma de compasión.
Testimonio 2: "Decidimos no tener hijos, pero sí construir algo juntos"
Juliana y Martín, 41 y 43 años, Bogotá: "Formar una familia no siempre significa tener hijos. Nosotros hemos elegido ser pareja sin hijos, pero con proyectos comunes que dan sentido a nuestra vida. Acompañamos a nuestros padres, educamos a niños en zonas vulnerables, viajamos, nos escuchamos. Lo que falta no es un hijo, sino un mundo donde toda infancia pueda ser cuidada."
Evolución de la consciencia
No es solo un cambio demográfico, es un cambio de consciencia. Como plantea Yuval Noah Harari en Homo Deus (2015), por primera vez podemos redirigir nuestros impulsos biológicos. La decisión de no tener hijos puede ser tan significativa como la de tenerlos, es una afirmación de libertad, compasión y responsabilidad planetaria.
Byung-Chul Han observa que la fatiga de ser uno mismo también afecta la crianza. Vivimos en una cultura del rendimiento que agota. La reproducción se convierte en una exigencia más.
Testimonio 3: "Mi hijo no es un legado, es un compañero de vida"
Rafael S., 40 años, maestro rural, Oaxaca, México: "Tuve un hijo no para que me cuide ni para dejar herencia, sino para compartir la vida. Criarlo es una decisión consciente. Cada día me enseña algo nuevo. A quienes eligen no tener hijos los respeto profundamente. Para mí, lo importante es que sea una decisión libre, tomada desde el amor, no desde la culpa ni la presión social."
Lo que viene
Estamos viviendo una transición entre dos formas de habitar la vida. En la antigua, tener hijos era garantizar el linaje. En la nueva, será una opción consciente. No se trata de negar la maternidad o la paternidad, sino de redefinirlas. Tal vez la verdadera evolución consista en que criar a un ser humano deje de ser un mandato, y se convierta en un acto libre, amoroso y profundamente humano.
¿Qué países tienen tasas de fertilidad
por debajo del "nivel de reemplazo"?
Según Our World in Data, en 2021, 152 zonas, aproximadamente el 63 % de la población mundial, registraban niveles de fecundidad por debajo del nivel necesario para mantener la población. Los países con tasas de natalidad especialmente bajas incluyen en Asia a Taiwán con 1,11 hijos, Corea del Sur con 1,12 y Singapur con 1,17. En Europa, prácticamente todos los países presentan tasas entre 1,2 y 1,6 hijos por mujer, incluyendo Italia, España, Polonia, Portugal, Grecia, Croacia, Bosnia y Herzegovina, Lituania, Letonia y otros.
Según Euronews y Worldmapper, los países con más de 10 millones de habitantes que han experimentado descendencia poblacional son Italia, Portugal, Polonia, Rumanía, Grecia, Ucrania y Bulgaria
El portal World Population Review destaca los países con proyecciones de reducción poblacional marcadas entre 2024 y 2050. Entre ellos, Bulgaria perdería el 20 % de su población, Lituania el 20,7 %, Letonia: el 21,1 %, Ucrania ya cayó de 43,7 millones en 2020 a 37,9 millones de habitantes en 2024, perdiendo 5,8 millones de ucranianos. También decrecerán Serbia, Bosnia, Croacia, Moldavia, Japón, Albania, Rumanía, Grecia, Estonia, Hungría, Polonia, Georgia, Portugal, Macedonia del Norte, Cuba e Italia. Japón, ya en declive desde 2011, tiene una rata de merma del 0,5 % anual y ha decrecido tres millones personas desde 2008: de 128 a 125 millones, y se proyecta que disminuirá hasta los 87millones hacia 2070. Corea del Sur bajó de 0,81 a 0,72 hijos/mujer entre 2021 y 2023 y tuvo población decreciente desde 2020. China se encuentra en fase de disminución desde 2022, con una rata de -0,2 % anual en 2023. Italia ha disminuido un millón de habitantes entre 2011–2022, y proyecta perder el 12,5 % de su población hacia 2050. La población en estas zonas está decayendo.
Estos datos reflejan una profunda transformación demográfica global. Venezuela ha perdido en las últimas dos décadas cerca del 30 % de su población, según Naciones Unidas. Este fenómeno, que antaño era exclusivo de zonas rurales o remotas, ya afecta a grandes naciones.
