Presidente Trump: ¿Acorazados en la era de drones y misiles?
- Vladimir Gessen
- hace 2 horas
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Poder real o escenografía del dominio: La guerra moderna se organiza en torno a redes de drones y de misiles, y no en plataformas únicas...
La sola idea de construir hoy un acorazado aunque con misiles, y bautizados como “clase Trump”, despierta preguntas inevitables: ¿Estamos ante una decisión estratégica… o más bien un gesto simbólico anclado en el pasado? ¿Qué nos dice la historia, la tecnología y —sobre todo— la psicología del poder…
El ocaso del cañón como eje naval
Durante la primera mitad del siglo XX, el acorazado fue el rey de los mares. Su lógica era simple, un blindaje extremo más una artillería colosal significaba supremacía. Pero a finales del siglo pasado esa ecuación se quebró definitivamente con tres rupturas tecnológicas. La primero fue la aparición y desarrollo de la aviación naval junto al portaviones. Luego, fue el surgimiento del misil teledirigido, capaz de golpear a cientos de kilómetros con precisión quirúrgica, y ahora hipersónico y con inteligencia artificial, lo que desplazó el centro del poder desde el cañón al cielo. Por último, y en este siglo irrumpe la guerra en forma de red, donde la cantidad vale más que el sólido acero.
Desde hace décadas, las grandes armadas abandonaron la fabricación de acorazados. No por nostalgia superada, sino por pura racionalidad estratégica. El último intento de prolongar su vida —la reactivación de los Iowa en los años ochenta— fue una solución coyuntural de la Guerra Fría, y no un regreso doctrinario.
Satélites, drones y misiles: el golpe final
La guerra contemporánea terminó de cerrar definitivamente el ciclo del gran buque artillado. Hoy, drones aéreos, navales y submarinos armados —guiados por satélites inteligentes, sistemas de posicionamiento global y redes de datos en tiempo real— enjambres autónomos de bajo costo y misiles de precisión —incluidos los hipersónicos— transformaron aquello que durante décadas fue símbolo de supremacía naval en lo que ningún estratega moderno desea, un blanco caro, visible y prioritario.
En este nuevo escenario, el tamaño dejó de ser fortaleza. Se volvió vulnerabilidad. La lógica que durante el siglo XX justificó acorazados y grandes plataformas —blindaje, potencia de fuego concentrada, presencia intimidatoria— ha sido derrotada por una razón mucho más simple y letal como es detectar primero, golpear desde lejos y saturar. Hoy no se trata de resistir impactos, sino de evitarlos, y eso solo lo logra lo pequeño, lo móvil y el armamento disperso.
Ucrania: la evidencia empírica que ningún estratega puede ignorar
La guerra en Ucrania terminó de demostrar, en tiempo real y ante los ojos del mundo, esta transformación radical del campo de batalla. Rusia, heredera de una tradición militar basada en plataformas grandes, blindadas y costosas, vio cómo tanques, buques, sistemas antiaéreos y depósitos estratégicos eran destruidos o inutilizados por drones relativamente baratos, conectados a constelaciones satelitales, inteligencia artificial y sistemas de guiado remoto, junto con misiles de precisión de largo alcance. El hundimiento del crucero Moskva no fue solo una derrota material, fue un símbolo histórico. Un buque grande, orgulloso y visible fue neutralizado explotando su principal debilidad, como fue ser detectable, rastreable y predecible desde el espacio. En tierra ocurrió lo mismo. Drones comerciales adaptados, municiones merodeadoras y misiles guiados por información satelital demostraron que no hace falta dominar el espacio con acero, sino con información, coordinación y alcance. Un sistema caro puede ser destruido por uno barato si el primero es grande y el segundo es inteligente.
Misiles: la negación definitiva del acorazado
Los misiles modernos —antibuque, balísticos, de crucero e hipersónicos— representan la negación conceptual del acorazado. No necesitan enfrentarlo, ni acercarse, ni medir fuerzas. Lo anulan desde la distancia, apoyados por sensores espaciales, radares remotos y redes de mando distribuidas. Un misil no se intimida por el tamaño del casco. Un enjambre de drones aéreos, terrestres o submarinos no se detiene ante el blindaje. Un sistema de saturación no pelea contra el buque porque realmente lo desborda. Así, la guerra contemporánea y en el futuro inmediato no castiga la debilidad sino la rigidez.
Y nada es más rígido hoy que un gran buque artillado, diseñado para un mundo que ya no existe. En la era de los drones guiados por satélites inteligentes y misiles de precisión, la supervivencia no pertenece al más grande, sino al que mejor se adapta, se dispersa y se oculta. El acero dejó de ser destino. La información y las redes distribuido tomó su lugar.
