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¿Sabes cuál es tu aroma?

La vida comienza por la nariz y cada olor despierta ternuras, sentido de protección a los hijos, amor y sexualidad, memorias y sentimientos, ¿y tu olor qué incita?


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La vida nace oliendo

 

El amor tiene olor, la rabia y el miedo también, incluso la tristeza deja un aroma leve, casi imperceptible. En las redes abundan debates curiosos que indagan sobre ¿por qué algunas personas aman el olor de la gasolina, o de los libros viejos? o ¿por qué otros lloran al oler el perfume de alguien que ya no está? y ¿por qué ciertas casas huelen “a mamá o a abuela”, aunque nadie sepa definir ese olor?

Lo cierto es que el mundo huele, y nosotros lo olfateamos. Olemos el café de la mañana y el pan recién hecho, el suavizante de la ropa, el perfume del ser amado, el hollín de la ciudad, o la brisa del mar. Las emociones, los recuerdos y los lugares se comunican por el aire. Hasta en las tiendas y los supermercados diseñan estrategias aromáticas para que compremos más, y sonriamos sin saber por qué.

Todo emite olor, los bebés huelen a futuro y este olor es una señal destacada para el reconocimiento y la vinculación de los parientes humanos. Los animales detectan el miedo humano antes de que el cuerpo tiemble o perciben nuestro estrés. Los sabuesos persiguen rastros que para nosotros son invisibles. Cada comunidad, cada oficio, cada época tiene su olor, sea la tierra del campo recién llovido, el del asfalto caliente, el de una iglesia, el de una escuela, el del hospital o el del odontólogo. Y también están los olores que rechazamos como el sudor del pánico, la pólvora de la guerra, o el hedor de lo descompuesto.

 

Comentario de Daniela Ortega, 31 años, artista plástica: “Me fascina el olor del óleo, de la trementina y de la madera mojada. Son parte de mi mundo. El que no tolero es el olor del plástico caliente o del cloro; siento que me roba el aire”


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Vivimos rodeados de aromas que nos definen, nos seducen o nos alertan. Y aunque casi nunca lo pensamos, el olfato es el sentido que más nos conecta con la vida. ¿Qué olía nuestra madre cuando nos abrazaba? ¿Y a qué huele, en el fondo, nuestra propia existencia?, porque nosotros no percibimos nuestro olor ya que estamos acostumbrados a esa esencia personal, pero quienes nos rodean si saben a lo qué olemos, para bien o para mal. De eso trata este viaje, del sentido más primitivo y más olvidado, el que primero nos unió al mundo, y quizá el último que nos despide cuando cerramos los ojos.

 

Comentario de Sofía Rojas, 22 años. Estudiante de psicología: “Me encanta el olor a lluvia, me calma como si lavara mis pensamientos. También me gusta el olor de la mandarina, y del café recién molido. En cambio, no soporto el olor a cigarrillo ni el de los desinfectantes fuertes”.

 

El lenguaje invisible del olor

 

A veces no lo notamos, pero el olor decide más cosas de nuestra vida de las que creemos. Nos hace entrar o salir de un lugar, acercarnos o alejarnos de alguien, y recordar o borrar un momento. El olor es un idioma silencioso que se habla sin palabras. Las parejas recuerdan su primer encuentro por un perfume. Una camisa puede conservar la nostalgia de un abrazo, y una almohada, la ausencia de quien ya no duerme en ella. Las madres reconocen el olor de su bebé incluso entre miles, y los bebés se calman solo con oler la piel de su mamá. El cuerpo humano es una sinfonía química que además cambia con las emociones, olemos distinto cuando estamos enamorados, tristes o con miedo.

Las ciudades también tienen olor. París huele a pan tostado y lluvia, Nueva York, a metal y café, y Caracas, a gasolina y mangos maduros. Las estaciones del año se anuncian por el aire. Así, el otoño huele a hojas y leña, la primavera a flores y promesas. Hasta los recuerdos patrios tienen aromas como la pólvora en las fiestas, incienso en las procesiones, y también el mar cuando vamos a la playa posee su propio aroma.

