Antes de Homo Argentum existió “Un monstruo”
- Juan E. Fernández, Juanette 
- 27 ago
- 4 Min. de lectura

Fui al cine a ver Homo Argentum con la expectativa que siempre despierta Guillermo Francella. Es difícil no dejarse llevar por esa mezcla entre admiración y curiosidad que provoca un actor que, a esta altura, parece haber atravesado todas las épocas de la
comedia argentina. Pero apenas salí de la sala me encontré con algo más que un
espectáculo: una discusión.
En redes, en los cafés, en los grupos de WhatsApp, todos opinaban. Unos la celebraban
como un espejo necesario de lo que somos; otros la denostaban por reduccionista, por
banal, por “ideológica”. Y yo pensaba que la reacción no era tan distinta a la que en su
título nos advertía que los verdaderos monstruos no estaban en las ficciones de terror,
sino en la vida cotidiana.
La primera vez que vi I mostri fue en la Cinemateca Nacional de Caracas, tenía como
20 años, y recuerdo la impresión de encontrarme con esa pantalla que parecía poner en
ridículo a toda una sociedad. Más tarde volví a revisitarla en YouTube, ya con otra
mirada, con la conciencia de que esas viñetas grotescas de Risi habían trascendido el
tiempo.
Vittorio Gassman y Ugo Tognazzi mutaban de personaje en personaje como camaleones
del grotesco, encarnando al arribista, al hipócrita, al padre cínico que educaba a su hijo
en la corrupción. Era un catálogo despiadado de defectos, un espejo deformante que no
dejaba títere con cabeza. En la sala de Homo Argentum, mientras Francella cambiaba de
máscara en cada sketch, recordé esa misma incomodidad. No era una risa limpia: era
una risa amarga, de esas que te dejan pensando en qué punto exacto la caricatura se
parece demasiado a uno mismo.
Los paralelismos son inevitables. Risi filmó un padre que le enseña a su hijo que en la
vida lo importante no es ser honesto, sino astuto. Cohn y Duprat presentan en cambio a
“El niño eterno”, un hombre que nunca corta el cordón con sus padres y encarna la otra
cara de la herencia cultural: la inmadurez perpetua. En ambos casos, la transmisión de
valores –o la falta de ellos– termina moldeando una sociedad. Risi se reía de los
italianos que se acomodaban en la corrupción; Cohn y Duprat se ríen de los argentinos
que encuentran refugio en la comodidad familiar para no crecer nunca.
Lo mismo ocurre con la relación con los extranjeros. En I mostri hay un guía turístico
que embauca a un visitante con orgullo patriótico mientras le muestra lo peor de Italia.
En Homo Argentum, Francella da la bienvenida a Buenos Aires con el mismo cinismo
disfrazado de hospitalidad. Cambian los escenarios, cambia el acento, pero la sátira es
idéntica: el nacionalismo vacío que se confunde con identidad.
Podría seguir con los ejemplos: el hombre paranoico de Risi que exagera peligros
inexistentes frente al “hombre decidido” de Cohn y Duprat que reacciona con brutalidad desproporcionada; el arribista italiano que se cuela en un funeral para mostrarse y ganar
contactos frente al argentino obsesionado con su auto como símbolo de estatus. La lista
es larga, pero el fondo es el mismo: los monstruos no son personajes de fantasía, somos
nosotros cuando nos dejamos arrastrar por lo peor de nuestra cultura.
La discusión que generó Homo Argentum me recordó también que la sátira social
siempre incomoda. No hay sátira “amable”. No lo fue en la Italia de los sesenta, no lo es
en la Argentina de hoy. Lo que molesta no es la exageración, sino la posibilidad de
reconocerse. Por eso creo que la polémica es, en el fondo, un buen síntoma: significa
que la película tocó un nervio sensible, que no se quedó en la superficie, que logró abrir
conversación. Y eso es lo que el cine debe hacer, más allá de que nos guste o no, más
allá de que incomode o divida.
Porque al final del día, lo que importa no es si la película fue financiada por el Estado,
producida por un estudio grande o realizada de manera independiente. Lo que importa
es que exista. Que pueda provocar risas, debates, rechazos, incomodidades. Que sea una
voz más en el coro diverso del cine argentino.
Cuando Risi filmó I mostri, Italia estaba viviendo un “boom económico” que intentaba
mostrar al mundo su modernidad. Risi vino a arruinar la foto sonriente y a recordar que
debajo del traje nuevo todavía había podredumbre. En la Argentina de 2025, con crisis,
polarización y cansancio social, Homo Argentum cumple una función similar: nos pone
frente a un espejo deformado que, sin embargo, refleja demasiado bien.
Salí del cine pensando en eso. Que quizás el escándalo sea el verdadero triunfo de la
película. Que antes de Homo Argentum, Dino Risi ya había demostrado que los
monstruos somos nosotros. Y que, aunque no nos guste, el cine sigue siendo ese lugar
donde, entre risas amargas, terminamos viéndonos tal cual somos.






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