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Qué extraño llamarse Federico: un retrato íntimo y nostálgico de Fellini hecho por Scola

Qué extraño llamarse Federico es sentarse a escuchar a un amigo que te cuenta anécdotas de alguien brillante, excéntrico, único. Foto: cortesía de Cinecitta
Qué extraño llamarse Federico es sentarse a escuchar a un amigo que te cuenta anécdotas de alguien brillante, excéntrico, único. Foto: cortesía de Cinecitta

Hay películas que se filman con cámaras, luces y decorados. Y hay otras que se filman con la memoria, la amistad y una pizca de melancolía. Qué extraño llamarse Federico, el homenaje que Ettore Scola le rinde a Fellini, pertenece a esta segunda categoría.


No es una biografía clásica ni un documental al uso. Es, más bien, un collage de recuerdos, una carta de amor escrita con celuloide. Scola no pretende contarnos quién fue Federico Fellini. Pretende contarnos quién fue para él.


Una redacción, un cineclub, un circo


La película abre con una escena que bien podría ser una postal de la infancia de Federico: un niño flaco que llega a Roma en tren, recién salido de Rimini, y se instala en la redacción de Marc’Aurelio, la revista satírica donde todo comenzó. Allí conoce a un joven Scola y a otros humoristas gráficos y escritores que serían su primera “familia” creativa.


A lo largo del film, revivimos esos primeros pasos, sus obsesiones con el circo, la mirada de asombro permanente, y el modo en que fue construyendo su mundo visual a partir de la vida real… pero siempre deformándola con poesía.


Scola no imita: evoca


Lo maravilloso del film es que no intenta copiar el estilo felliniano, sino evocarlo desde el afecto. Hay sets teatrales, sí. Hay música de Nino Rota, claro. Hay personajes extravagantes y momentos oníricos. Pero todo está atravesado por la mirada de Scola, quien se permite incluso dialogar con una versión joven de sí mismo en la pantalla.


Y allí donde otros podrían caer en el cliché, Scola acierta con ternura: retrata al Fellini dibujante, al Fellini curioso, al que no podía vivir sin el humo del plató, sin la carpa del circo de Cinecittà.


Visitar Cinecittà después de ver esta película


Tuve la suerte de ver esta película justo antes de viajar a Roma. Cuando llegué a Cinecittà, caminé por los mismos decorados que aparecen en el film, los mismos pasillos donde Fellini rodó La dolce vita, Roma y Amarcord.


En Qué extraño llamarse Federico, algunas escenas fueron recreadas en estos estudios, en sets que simulan teatros, redacciones y calles romanas. No es un documental que use material de archivo real: todo está reimaginado, lo cual le da un aire teatral y entrañable.

Al recorrer Cinecittà, uno siente que aún hoy su espíritu sigue rondando los pasillos.


Como dice Scola al final de la película, “no hay día que no lo extrañemos un poco”.


Un cierre con una sonrisa


Scola no llora a Fellini. Lo recuerda riendo. Porque si hay algo que ambos compartieron fue esa capacidad de mirar el mundo con ironía, con asombro, con el corazón de un niño y la sabiduría de un viejo titiritero.


Ver Qué extraño llamarse Federico es sentarse a escuchar a un amigo que te cuenta anécdotas de alguien brillante, excéntrico, único. Un director que inventó su propio idioma cinematográfico y que, aún hoy, nos sigue guiñando el ojo desde la pantalla.



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