 

Comentario de Gabriel León, 45 años, panadero artesanal: “Mi olor favorito es el del pan saliendo del horno. Es mi vida y mi hogar. También me gusta el aroma del anís y la canela. Pero detesto el olor a basura y contaminación… me recuerda la ciudad y el estrés”.

 

Los animales lo saben mejor que nosotros. Los perros detectan enfermedades antes que los médicos, los gatos huelen los cambios hormonales, los caballos perciben el miedo del jinete. En las redes sociales circulan videos de perros que detectan embarazos o esperan al dueño en la puerta porque “lo huelen llegar” desde lejos.

Igualmente, olemos la economía y la cultura. Las tiendas perfuman sus pasillos para hacernos sentir bienestar. Los hoteles, los autos nuevos y las cafeterías diseñan su identidad aromática. En cambio, los malos olores —el humo, la basura, o la descomposición— generan rechazo instantáneo, un reflejo ancestral que nos recuerda que oler bien fue siempre sinónimo de supervivencia.

Vivimos en un mundo saturado de imágenes, pantallas y sonidos, pero el olor sigue siendo el más íntimo de los sentidos. Aun no se puede compartir por redes ni almacenar en la nube. Solo se puede sentir. Quizá por eso el olor es la frontera más humana que nos queda, como un eco invisible de lo que somos, de lo que amamos y de lo que tememos.

 

El olor del amor


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El amor también tiene olor. No se ve ni se escucha, pero se respira. En los encuentros humanos —mucho antes de que medie la palabra o la mirada— el cuerpo ya está dialogando químicamente. Nuestro cerebro huele antes de enamorarse. La ciencia lo sabe. Las feromonas son mensajeros invisibles que transportan información sobre la identidad, la genética y el deseo. Son moléculas que el cuerpo emite sin decirnos, y que el otro lo percibe sin saber por qué. Oler a alguien no es solo un gesto instintivo o romántico, es un acto biológico y emocional, profundo y antiguo.

Cada persona tiene una huella olfativa única. Ningún perfume puede ocultarla del todo. Es una mezcla de genética, alimentación, bacterias cutáneas, hormonas y emociones. Cuando estamos enamorados, el cuerpo cambia, sudamos distinto, nuestra piel segrega más feromonas y hasta la saliva modifica su composición química.

Estudios clásicos han mostrado que las mujeres prefieren el olor corporal de hombres con un sistema inmunológico (HLA) diferente al suyo, lo que biológicamente favorece descendencia más fuerte (Suma, Jacob et al., 2002). Así la ciencia revela que el olfato sigue guiando la atracción humana con la misma lógica que en otros mamíferos. El deseo, en parte, huele a compatibilidad genética.

En el caso de las mujeres, los olores que emiten cambian con el ciclo menstrual. Durante la ovulación, la piel y el sudor contienen compuestos volátiles que los hombres perciben —aunque inconscientemente— como más atractivos. Investigaciones concluyeron que incluso el aroma natural femenino en esos días puede modificar la conducta masculina ya que los hombres ofrecen más atención, cercanía y generosidad (Geoffrey Miller, Evolution and Human Behavior, 2007). El cuerpo femenino, literalmente, anuncia fertilidad por el aire.

En la intimidad, el olor del amor se vuelve identidad compartida. La piel, el sudor, el cabello, el cuerpo, el aliento, cada aroma se entrelaza hasta formar una sola memoria sensorial. El olfato no olvida ese perfume único que se crea entre dos seres que se aman, y sigue oliendo —superando el baño y el aseo— hasta días después. Y cuando el amor termina, el aire aún conserva su huella, el olor de quien fue amado puede despertar pasión, nostalgia y ternura. Porque el amor, cuando es verdadero, sigue oliendo incluso a pesar de que ya no esté el ser amado. El perfume del cuerpo querido y deseado queda grabado en la memoria olfativa —la más persistente de todas— por mucho tiempo. El olfato, más que un sentido, es una emoción molecular porque une cuerpos, despierta recuerdos, anticipa el deseo, y sostiene el vínculo. Es un aliado de las querencias.

 

Comentario de Mauricio Villalba, 60 años, viudo, y profesor jubilado: “El perfume de mi recordada esposa siempre me lleva a cuando hacíamos el amor porque quedaba impregnado de su aroma, y olía mis manos para rememorarla. También me gusta el olor del papel nuevo y del pasto recién cortado.”

