A los venezolanos que formamos parte de la legión que trata de buscar mejores destinos fuera del territorio que nos vio nacer, nos llaman de diferentes maneras. La definición de diáspora es la que más predomina, intercalada con los términos de refugiados y desterrados. Lo cierto es que estar fuera del lar nativo es una experiencia cargada de muchos sentimientos, uno de ellos el de la nostalgia por la patria amada, porque nada compensa la lejanía del país que nos pario.
Lo de diáspora es un concepto muy técnico, por eso me inclino a definirme como simplemente un desterrado que padece los rigores de una dictadura, tal como también lo acusan los que estando adentro son “desterrados dentro de su misma tierra”, parafraseando al escritor mexicano Octavio Paz. En conclusión, sea cual sea la caracterización con que se nos etiquete, somos hoy en día siete millones de venezolanos deambulantes por el mundo que tratan de ajustarse a las reglas imperantes en los países de acogida, consientes de que no en todos esos lugares que asumimos como refugio, nos dan un trato digno. No estoy apelando a una lamentación tras la búsqueda de compasiones, los venezolanos somos orgullosos de nuestros orígenes y jamás habíamos experimentado estas aventuras de la migración, de allí que lo que pretendo exponer en estas reflexiones es un sentimiento de vergüenza mezclado con la irritación que brota cada vez que se nos humillan con esos tratos crueles que se divulgan a través de las redes sociales.
Los venezolanos emigramos por diferentes motivaciones. No hace falta que repitamos la catástrofe que se escarmienta dentro del territorio nacional, lo que si debería ser fácil de suponer es la respuesta a la interrogante que se hacen muchos observadores, viendo cómo miles de seres humanos se arriesgan a transitar por la selva de Darién. Tienen que ser muy duros los hechos que padecen los venezolanos para atreverse a dar ese paso hacia lo incierto, salvo una muerte posible en la mayoría de los casos.
La mayoría de los venezolanos somos víctimas de persecución política. El que cuestiona las consignas del régimen es tachado de conspirador y se expone, cuando menos, a ser procesado en tribunales controlados por la dictadura. La gente, en su mayoría, acorralada en la miseria en la que nos han igualado a los venezolanos, esta supuesta a ser obediente a los designios del régimen y, si se pone reticente, no consigue ponerle las manos a la pírrica caja alimentaria para sobrevivir en medio de la escasez y cada día más aguda crisis de servicios públicos.
Los desterrados, en su inmensa mayoría, llegan a lugares desconocidos sin dinero que les alcance para más de unos quince días. Sin estatus migratoria definido, se deben conformar con ser instalados en refugios compartidos con ciudadanos de otras nacionalidades. Con buena suerte salen y consiguen algún trabajo. Pero deben destinar buena parte de lo que a duras penas ganan semanalmente, para enviar las remesas a sus seres queridos en Venezuela, y otra porción para cubrir gastos de diligencias para formalizar su residencia, conseguir la licencia de conducir, pagar la renta y cubrir los gastos escolares y de salud de los muchachos.
Es un verdadero viacrucis. Los profesionales pugnan por conseguir la homologación de sus títulos universitarios. Los indocumentados son expoliados en las sedes consulares en donde les cobran sumas en dólares para tramitar un pasaporte que para un desterrado es bastante, teniendo en cuenta que lo que les arrebatan muchas veces representa la remesa del mes.
Es doloroso y a la vez repugnante que esta tragedia humana sea parte de las diatribas políticas en las que se ven sitiadas las necesidades de seres humanos que han emigrado porque tratan de salvar sus vidas que corren peligro dentro de sus respectivas naciones. Así tenemos que en diferentes países algunos factores políticos juegan demagógicamente asumiendo poses raciales y xenofóbicas, para adelantar propósitos electoralistas, sin reparar en el daño que se le inflige a esas mujeres, hombres y niños con cuyos sentimientos se juega impúdicamente. Esas operaciones las repudiamos y condenamos enérgicamente, sin dejar de reconocer que en cada país existen normas que deben respetarse, pero que en ningún caso deben estar por encima de los más elementales derechos humanos de seres que están en condiciones de riesgo en sus respectivas localidades y se ven obligados, por estado de necesidad, a escapar hacia cualquier destino que estimen les garantizará la vida.
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