¿Qué pasa con EEUU y por qué importa tanto?
- Luis Roncayolo
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“Seremos como una ciudad sobre una colina. Los ojos de toda la gente están sobre nosotros,” fueron las palabras del inglés John Winthrop, gobernador de la colonia Bahía de Massachusetts, a bordo del barco insignia Arbella en 1630, poco antes de desembarcar en América del Norte. Huyendo de las persecuciones políticas y religiosas en Inglaterra, Winthrop lideró la colonia de puritanos que buscaban un mejor lugar dónde vivir y prosperar sin miedo a un rey que violaba los derechos de sus súbditos. Hacia la conclusión de su sermón, titulado Un Modelo de Caridad Cristiana, Winthrop citaba a Mateo 5:14, al tiempo que enumeraba los pilares sociales de la comunidad que eventualmente se convertiría en los Estados Unidos de América. Siglos después, el presidente Reagan citaría la frase para resaltar la creencia en el excepcionalismo americano, pero con una interpretación totalmente alejada de su significado original: el del liderazgo de Estados Unidos en su rivalidad contra la Unión Soviética. Desde entonces, ha calado en el discurso patriotero estadounidense. Ese liderazgo los convirtió en la realización más plena del pensamiento político liberal europeo. A la luz de los acontecimientos recientes en ese país, urge un análisis de la política estadounidense como manifestación máxima del declive de ese liberalismo. Hoy por hoy, cuesta ver a Estados Unidos con la misma confianza de Winthrop o Reagan. Al contrario, esta parece la historia de cómo esa ciudad sobre la colina se hunde en un cráter de volcán a punto de hacer erupción. No es fácil entender las causas que llevan hoy a Estados Unidos a traicionar de manera tan flagrante los ideales de su fundación inmortalizados en su Declaración de Independencia y en su Constitución.
Esa confusión ha llevado a la oposición a Donald Trump a la parálisis, y al mundo occidental a titubear y ensayar respuestas equívocas y débiles. Ningún líder sabe lo que hace. Todos improvisan. Nadie acierta. No solo la ciencia es gobernada por paradigmas; también lo es la política. Y la historia del liberalismo político ya está alcanzando su grado máximo de contradicciones. Ya toca a su fin. Casi todos los que están al mando bailan a un ritmo cuyas certezas ya no se escuchan en la música que resuena, salvo Trump. Es poco probable que él entienda la dirección a la que está empujando al mundo, pero sí entiende que el presente ya es pasado. Nuestra tarea es comprender lo que ocurre, porque solo el entendimiento claro de la coyuntura nos permitirá (sea la posición que ocupes, lector) encontrar nuestro papel en la forma que cobrará el futuro. Mi hipótesis (para no dar más rodeos) es que el binomio teórico de Democracia vs. Dictadura es una equivocación.
No existe en lo concreto una lucha histórica entre democracia y dictadura. Nunca existió realmente, salvo en lo retórico. Muchos, de inmediato, se cerrarán al resto del argumento. Pero permítanme señalar que, en el momento en el que entendamos que esta ideología podría ser un fallo de percepción, se alumbrará un nivel más profundo de conceptos políticos que sí explican lo que está ocurriendo con Estados Unidos, que es, a fin de cuentas, lo que nos urge entender. Me siento en la obligación de dar algo de teoría sin la cual no me puedo explicar a fondo. La tradición aristotélica cataloga las formas de gobierno en tres, cada una en sus manifestaciones virtuosa y corrompida: el gobierno de uno, el de pocos (aquellos que acumulan la riqueza), y el de muchos (las masas sin riqueza). En el Renacimiento, Maquiavelo estableció una distinción binaria: separó la monarquía de la república. Y es la república la que a su vez se divide en oligarquía y democracia. De hecho, tanto la oligarquía como la democracia conviven dentro de la forma República a través de un constructo teórico (también de Aristóteles) llamado en griego politeia, el régimen mixto. Este último punto es en el que debemos enfocarnos. El liberalismo político aportó a esta conversación de múltiples maneras, pero basta con Montesquieu, quien dio contorno institucional a las categorías de Aristóteles en lo que hoy conocemos como la separación de los poderes públicos en diferentes ramas del Estado: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Ya no es Monarquía vs. República o Democracia. Ni siquiera figura la palabra “oligarquía”. Si a este desarrollo teórico le sumamos cien años de revoluciones empeñadas en cortarles la cabeza a los reyes, o a relegarlos por completo a formalidades constitucionales carentes de poder, nos quedamos solo con la República. Luego hay contradicciones notables como Reino Unido, que se autodefine como democracia, pero no como república porque el jefe de Estado es un rey. Se sigue que la democracia puede ser “gobernada” por reyes. Lo que no puede es ser gobernada por dictadores. ¿Correcto? Eso dice la teoría. Elaboremos.