El costo oculto del gigantismo
Construir cualquier buque —anunciados “Clase Trump”— como un destructor moderno ya implica cifras de 2 a 3 mil millones de dólares por unidad. Un acorazado nuevo superaría con facilidad los 10 o 15 mil millones, sin contar décadas de mantenimiento, tripulación, combustible y protección, los cuales pagamos los ciudadanos. Cada uno de ellos equivale, en términos de oportunidad, a cientos de plataformas distribuidas como son los drones, misiles, sensores, y submarinos silenciosos. Sistemas que sobreviven incluso cuando partes del conjunto son destruidas. Mientras, el acorazado, en cambio, vive o muere como un todo.
El concepto clave: poder distribuido
Este es el núcleo del debate. La guerra moderna ya no se organiza en torno a plataformas únicas, sino a redes. Distribution power significa repartir el poder en muchos nodos pequeños, separar sensores de armas, conectar todo mediante información en tiempo real y aceptar que algunos nodos caerán… pero aun así continuarán combatiendo los otros. El poder militar moderno reside en la red, no en la plataforma. Sensores, armas y decisores no necesitan estar en el mismo nodo. Es la lógica de Internet aplicada al conflicto, si un nodo cae, la red sigue viva. El modelo antiguo apostaba a un león gigantesco. El actual confía en una bandada coordinada.
Entonces… ¿por qué pensar en un acorazado hoy? Aquí la pregunta deja de ser técnica y se vuelve política… y psicológica.
Un acorazado no es solo un arma: es, ante todo, un símbolo.
Un buque es concebido para comunicar grandeza, dominio, continuidad histórica y fuerza visible en estos tiempos. Es un escenario flotante del poder, pensado tanto para ser visto como para combatir. No obstante, el acorazado clase Trump encaja más en una narrativa personalista del poder que en la lógica fría y técnica de la defensa nacional contemporánea. No demuestra necesariamente una intención narcisista explícita, pero sí revela una preferencia marcada por lo espectacular antes que por lo eficiente, por la imagen antes que por la funcionalidad estratégica.
La historia enseña que los líderes excesivamente apegados a los símbolos tienden a cometer un error recurrente, como confundir la apariencia del poder con su capacidad real. Y en la guerra moderna, esa confusión se paga caro. Henry Kissinger advirtió, a lo largo de su obra, que la percepción del poder es un componente central de la política internacional. Para él, los Estados no actúan solo en función de capacidades objetivas, sino de cómo esas capacidades son percibidas por aliados y adversarios. Sin embargo, Kissinger también fue claro en algo que a menudo se omite, como es que la imagen solo es eficaz cuando está respaldada por una capacidad real y creíble. Cuando la brecha entre símbolo y sustancia se agranda, la percepción deja de proteger y pasa a tratar de engañar.
En el siglo XXI, un acorazado puede impresionar a la opinión pública, pero no intimida a los misiles, no confunde a los satélites ni sobrevive a los enjambres de drones. La imagen del poder sigue siendo relevante —Kissinger tenía razón en eso—, pero ya no basta. Cuando el símbolo no coincide con la lógica tecnológica del tiempo histórico, se convierte en un gesto vacío, incluso peligroso. La guerra moderna no castiga la falta de grandeza visual. Castiga la desconexión entre imagen y realidad. Y ninguna estrategia seria puede construirse hoy sobre esa ilusión.
En este sentido, para nosotros es un error construir un acorazado hoy porque no intimida a un sistema de misiles. No se esconde de los satélites, no sobrevive a la saturación y de ninguna manera justifica su costo estratégico. Por eso las grandes potencias dispersan el riesgo y concentran la inteligencia con la sola excepción: el portaviones, por ahora.
La ilusión del acero
La verdadera pregunta no es si Estados Unidos puede construir un nuevo acorazado. Puede, siempre puede. La pregunta es por qué hacerlo cuando el poder del siglo XXI ya no se mide en toneladas de acero, sino en capacidad de adaptación, redes, inteligencia y resiliencia. Construir acorazados en la era de los drones no es prepararse para la próxima guerra. Es representar la anterior. Y la historia es implacable con quienes confunden el pasado glorioso con el futuro posible.
Las naciones no caen por falta de fuerza, sino por aferrarse a símbolos cuando el mundo ya cambió. El poder real ya no flota en un casco gigantesco. Circula. Se distribuye. Se adapta. Y, sobre todo, no necesita llevar el nombre de nadie para ser efectivo.
