“Creer o Morir” llega Buenos Aires por una noche
- Juan E. Fernández, Juanette
- hace 18 horas
- 3 Min. de lectura

Hay películas que viajan. No solo cruzan océanos y husos horarios: viajan porque necesitan hacerlo. Creer o Morir, la película venezolana dirigida por Néstor “Kiki” Villalobos y escrita por Rebeca Oria, es una de ellas. Después de su recorrido por salas europeas, llega a Buenos Aires el 22 de diciembre para una función especial en Cinépolis Plaza Houssay, y lo hace con algo que hoy escasea tanto como la fe bien entendida: una historia contada con alma.
En el centro de la película está David, un niño con talento para la música y una fe que no es ingenua sino resistente. Vive con su abuela Nacha, una mujer mayor, firme, amorosa, interpretada por Rosario Prieto en un regreso al cine que no busca lucimiento sino verdad. Lo que une a estos dos personajes no es solo la sangre: es una forma de mirar el mundo cuando todo alrededor parece empujar al desencanto.
Creer o Morir no es una película sobre milagros fáciles ni sobre dogmas cerrados. Es, más bien, una historia sobre la fe como último refugio cuando el país, la economía y el futuro parecen resquebrajarse. La Venezuela que aparece en pantalla no necesita ser subrayada: está ahí, en los silencios, en las decisiones pequeñas, en la dignidad cotidiana de los personajes. Y justamente por eso funciona fuera de sus fronteras. Porque la historia de un niño criado por su abuela, intentando no perder la esperanza, podría ocurrir en Caracas, en Buenos Aires o en cualquier ciudad donde la vida aprieta.
Omalbi Rojas construye un David contenido, sensible, nunca manipulador. Amneris Treco interpreta a Cristina, una escritora atravesada por culpas y búsquedas personales,
mientras que José Roberto Díaz encarna al pastor Meléndez, una figura incómoda que introduce el conflicto entre la fe genuina y su versión más rígida. La participación del actor español Jorge Roldán suma un contrapunto que amplía el universo del film sin romper su intimidad.
Villalobos ha dicho que Creer o Morir fue “un acto de fe convertido en cine”, y la frase
no suena grandilocuente cuando se ve la película. Rodada con recursos limitados, la
precariedad nunca se disimula: se transforma en estilo, en cercanía, en una cámara que
acompaña en lugar de imponerse. Hay algo profundamente honesto en esa elección.
Como si el propio proceso de filmación dialogara con lo que la historia quiere decir.
Quizás por eso la película conecta en Europa y ahora desembarca en Buenos Aires.
Porque no viene a explicar Venezuela ni a romantizar el dolor. Viene a contar una
historia mínima, humana, donde creer no es un slogan sino una necesidad vital. Y en
tiempos donde el cinismo parece moneda corriente, ese gesto —simple y valiente— se
agradece.
Creer o Morir no llega a Buenos Aires como una postal ni como un gesto nostálgico. Llega como una película que se planta, que respira y que no pide permiso para emocionar. En un mundo cada vez más entrenado para descreer, el film se anima a proponer algo casi subversivo: que todavía vale la pena confiar, acompañar, sostener al otro.
Quizás por eso funciona. Porque no promete salvaciones grandilocuentes ni respuestas
fáciles. Solo nos recuerda que, incluso en los contextos más adversos, la esperanza puede ser una práctica cotidiana. Un gesto. Una canción. Una abuela que no suelta la mano de su nieto.
Este lunes 22 de diciembre, sentarse en una sala porteña a ver Creer o Morir no es solo ver cine venezolano: es aceptar la invitación a creer un poco más en las historias pequeñas, en los vínculos que sostienen y en el cine como ese espacio donde, por un par de horas, el futuro todavía no está perdido.