Cuando tener hijos, era vital
Durante la mayor parte de la historia humana —desde el Paleolítico hasta bien entrado el Neolítico— tener hijos no era una expresión de deseo individual ni una forma de realización personal, era literalmente, una apuesta por la supervivencia del grupo. Los hijos eran el seguro de vida de los padres, ya que cuidaban, alimentaban y protegían. Y en las primeras aldeas agrícolas, ese rol se intensificó. Los niños se convertían, desde temprana edad, en trabajadores esenciales del campo, en cuidadores de animales, y en aprendices de las herramientas y de los mitos.
La antropóloga Sarah Blaffer Hrdy ha demostrado que la maternidad humana evolucionó como una compleja red de cooperación, donde el éxito reproductivo dependía tanto del entorno como de la alianza entre madres, abuelas, tíos, y otros cuidadores (Mother Nature, 1999). La alta mortalidad infantil —frecuentemente superior al 40% antes de los cinco años— forzaba a las familias a tener numerosos hijos, confiando en que al menos algunos sobrevivieran.
Además, la reproducción estaba estrechamente ligada al prestigio social y a la pertenencia simbólica. En muchas culturas, un hombre no era considerado completo si no dejaba descendencia masculina. Una mujer no era valorada si no paría. Esta presión cultural reflejaba un mandato evolutivo más profundo. Desde la biología, Richard Dawkins, en El gen egoísta (1976), plantea que los organismos tienden a desarrollar comportamientos que maximicen la replicación de sus genes. En este sentido, el impulso reproductivo no era una invención cultural sino una estrategia evolutiva profundamente arraigada. El deseo de tener hijos, entonces, emergía no solo del afecto o la tradición, sino de un mandato genético codificado en lo más profundo de nuestra biología.
Cambio de época: de supervivencia a proyecto personal
Con la llegada de la modernidad —y de forma más aguda con la revolución industrial y el ascenso del Estado-nación— se trastocó la antigua ecuación entre procreación y supervivencia. El ser humano comenzó a construir instituciones que sustituyeron progresivamente las funciones esenciales de la familia extensa como lo eran las escuelas para educar, hospitales para curar, sistemas de salud pública para prevenir, redes de seguridad social para asistir en la vejez. Como describe el sociólogo Ulrich Beck en La sociedad del riesgo (1986), se consolidó un nuevo tipo de individuo cada vez más autónomo, más expuesto, y también más reflexivo sobre su papel en el mundo.
En este nuevo concepto, la crianza dejó de ser una tarea compartida por la comunidad para convertirse en un proyecto intensivo de la pareja nuclear o, incluso, de uno solo de los padres. Se espera que cada hijo reciba no solo alimento y techo, sino también atención emocional, educación integral, acompañamiento afectivo, estímulo intelectual, disciplina sin autoritarismo, y desarrollo personal pleno. Como muestra Elisabeth Badinter en La mujer y la madre (1980), la maternidad moderna se ha vuelto tan exigente que muchas mujeres la experimentan como una renuncia a sí mismas más que como una vía de realización. Pero quizás el giro más radical ha sido cultural y simbólico por el ascenso de la autonomía femenina. Con la entrada masiva de las mujeres a la educación, el control sobre su fertilidad mediante anticonceptivos, como señala la OMS y estudios del Guttmacher Institute, y su incorporación progresiva al mundo laboral, las mujeres dejaron de estar “obligadas” a ser madres para tener un lugar en la sociedad. Muchas —por decisión, por convicción o siguiendo su propósito de vida— eligen no serlo. Y esa elección, lejos de ser una negación de la vida, es una afirmación de su libertad.
Hoy el sentido de la vida ya no gira exclusivamente en torno a la familia biológica. Aparecen nuevos relatos de la identidad como la realización personal, el arte, la espiritualidad, la causa social, el compromiso político, la búsqueda de bienestar psicológico, la libertad de movimiento, o simplemente el disfrute de la existencia sin obligaciones parentales. Como señala el filósofo Zygmunt Bauman en Amor líquido (2003), vivimos en una era donde las relaciones se vuelven más frágiles, pero también más electivas. Se elige con quién estar, cuándo y cómo. Del mismo modo, se decide si traer o no una nueva vida al mundo.
En este cambio de época, tener hijos ha pasado de ser una necesidad a una posibilidad profundamente consciente. Y ese tránsito, aunque desafiante, revela quizás el más bello de los logros humanos, su capacidad de elegir el tipo de amor, de vínculo y de legado que queremos construir.
