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Regreso a La Moneda


En el Palacio de La Moneda perduran las cicatrices de lo que ocurrió el 11 de septiembre de 1973
En el Palacio de La Moneda perduran las cicatrices de lo que ocurrió el 11 de septiembre de 1973

Una visita al corazón de Santiago, donde las huellas del pasado siguen vivas en los muros y los árboles. Entre historia y memoria, el viaje se convierte en reencuentro.


Estos días camino por Chile.


El aire de Santiago tiene algo distinto: una mezcla de montaña, historia y rumor de ciudad.

Juante (camisa negra) luego de su recorrido por La Moneda
Juante (camisa negra) luego de su recorrido por La Moneda

Viajé con mi novia, mi cuñada y mi hermano, y un mediodía de luz clara decidimos hacer un tour por el centro. Nuestro guía, Juan —chileno, amable, de esos que narran como si cada dato llevara un suspiro—, nos condujo hasta el Palacio de La Moneda, ese edificio blanco que ha sido testigo del poder, del dolor y de la reconstrucción.


Juan comenzó contando que el palacio fue concebido a fines del siglo XVIII por el arquitecto italiano Joaquín Toesca, como sede de la Real Casa de Moneda. En 1845, el presidente Manuel Bulnes decidió convertirlo en el hogar del gobierno. Desde entonces, entre sus muros se ha escrito buena parte de la historia chilena.


Pero la voz del guía cambió cuando llegó al 11 de septiembre de 1973.


Ese día, los aviones Hawker Hunter sobrevolaron Santiago y bombardearon el edificio donde el presidente Salvador Allende resistía junto a sus hombres. “Ahí quedaron las cicatrices”, dijo Juan, y señaló las paredes. Me acerqué: los orificios de bala siguen allí, también en los árboles del entorno. Son heridas de piedra, memoria viva.


Mientras lo escuchaba, recordé la primera vez que vi La Moneda. Fue en 2007.


Mi jefa de entonces, María Gabriela Gerbasi, me pidió que la acompañara a conocerla. Su padre, Chepino Gerbasi, fue el único cronista venezolano que cubrió el golpe contra Allende. Recuerdo que me contó cómo su padre describió el humo sobre Santiago, las calles en silencio, el desconcierto. Yo, en aquel momento, apenas dimensionaba lo que significaba estar frente a ese edificio.


Dieciocho años después, regreso con otros ojos.


He leído, he escuchado, he vivido lo suficiente para entender que la historia no son solo fechas: son cicatrices. Son muros con grietas que no se borran, árboles que crecieron torcidos por el fuego, voces que aún murmuran entre los patios.


El palacio fue reconstruido en los años ochenta, bajo la dirección del Ministerio de Obras Públicas, y vuelto a abrir como símbolo de continuidad. Pero más allá de su restauración, lo que sobrevive es el silencio. Ese silencio que se siente cuando uno está frente a un lugar donde el tiempo no ha terminado de pasar.


Antes de despedirnos, Juan dijo una frase que me quedó dando vueltas:


“Aquí no solo se gobierna un país. Aquí se recuerda.”


Y mientras caminábamos hacia la Plaza de la Constitución, pensé que volver a un lugar no siempre significa repetir un viaje.


A veces significa encontrarse con la versión de uno mismo que estuvo allí por primera vez.


Esa que miraba sin entender del todo.


Esa que ahora, por fin, comprende.


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