 

Lo que atrae y lo que repele

 

El atractivo olfativo no es igual en ambos sexos. Los estudios coinciden en que los hombres se sienten más estimulados por aromas corporales naturales y cálidos, como la piel limpia, el cabello recién lavado, el olor leve del sudor, o el perfume suave con notas de vainilla, ámbar o almizcle. Son olores asociados a cercanía, ternura y sexualidad. En cambio, los olores florales intensos o los perfumes sintéticos demasiado dulces tienden a disminuir la atracción, porque el cerebro los asocia con lo artificial o enmascarado. Las mujeres, por su parte, suelen sentirse más atraídas por aromas masculinos terrosos y amaderados, mezclados con el olor natural del cuerpo —una combinación de testosterona, feromonas y sudor leve— que son atrayentes biológicos. Los perfumes con notas de sándalo, cuero, cedro o tabaco evocan seguridad y protección. Sin embargo, el exceso de fragancia o el olor a alcohol, cigarrillo o transpiración no fresca, genera rechazo inmediato.

Desde el punto de vista psicológico, el olor que más atrae es aquel que se asocia con un recuerdo afectivo positivo. A veces no es la fragancia en sí, sino lo que evoca, como puede ser una emoción, un rostro, una época de la vida. Como decía Marcel Proust (En busca del tiempo perdido) el olor es un pasaporte directo a la memoria del amor. En uno de los pasajes más célebres de la literatura universal —en el primer volumen, Du côté de chez Swann (Por el camino de Swann, 1913)— Proust describe cómo el protagonista, al probar una galleta magdalena mojada en té, es invadido por una ola de recuerdos de su infancia. Más no es un recuerdo racional, sino una evocación sensorial total, provocada por el olor y sabor combinados del té y la galletita magdalena.

Este episodio literario inspiró a la ciencia moderna para acuñar el término “efecto Proust”, al describir el fenómeno por el cual un olor o sabor específico puede reactivar recuerdos y emociones vividas intensamente, incluso después de décadas.

 

Comentario de Lina Fernández, 27 años, enfermera: “Amo el olor de los bebés, es único, como una mezcla de leche, ternura y vida. En el hospital, el olor a alcohol y yodo es parte del trabajo, pero fuera de ahí, me hace querer respirar libertad.”

 

La química invisible


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La neurociencia ha comprobado que los aromas eróticos activan el sistema de recompensa del cerebro, liberando dopamina, serotonina y oxitocina —las mismas sustancias que intervienen en el placer y el apego— (Rachel Herz, Brown University, 2016), de manera que los olores pueden provocar respuestas emocionales tan intensas como un estímulo táctil o visual, e incluso reforzar la atracción romántica si se asocian con experiencias felices. Hay amores que huelen a hogar y otros que huelen a adiós. Hay presencias que dejan fragancia, y ausencias que dejan vacío. Quizás, cuando dos personas se atraen, lo que realmente sucede es que sus conciencias reconocen un aroma compartido, una vibración que la biología apenas empieza a descifrar. Y puede que en esa sutil mezcla entre piel, aire y emoción se oculte el misterio más antiguo del Universo, el olor de alguna querencia o el de algún amor. La evidencia científica coincide con la intuición ancestral, amar huele. La biología del olfato es, en esencia, la poesía de la atracción humana.

 

El perfume como poder y civilización

 

Desde que el ser humano dominó el fuego, descubrió también que podía domar el aire. El humo aromático de una rama, una flor o una resina quemada se convirtió en el primer puente entre lo visible y lo invisible. Así nació el perfume, como un acto sagrado antes que estético, como una forma de comunicación con lo divino.


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En el antiguo Egipto, el perfume era más que un lujo, era un lenguaje espiritual. Las resinas, aceites y flores se ofrecían a los dioses y a los muertos para purificar el alma. Las sacerdotisas de Isis elaboraban ungüentos de loto azul y mirra, y los faraones eran embalsamados con mezclas aromáticas que simbolizaban la eternidad. El perfume, literalmente, significaba per fumum, “a través del humo”, la esencia que asciende hacia los cielos.