Solo un hijo puede despertar el amor filial
y su fuerza transformadora
Hay una verdad íntima, poderosa y silenciosa que atraviesa la historia humana: como lo es que quien ha tenido un hijo, ha sentido un tipo de amor que no se parece a ningún otro. Ni al amor romántico, ni al de la amistad profunda, ni siquiera al amor espiritual por la humanidad. Es un vínculo visceral y al mismo tiempo místico, que nace no solo del cuerpo, sino del alma… Es el amor filial.
Quienes deciden no tener hijos por convicción, por circunstancia o por vocación, viven otras formas de plenitud y merecen el mismo respeto. Pero también es cierto que quienes no han tenido hijos no experimentan —ni podrían imaginar con precisión— lo que es ese lazo irreductible que nace entre madre o padre e hijo. Y no se trata de superioridad, sino de diferencia existencial.
Un hijo, desde el primer instante en que es concebido, cambia para siempre la percepción del tiempo, del cuerpo, del miedo y del sentido. Es un otro que nos habita, que nos desborda, que nos exige renunciar a la comodidad y al ego. Pero en esa renuncia también hay una expansión desconocida de la conciencia porque aparece un amor que protege sin pedir nada, que vela sin horario, que perdona sin esfuerzo. Es —como diría Viktor Frankl— uno de los caminos privilegiados para salir de uno mismo y orientarse hacia un “tú” que se convierte en destino.
El amor filial es también la fuerza estructurante de la familia. Aunque una familia puede sostenerse en el amor entre adultos, la presencia de hijos introduce una dimensión que une en torno a algo que trasciende a la pareja y a todos los miembros de la familia. El hijo activa roles, despierta ternuras dormidas, obliga a negociar diferencias, y proyecta hacia el futuro. Una familia con hijos no es más valiosa, pero sí más desafiada a crecer en generosidad, compromiso y permanencia.
Asimismo, la felicidad que proporciona un hijo no es continua ni perfecta. Está tejida de incertidumbre, cansancio, miedo y conflicto. Pero también de carcajadas inesperadas, asombro cotidiano, orgullo profundo y una forma de alegría que nace no de lo que se logra, sino de lo que se acompaña. En un nuevo abrazo a un nuevo e íntimo ser querido. Tal vez por eso tantos padres y madres dicen que “la vida comenzó realmente” cuando llegó su primer hijo. No porque antes no fueran personas completas, sino porque descubrieron una dimensión de sí mismos que solo se revela cuando se ama a alguien que depende totalmente de uno, y a quien se ama con la certeza de que algún día lo dejaremos ir.
Testimonio 4: “Con mi hija descubrí el milagro cotidiano”
Alicia R., 36 años, diseñadora, Perú: “Antes de tener a Lucía, creía que sabía lo que era el amor. Había amado a mi pareja, a mis padres, a mis amigos… pero esto fue otra cosa. Es como si alguien hubiera encendido una luz dentro de mí que no sabía que existía. Me asusta pensar que algún día sufrirá, que le rompan el corazón, que enfrente la crueldad del mundo… pero también me llena de asombro verla descubrirlo todo. Cada palabra nueva, cada abrazo, cada mirada suya me recuerda que la vida, en su forma más pura, todavía tiene sentido.”
Testimonio 5: “Un hijo es el espejo que me obligó a mejorar”
David C., 45 años, médico, Santiago de Chile: “Cuando nació mi hijo, pensé que iba a enseñarle todo lo que sé. Pero fue él quien me enseñó a mí. Me enseñó paciencia, humildad, empatía. Aprendí a controlar mi enojo, a escuchar con atención, a pedir perdón. Tener un hijo no me hizo mejor hombre por arte de magia… me obligó a querer serlo cada día. Porque sé que me observa. Y ese espejo que me devuelve me compromete más que cualquier juramento.”
Testimonio 6: “Ser madre me dio raíces y me dio alas”
Sofía T., 51 años, trabajadora social, Madrid: "Mis dos hijos no me quitaron libertad. Me la dieron. Antes de ser madre, vivía para mí, sin saber muy bien para qué. Desde que ellos existen, sé que todo tiene dirección. No se trata de vivir a través de ellos, ni de sacrificarme como mártir, sino de entender que el amor real implica presencia. Gracias a ellos aprendí a poner límites, a confiar, a caerme y levantarme. Me enseñaron que el amor no siempre es bonito, pero sí es verdadero. Y eso me sostuvo incluso en mis momentos más oscuros.”
