Corría el año 1983, y la película española Volver a empezar del director José Luis Garci, ganaba el primer Oscar de la academia para su país. La cinta cuenta la historia de Antonio
Miguel Albajara (interpretado por Antonio Ferrandis). Un Premio Nobel de Literatura y
catedrático en Berkeley, que regresa a su Gijón natal, para encontrarse con algo mucho más
profundo que el éxito profesional: los fragmentos de una vida que dejó atrás
.
En su recorrido se cruza con Elena, su amor de juventud; y en el encuentro Albajara y la mujer
no solo reviven recuerdos, sino que construyen una experiencia donde el tiempo parece
detenerse, permitiendo que ambos personajes se reencuentren con quienes fueron y con
quienes todavía podrían haber sido.
Su retorno, como el de tantos migrantes hoy, estaba teñido de una dulce melancolía, de esa
extraña sensación de ser simultáneamente forastero y nativo en su propia tierra. O como diría
el maestro Facundo Cabral “No soy de aquí ni soy de allá”. Me pregunto cuántos migrantes
contemporáneos nos vemos reflejados en esa historia, en ese sentimiento de vivir entre dos
mundos, en esa perpetua danza entre el partir y el regresar.
Algunos regresaran no con un Nobel como Albajara, pero si con una nueva perspectiva del
mundo, un idioma adicional en sus labios, callos en las manos por el trabajo duro, y quizás,
algunas arrugas más profundas en el rostro.
La diferencia es que hoy, el viaje nunca termina realmente. Ya no existe esa línea clara entre el irse y el volver. Los migrantes contemporáneos viven en un estado de perpetuo movimiento, como pájaros que han aprendido a tener varios nidos. Sus hijos crecen entre culturas, sus corazones aprenden a latir en varios idiomas, y sus hogares se extienden a través de continentes.
La vida, como nos enseñan estas historias de ida y vuelta, no es un libro con un final
predeterminado. Es más bien como un tren en constante movimiento, donde cada estación
puede ser tanto un punto de partida como un destino. Algunos suben con billetes de regreso,
otros con destino incierto, pero todos comparten ese vértigo del viaje, esa incertidumbre que
hace que cada día sea una página en blanco por escribir.
Y quizás ahí radica la belleza de todo esto. En un mundo que ansía certezas, los migrantes nos recuerdan que la vida es fundamentalmente un viaje sin mapas definitivos. Cada "volver a
empezar" no es un retroceso, sino una nueva oportunidad de reinvención. Cada despedida
puede ser un preludio a un reencuentro, y cada llegada puede ser el comienzo de una nueva
partida.
No hay finales escritos en piedra. El migrante que hoy parte puede ser el que mañana regrese, o quizás encuentre su hogar en el propio viaje. Como en aquella película de Garci, lo
importante no es tanto el destino final sino las historias que vamos tejiendo en el camino, los
amores que dejamos y encontramos, las vidas que tocamos y nos tocan.
La vida es ese eterno volver a empezar, ese constante tejer y destejer de caminos. Y en ese
viaje perpetuo, cada uno de nosotros, migrante o no, va escribiendo su propia historia,
trazando sus propias rutas en el mapa infinito de las posibilidades humanas.
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