En Mesopotamia y Persia, los templos ardían con incienso y sándalo. En Grecia, las fragancias acompañaban los juegos, las bodas y los funerales. Hipócrates recetaba baños perfumados para aliviar la melancolía. En Roma, perfumar el cuerpo era signo de refinamiento, erotismo y poder. Los emperadores mandaban aromatizar los banquetes, los jardines y hasta las velas de los barcos. Nerón quemó tanto incienso en los funerales de su esposa Popea que, según cuenta Suetonio, se agotaron las reservas de Arabia. Y no podemos dejar de recordar que los Reyes magos le obsequiaron al bebe de Nazaret incienso y mirra, dos poderosos aromas, además del oro. Con el tiempo, el perfume se volvió una frontera entre la pureza y la decadencia. Durante la Edad Media, oler bien era símbolo de virtud, y oler mal, de pecado o enfermedad. Los médicos pensaban que la peste se transmitía por “aires corruptos”, y los religiosos creían que el alma de los santos olía a flores. Así nació el mito del “olor de santidad”, registrado por cronistas que aseguraban que los cuerpos incorruptos de los canonizados exhalaban fragancias celestiales.

El Renacimiento convirtió el perfume en arte. En Florencia, Catalina de Médici impulsó los primeros talleres de perfumería, mezclando ciencia, alquimia y deseo. Los nobles llevaban frascos en miniatura como amuletos contra los malos olores y los malos espíritus. En el siglo XVII, el perfume alcanzó su esplendor en Versalles, donde Luis XIV, “el Rey Perfumado”, ordenaba que cada día se aromatizaran los salones con esencias distintas. El perfume se convirtió en un símbolo de poder político y de dominio del cuerpo.

Con la Revolución Industrial, la química sustituyó la alquimia. En el siglo XIX nacieron los perfumes sintéticos, y con ellos una nueva forma de identidad. Ya no se trataba solo de cubrir el olor natural, sino de crear un yo olfativo para cada quién.


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Y nació el Chanel Nº5, Shalimar, J’adore, Eternity… uno de los perfumes más reconocidos, desde que en 1952, durante una entrevista para la revista Life, Marilyn Monroe respondió cuando le preguntaron con malicia qué usaba para dormir, y la afamada actriz, con su sonrisa luminosa, y su voz aterciopelada, respondió: “Solo unas gotas de Chanel Nº5” (Marilyn: La pasión y la paradoja, Nueva York: Bloomsbury Press, 2012)… Desde entonces, cada fragancia promete algo más que aroma, otorga una emoción, una historia, un personaje.

El siglo XX democratizó el perfume, pero también lo convirtió en una estrategia de seducción y mercado. La publicidad aprendió que no hay deseo sin olor, aunque la imagen lo suplante. Hoy, las marcas diseñan perfumes para provocar estados emocionales como el optimismo, la seguridad, el poder, o la atracción. En los laboratorios de marketing sensorial se estudia cómo una fragancia puede aumentar las ventas, prolongar la permanencia en una tienda, o reforzar la fidelidad a una marca. La economía descubrió lo que los faraones ya sabían, el olor domina la mente más que la razón. Y, sin embargo, más allá del comercio el perfume conserva su poder simbólico como el olor de un ser amado, el de un lugar o una época. Como escribió Patrick Süskind en El perfume: quien dominara los olores dominaría los corazones de los seres humanos. Algunos científicos sostienen que los aromas influyen en la vibración emocional del cuerpo, modificando la frecuencia de nuestras ondas cerebrales. La aromaterapia, que durante siglos fue despreciada como superstición, hoy se estudia en laboratorios por su efecto sobre el sistema nervioso, la memoria y la ansiedad. Un estudio experimental demostró que el aroma de romero mejora la memoria y la atención, mientras que el de lavanda reduce la ansiedad y favorece la relajación (Moss, M., Cook, J., Wesnes, K. y Duckett, P, 2003), evidenciando el impacto directo de los aceites esenciales sobre la neurofisiología. El olor de una persona es su firma invisible, la de un mapa emocional y espiritual que nos acompaña incluso cuando ya no estamos.