Lo que dicen las religiones
En las tradiciones abrahámicas —judaísmo, cristianismo e islam— el mandato “Creced y multiplicaos” (Génesis 1:28) ha sido interpretado históricamente como una orden divina para reproducirse y poblar la Tierra. Durante siglos, tener hijos fue considerado no solo un deber religioso, sino una señal de bendición divina y de continuidad del pueblo elegido. Pero ¿qué ocurre cuando un creyente decide, de forma libre y consciente, no tener hijos? ¿Vive en contradicción con su fe? ¿Está desobedeciendo sus propias creencias? ¿O está respondiendo a ese mismo Dios con una comprensión más profunda del amor, la compasión y la misión existencial?
El caso de ANA
Es una mujer de 27 años que acude al psicólogo —católica practicante— con una preocupación por un sentimiento de culpa…
Ana: Doctor … no sé cómo explicarlo sin sentirme culpable. Soy creyente, creo profundamente en Dios, en la vida, en el amor… pero no quiero tener hijos. Lo he pensado mucho. Y aunque hay amor en mí, algo me dice que mi camino va por otro lado. Pero… ¿y el “creced y multiplicaos”? ¿Estoy desobedeciendo a Dios?
Psicólogo: Ana… lo que acabas de expresar es de una honestidad enorme. Y lo primero que quiero decirte es pienso que Dios no se ofende cuando lo buscamos con verdad. La duda también puede ser una forma de oración.
Ana (mirando hacia abajo): Pero me educaron creyendo que ser mujer es ser madre. Que es lo natural, lo correcto. Siento que si renuncio a eso, renuncio a algo esencial. Y al mismo tiempo… siento paz cuando imagino mi vida sin hijos. Sirviendo, acompañando, enseñando…
Psicólogo: Tal vez lo que está en juego aquí no es una renuncia, sino una fidelidad. No a una tradición, sino a tu vocación más profunda. Mira, en el Génesis, ese “creced y multiplicaos” fue dado a la humanidad en sus inicios. El mundo estaba vacío. Hoy está sobrepoblado. Quizás ahora Dios nos pide algo más que cantidad: nos pide calidad de presencia, de conciencia, de amor.
Ana: ¿Entonces no es obligatorio tener hijos para agradar a Dios?
Psicólogo: Creo que Dios no contabiliza vientres, Ana. Contempla corazones. ¿Recuerdas a Jesús? Nunca tuvo hijos biológicos. Pablo tampoco. Pero sus vidas dieron frutos eternos. No todos estamos llamados a lo mismo. San Pablo decía: “Cada uno tiene su don particular”. El tuyo… puede ser dar vida de otras formas. Y eso también es obedecer a Dios.
Ana: Pero… ¿y si me arrepiento un día? ¿Y si envejezco sola?
Psicólogo: Es una pregunta legítima. Pero nadie tiene asegurada la compañía, ni siquiera quienes tienen hijos. Lo importante es vivir con sentido, no con miedo. Y si un día esa voz interior cambia, también eso será válido. Lo importante no es tener hijos por deber, sino vivir como madre del amor, del consuelo, del conocimiento… aunque no gestaras un bebé.
Ana: Gracias… me siento aliviada. Como si Dios también pudiera estar en mi decisión. Como si no estuviera sola…
Psicólogo: Dios no está fuera de tus decisiones, Ana. Está en tu conciencia lúcida y amorosa. Está en tu libertad, que es también su don. No tener hijos, o tenerlos es tu opción o decisión, es tu libre albedrio y estoy seguro de que Dios te acompañará sea cual sea el camino que tomes...
Del mandato literal al discernimiento espiritual
Hoy, muchos teólogos —tanto judíos como cristianos y musulmanes— reconocen que los textos sagrados no deben leerse como órdenes mecánicas, sino como invitaciones a la reflexión moral en contextos históricos distintos. En el Antiguo Testamento, “Creced y multiplicaos” se da en un contexto de creación primigenia, donde poblar la tierra era esencial para la supervivencia y expansión de la humanidad. Pero en el Nuevo Testamento, Jesús nunca repite ese mandato. Más aún, elogia la elección del celibato voluntario “por causa del Reino de los cielos” (Mateo 19:12), reconociendo que no todos están llamados a la misma misión. San Pablo, por su parte, dice: “Cada uno tiene su don particular de Dios” (1 Corintios 7:7), y alienta a quienes no sienten el llamado a casarse o tener hijos a vivir plenamente su vocación espiritual.
En el judaísmo reformista y en sectores del islam contemporáneo, también se reconoce que no todos los creyentes están llamados a formar familias biológicas, sino que pueden aportar al mundo desde otros modos de fecundidad: espiritual, intelectual, social. En la religión católica baste decir que el celibato lo siguen desde el Papa, hasta los sacerdotes y monjas.