Cuando el 22 de diciembre de 2025, el presidente Donald J. Trump —anunció desde su resort Mar-a-Lago en Florida y no desde el Pentágono, ni la Casa Blanca— un ambicioso plan para que la Armada de Estados Unidos construya una nueva clase de buques de guerra, que él mismo denominó “Trump-class battleship” (acorazado clase Trump), e indicó que estos buques serían “más grandes, más rápidos y hasta 100 veces más potentes que cualquier acorazado jamás construido”. Afirmó que serían parte de una nueva “Golden Fleet”, con el objetivo de reforzar la supremacía naval estadounidense. Insistió en que Estados Unidos no ha construido acorazados desde 1994, y en que era hora de retomar esa tradición con un enfoque moderno. Con la intención de construir inicialmente dos y luego potencialmente entre 10 y 25 unidades que en el largo plazo nos costaría a los ciudadanos 175 mil millones de dólares a valor de hoy. La declaración fue acompañada por altos mandos como Pete Hegseth (secretario de Defensa) y John Phelan (secretario de la Armada), quienes respaldaron el proyecto.
Cuando se anuncia la construcción de una supuesta nueva clase de acorazados, el debate no es ideológico ya que es técnico, económico y estratégico. La guerra no se gana con relatos, sino con sistemas que sobreviven y funcionan bajo fuego.
No dudamos que serán grandes buques de superficie, más poderosos que cualquier acorazado previo, como se afirmó, y que serán parte de una flota simbólicamente renovada pero no creemos que estarán “asociados a la idea de retomar grandeza naval” porque no se presentó ninguna estrategia ni doctrina operacional detallada, ni cuál sería el rol claro en una guerra real contra potencias pares, o en casos de guerras asimétricas o irregulares como las guerrillas y el terrorismo, ni en caso de una guerra distribuida y no tripulada en contra nuestra. Eso ya es una señal de alerta. El Departamento de Guerra nos debe una explicación.
Por nuestra parte y desde la ignorancia civil estamos convencidos que una guerra distribuida —como están acaeciendo— y como modelo real del siglo XXI, los componentes deberían ser fragatas misilísticas, submarinos de ataque, drones navales, aéreos y submarinos, sensores satelitales y guerra electrónica, misiles en tierra y plataformas móviles con costos más bajos y con pérdidas asumibles, y ventajas decisivas porque el enemigo —sea el caso— nunca puede destruir todo el sistema.
En términos estrictamente militares, no hay competencia.
Entonces… ¿por qué insistir en un acorazado?
Aquí el análisis deja la ingeniería y entra en la psicología del poder: Un acorazado impresiona visualmente, funciona como monumento flotante, evoca un pasado glorioso y sirve mejor al relato que al combate Para líderes con una concepción personalizada y escénica del poder, el símbolo pesa más que la doctrina. El problema es que los misiles no leen discursos, ni respetan símbolos. Sin embargo la guerra en vivo ya decidió este debate: Las guerras recientes —en mar, aire y tierra— han demostrado algo incómodo, los blancos estáticos, grandes y de lento movimiento mueren primero. Lo distribuido, las redes y los enjambres y los misiles sobreviven hasta alcanzar el objetivo. Los ejércitos que entienden esto invierten en ellos, no en monumentos.
El error que precede a todas las derrotas
Todas las potencias que ingresaron en su fase de decadencia cometieron, antes que nada, el mismo error fatal: confundir la imagen del poder con el poder real e “invertir en símbolos militares del pasado mientras pierden eficacia en la guerra real del presente”.Creyeron que la grandeza visible bastaba para sostener la influencia, que el símbolo podía sustituir a la capacidad, y que la nostalgia podía imponerse al tiempo histórico.
El acorazado pertenece a una era en la que el acero decidía batallas y el tamaño imponía respeto. Hoy, en cambio, deciden la información, la dispersión, la velocidad y la adaptabilidad. El poder ya no se concentra, circula. Ya no se exhibe, se oculta. Ya no se impone por presencia sino por capacidad de anticipación.
Construir un acorazado en la era de los drones, los misiles de precisión y la guerra guiada por satélites inteligentes no es prepararse para la próxima guerra. Y mucho menos fabricar ¡veinticinco!... Es escenificar la conflagración del pasado, levantar monumentos flotantes a una lógica que ya fue derrotada por la tecnología y por la historia. Como dice mi esposa María Mercedes: la historia —esa jueza implacable— nunca perdona a quienes invierten en símbolos cuando el mundo ya cambió. Lo cual comparto y le agrego que eso ocurre porque las derrotas no comienzan en el campo de batalla, empiezan en la mente de quienes se aferran al ayer creyendo que aún gobernarán el mañana… Si desea darnos su opinión o contactarnos puede hacerlo en psicologosgessen@hotmail.com... Que la Eterna Providencia Universal nos acompañe a todos en estos tiempos complicados…
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