 

Oler el presente: neurociencia, medicina y emociones


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En pleno siglo XXI, cuando la tecnología invade los sentidos y la inteligencia artificial pretende replicar los sentimientos de las personas, el olfato sigue siendo el más humano de los sentidos. Como hemos visto, su poder es tan profundo que la ciencia contemporánea lo ha convertido en un marcador de memoria, emoción y salud cerebral. Oler ya no es solo un placer, es una herramienta diagnóstica, terapéutica y emocional. El sentido más antiguo y más revelador.

Desde la neurociencia, se sabe que el olfato es el sentido más primitivo y el más conectado con el sistema límbico, donde habitan las emociones, los recuerdos y el instinto de supervivencia. A diferencia de la vista o el oído, no necesita pasar por la corteza racional para producir una reacción, o sea, un olor que nos emociona antes de que podamos pensarlo (Herz & Engen, 1996).

La pandemia del COVID-19, cuando millones de personas experimentaron anosmia, pérdida del sentido del olfato, y con ella, la pérdida del gusto les provocó trastornos del ánimo, ansiedad y desconexión emocional. Afectó igual la percepción del placer, el apetito, la memoria emocional y la sensación de identidad personal (Croy & Hummel, 2017, Frontiers in Psychology). Muchos expresaron sentir que “vivían detrás de un vidrio”, desconectados del mundo y de sí mismos.

 

El aroma como medicina

 

La medicina moderna redescubre lo que las culturas antiguas sabían, que los aromas curan. En el Japón contemporáneo, los médicos recetan “baños de bosque” (Shinrin-yoku) para aliviar la depresión y el estrés. El aire saturado de aceites esenciales naturales activa el sistema parasimpático, reduce el cortisol y mejora la inmunidad. En hospitales europeos, se ensayan programas de aromaterapia clínica, donde aceites de lavanda, ayudan a reducir la ansiedad en pacientes quirúrgicos o en cuidados y paliativos y mejora la calidad del sueño y evita el insomnio (Louis & Kowalski, Complementary Therapies in Medicine, 2020). Es decir, oler puede alterar el estado emocional tanto como una palabra, una melodía o una caricia. En terapia psicológica, los olores se están incorporando como anclajes emocionales, capaces de evocar calma o seguridad en procesos de ansiedad, duelo o trauma.

 

Comentario de Carmen Luisa Méndez, 73 años, aficionada a la jardinería: “El jazmín me recuerda a mi infancia, y el aroma de la tierra mojada me hace sentir viva. Pero no soporto el olor de los insecticidas ni de los autos. Nada debería oler a humo.”

 

El olfato emocional y social

 

El olor también estructura la vida social. Estudios confirman que los humanos siguen comunicándose químicamente, aunque no estén conscientes de ello (Sobel et al., Weizmann Institute of Science, 2022). El olor corporal cambia con el miedo, el estrés o la alegría, y quienes comparten vínculos afectivos tienden a desarrollar “química olfativa similar”, literalmente. Otros estudios demostraron que las personas pueden oler la diferencia entre el sudor del miedo y el de la felicidad, activando respuestas empáticas distintas en el cerebro. El cuerpo humano emite información emocional por el aire (Zhou & Chen, Psychological Science, 2009). En otras palabras, sentimos lo que olemos del otro, aun sin saberlo. De allí que el olfato se haya convertido también en un campo de investigación para la inteligencia artificial y la robótica sensorial. Existen ya narices electrónicas inteligentes capaces de detectar cáncer de pulmón o melanomas por el olor de las células. Sin embargo, ninguna máquina puede aún traducir un aroma de emoción, ni comprender lo que el cerebro humano siente cuando huele la piel del ser amado o la casa donde creció.

 

Comentario de Samuel Cruz, 18 años, estudiante de ingeniería: “Me gusta el olor del asfalto cuando llueve y el de mi perro cuando vuelve del parque. No sé por qué, pero me tranquilizan. En cambio, el olor a hospital me pone nervioso, como si todo doliera más allí.”