Conciencia, no culpa
Desde una psicología espiritual, lo importante no es si alguien cumple con un mandato literal, sino si su decisión nace de una conciencia serena, amorosa y libre. No tener hijos por miedo, por trauma o por rechazo al otro puede cerrar el alma. Pero no tenerlos por amor al prójimo, por cuidado del planeta, por fidelidad a una vocación interior… puede ser también una forma de responder a Dios con madurez y autenticidad. Una persona de fe que elige no tener hijos no está necesariamente rechazando a Dios. Puede estar, incluso, profundizando su relación con lo divino.
La libertad de elegir
En estos tiempos de libertad, donde una parte de la humanidad puede elegir su destino sin imposiciones sociales ni biológicas, cada camino es un acto de conciencia. Decidir no tener hijos puede ser una afirmación de autonomía, de responsabilidad ecológica, de fidelidad a un llamado interior. Es una decisión válida, legítima y, muchas veces, profundamente ética. Pero no podemos —ni debemos— olvidar que con esa elección también se renuncia a algo singular, al amor filial. Ese amor que nace sin condiciones, que transforma incluso los rincones más egoístas de la conciencia, que obliga a madurar, a temer, a proteger y a dejar ir. Ese amor que no se puede explicar del todo con palabras, y que quienes lo viven lo describen como una forma de felicidad que brota no del logro, sino del lazo, fue nuestra decisión, tuvimos 4 hijos.
El no tener hijos no nos hace menos humanos, pero tenerlos sí puede hacernos descubrir dimensiones de humanidad que tal vez no sabíamos que teníamos.
Y esa es la paradoja que este siglo nos regala, ya que podemos elegir. Pero toda elección conlleva una pérdida. Lo importante es que sea una pérdida consciente, no impuesta. Que decidamos con amor y con verdad. Que sepamos que toda vida, con hijos o sin ellos, puede ser plena si está habitada por el amor, el sentido, la compasión y la coherencia. Porque al final, la verdadera maternidad o paternidad —biológica o no— consiste en haber amado tanto, que otro ser humano haya florecido gracias a nosotros.
Nuestro testimonio: El amor que se multiplicó
Supimos que estábamos destinados a compartir la vida cuando, en un acto tan sencillo como profundo, uno preguntó: —¿Quieres ser la madre de mis hijos?
Y la respuesta vino con una claridad luminosa, sin duda ni espera: —Claro que sí.
No fue una pregunta cualquiera. Era una declaración de amor en su forma más plena. Porque no se trataba solo de compartir el presente, sino de imaginar un futuro tejido de seres que serían mitad de uno, y mitad del otro… y al mismo tiempo mucho más.
Con el tiempo, cada uno de nuestros hijos llegó como una bendición única. Con cada uno de ellos, el amor no se dividía, sino se multiplicaba. Sentíamos que no solo crecía la familia, sino también nuestra propia capacidad de amar, de ceder, de reír, de proteger, y de construir un hogar que tuviera raíces y alas. Cada hijo reforzó ese nexo invisible pero indestructible que nos une, como si el amor entre nosotros cobrara forma y voz en cada uno de ellos.
Criarlos no fue siempre fácil. Hubo noches de desvelo, preocupaciones, aprendizajes a prueba y error. Pero también existen risas y alegrías, miradas cómplices, primeros pasos, sueños compartidos… Y en todo eso, descubrimos una de las formas más sublimes de la felicidad, como lo es ver crecer a quienes amamos como una extensión del amor que nos tenemos. Hoy, ese amor, bienestar y felicidad se ha prolongado en la alegría de dar la bienvenida a tres nietos y cinco nietas, que han traído nuevas formas de ternura, orgullo y esperanza. Cada uno de ellos nos recuerda que el amor, cuando es verdadero, no se agota, solamente se hereda, se siembra y florece.
Hoy, cuando miramos hacia atrás, comprendemos que padre y madre fue uno de los actos más transformadores y reveladores de nuestra existencia. Que aquellos que eligen no serlo tienen también su verdad y su belleza, pero que nosotros, al decir sí a ese proyecto de amor encarnado en nuestros hijos y nietos, tocamos una dimensión de la conciencia que solo el amor filial puede revelar… Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Hasta la próxima entrega… Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…
María Mercedes y Vladimir Gessen, psicólogos
(Autores de “Maestría de la Felicidad”, “Que Cosas y Cambios Tiene la Vida” y de “¿Qué o Quién es el Universo?”)
Comments