 

Oler la vida


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El olfato nos mantiene anclados al presente. Es el sentido del “aquí y ahora”. Cuando olemos, respiramos la realidad, la integramos, la hacemos parte de nosotros. Porque la vida, al fin y al cabo, entra por la nariz. Cada respiración es un intercambio químico con el Universo, una forma de comunión invisible. Por eso, en la psicología de la felicidad, oler es también un acto de conciencia. Oler con atención, oler con gratitud, oler con memoria. Porque los olores nos recuerdan que estamos vivos, sensibles y conectados.Y quizás por eso, en un mundo dominado por pantallas, el olfato sigue siendo el sentido de la verdad. Nada lo imita, nada lo suplanta. El día en que la humanidad deje de oler, habrá perdido el rastro más humano de su existencia.

 

La conciencia y su aroma

 

Hay algo profundamente misterioso en el acto de oler. Cada inhalación no solo lleva oxígeno a los pulmones, sino también información a la conciencia. Cuando olemos, no solo percibimos una molécula, desciframos una historia. Cada aroma es un mensaje de la materia al espíritu, una memoria química que despierta la vida interior. Seguramente has escuchado o dicho que “esto huele mal”, pero para referirnos a una trampa, una mentira o una intención oculta. Pues bien, en ese momento estamos usando un lenguaje ancestral que proviene de los sentidos más primitivos de la especie. En realidad, entendemos el significado profundo de oler, aunque ya no lo racionalicemos porque oler es percibir más allá de lo visible, es supervivencia.

El cerebro que huele no se limita a procesar datos. Actúa como un traductor de la existencia, convierte moléculas en emociones, olores en recuerdos, y sensaciones en significados. En esa alquimia cotidiana, la conciencia se expande. Oler es comprender, porque el olfato —el más primitivo de los sentidos— nos conecta con lo esencial, con la materia que vibra, con el tiempo que pasa, con el otro que respira. Somos, literalmente, seres que pensamos con lo que respiramos. Oler también es un acto moral y espiritual. Hay olores que despiertan empatía, otros que inspiran rechazo o compasión. El cuerpo percibe lo que la mente aún no razona. A través del olfato, la conciencia distingue lo puro de lo corrupto, lo verdadero de lo falso, lo vital de lo muerto. En su silencio químico, el olfato nos enseña ética sin palabras. Y quizás por eso el olor ha acompañado siempre a lo sagrado. Las religiones lo usaron para elevar el espíritu —incienso, mirra, loto, sándalo— y la psicología lo estudia como un mapa de la emoción. La medicina, como un indicador de salud, y la filosofía, como una metáfora de la existencia. Porque oler implica reconocer el flujo invisible que une todo con el Todo.

 

El aroma de los orígenes

 

Antes de que existiera la palabra, el fuego o el pensamiento abstracto, el ser humano olía. El olfato fue su primer puente con el mundo. Con él distinguía el peligro de la seguridad, el alimento del veneno, el amigo del enemigo. En las noches prehistóricas, cuando los sentidos eran la frontera entre la vida y la muerte, el olor era una brújula notoria. Los antropólogos coinciden en que el olfato fue esencial para la supervivencia de los primeros homínidos (Leakey, R., 1994. The Origin of Humankind. New York). El desarrollo del cerebro olfativo en los Australopithecus afarensis precedió a la expansión del neocórtex y facilitó la detección de alimentos y depredadores. Según el neurobiólogo Gordon Shepherd, de la Universidad de Yale, “el olfato no solo fue el primer sentido, sino la raíz de la cognición humana” (Neurogastronomy: How the Brain Creates Flavor and Why It Matters, 2012). Comer no solo es un acto de supervivencia. Desde el momento en que todos los sentidos intervienen en la experiencia del sabor y creamos nuestras propias interpretaciones de los estímulos externos, creamos una cultura y ciencia: la neurogastronomía aplicada.

 

Comentario de Diego Hernández, 39 años, Chef: “El ajo dorándose con mantequilla es mi perfume preferido. También el del limón fresco o la albahaca. Pero detesto el olor del aceite quemado y del pescado viejo… me arruinan el día.”

 

Los hombres y mujeres primitivos olían para cazar, siguiendo rastros de sangre o sudor animal, para alimentarse, o reconociendo frutos maduros o en descomposición, y también para amar, pues el olor corporal transmitía señales químicas de fertilidad, salud o estrés. Las investigaciones en genética del comportamiento (Wedekind et al., MHC-dependent mate preferentes in humans, 1995), muestran que incluso hoy los humanos se sienten más atraídos por personas cuyo olor corporal refleja una composición inmunológica complementaria. Es probable que nuestros ancestros, mucho antes de saberlo, se emparejaran guiados por la nariz.


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El olor del clan era identidad y pertenencia. Cada grupo humano tenía su propio aroma, el de la hoguera, grasa animal, piel curtida, tierra húmeda. Los restos arqueológicos hallados en la cueva de Shanidar (Irak), donde se enterraron flores junto a los cuerpos neandertales hace más de 60.000 años, sugieren que el olfato formaba parte de los rituales primitivos de afecto y trascendencia de esta especie (Solecki, R. S., Shanidar: The First Flower People, 1971). Noam Sobel ha liderado desde principios del siglo XXI un conjunto de investigaciones que redefinen el papel del olfato en el comportamiento humano, demostrando que, aunque creíamos haberlo perdido, los humanos seguimos utilizando señales químicas subconscientes para la comunicación social y emocional. Oler al otro no solo era reconocer su presencia física, sino también sentir su continuidad simbólica después de la muerte. Las teorías sobre el “olfato social” sostienen que los humanos, al igual que otros mamíferos, desarrollamos la capacidad de identificar miembros de nuestro grupo por su olor. Estudios con primates muestran que los chimpancés distinguen individuos y estados emocionales a través de señales químicas (Matsumoto-Oda et al., Behavioral Ecology and Sociobiology, 2007). No es descabellado pensar que nuestros antepasados, antes de hablar o escribir, se comunicaban olfativamente. En ese mundo arcaico, el olor era más que una sensación, era un código de vida. La piel olía al territorio, el aire al tiempo, los cuerpos al deseo y al miedo. Así, oler era conocer, y en esa relación primaria entre aroma y supervivencia comenzó la historia sensorial del Homo sapiens. La civilización, en cierto modo, nació cuando aprendimos a distinguir un olor propio, y a reconocerlo en el otro, y desde ese momento emergió una civilización que lleva más de 20 mil años de historia…


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Comentario de Laura Méndez, 34 años, Antropóloga cultural: “Hablar del sentido del olfato me hizo oler la historia. Sentí el olor de la leña quemada, la tierra húmeda y el perfume amoroso antiguo de la vida misma. Es asombroso pensar que los humanos se entendían con el olfato, que ese sentido tan olvidado fue nuestra primera forma de conocimiento. Las referencias científicas lo confirman, pero lo que más me impresiona es cómo siempre la emoción y la espiritualidad están presentes en cada respiración.”

 

Al final…

 

… Para nosotros, pensamos que podemos vivir sin ver, y también sin oír. Hay quienes no conocen los colores ni los sonidos, y aun así aman, sienten y sueñan. Pero nadie puede vivir sin respirar. Cada inspiración es un pacto silencioso con la vida. Por la nariz entra el aire que nos mantiene despiertos, atentos, conscientes. El olfato es el primer sentido que se activa al nacer, y el último que se apaga al morir. Respirar es oler. Oler es percibir. Percibir es existir. En cada inhalación, el Universo entra en nosotros, se transforma en emoción y se convierte en conciencia. Por eso, entre todos los sentidos, el olfato es el más esencial, el más primario, el más espiritual, sin olvidar todo cuanto representa para ser felices.

Cuando dejamos de oler, dejamos de sentir el mundo. Y cuando respiramos con atención, comprendemos que la vida misma tiene aroma, el de cada instante, el del amor, de la memoria y de la existencia. El olor es la caricia invisible de la vida. A través de él, la felicidad nos roza sin palabras. Oler es sentir que somos, es reconocer que la dicha no siempre se busca, y que a veces llega flotando en el aire, como un suspiro del Universo que nos recuerda —con afecto— que podemos respirar amor. Quizá ese sea el misterio que nos une a todo cuanto vive en el Cosmos, porque a Universo olemos todos, a polvo de estrellas… Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Hasta la próxima entrega… Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…

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Puede publicar este artículo o parte de él, siempre que cite la fuente de los autores y el link correspondiente. Gracias. © Fotos e imágenes Gessen&Gessen

 

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