Durante el siglo 20, esa teoría sería formulada de manera cada vez más racional y sofisticada. Por ejemplo, el sociólogo alemán Weber dividió las formas de gobierno en tradicional (las viejas monarquías en retroceso ante las revoluciones), carismática (o lo que nosotros llamaríamos populismo), y en especial la racional-legal, donde la verdad gobernante es el Imperio de la Ley y no un sujeto, o una camarilla de sujetos en particular. Solo así Reino Unido puede ser monarquía y democracia al mismo tiempo, dado que lo que impera son las leyes y no las personas, y la corona es una función del derecho. Poco a poco, democracia deja de ser la forma de gobierno de las masas para ser el gobierno de las leyes. Pero no de cualquier ley, sino la de la razón ante la cual todos los ciudadanos tienen igualdad de derechos. Es decir, liberalismo. Weber no habla realmente de formas de gobierno, imprecisión en la que incurrí concienzudamente para integrarlo a mi análisis. Lo hice para aclarar que las formas de gobierno modernas se diferencian de las antiguas en un aspecto fundamental. La democracia en Atenas gobernaba sobre la ciudad, y los ciudadanos mismos eran sus funcionarios. En la Modernidad, la democracia no gobierna sobre la sociedad en su conjunto, sino sobre el Estado, este ente burocrático que reclama el monopolio legítimo de la violencia.
En consecuencia, el ciudadano de un estado nacional moderno no es intercambiable con los funcionarios del aparato burocrático del Estado, que se erige como una organización que rige sobre la sociedad civil, sin confundirse con ella (dejo de lado el fenómeno totalitario en el que el Estado absorbe a la sociedad civil en su totalidad, porque no nos ayuda a entender el argumento, a pesar de ser un miedo latente). Al separar al ciudadano moderno de la labor del funcionario de gobierno, el ciudadano se liberó de la carga diaria de los deberes para con el Estado más allá de pagar impuestos. Logró individualizarse y ser dueño de su esfera privada separada de lo público, innovación moderna celebrada por los liberales. Weber le da estructura científica a esos valores liberales, para lo cual es indispensable que la administración del Estado sea racional, acorde a un derecho que especifique las competencias que el Estado no debe rebasar. A pesar de todas las emociones que se ventilan en democracia, el Estado es el órgano de contención que no permite a la democracia invadir la esfera privada, porque lo gobernado es el Estado, no los ciudadanos. Cuando ocurre que la democracia invade la esfera privada del individuo, desemboca en el miedo liberal de Tocqueville de la dictadura de la mayoría, escenario en que el Estado cesa de operar racionalmente acorde al derecho, y se impone una nueva lógica, la del líder populista que encarna la voluntad de un pueblo que ya no acepta las limitaciones que impone el liberalismo a la fuerza del Estado. Este escenario es el denunciado como “dictadura” en el paradigma político globalista enunciado hasta el cansancio desde la caída de la Unión Soviética. Si no se comprende que este es el sistema de ideas e instituciones en actual descomposición, no se entiende la verdad histórica de un Estados Unidos gobernado por Trump. No hay que ser marxista para ver los problemas de esta teoría. Dividir al mundo en una lucha entre democracia y dictadura no explica todos los fenómenos híbridos en los que un país no es ni lo uno ni lo otro. Un concepto politológico de reciente uso, y de traducción al español algo desafortunada, intenta dar cuenta de este fenómeno: la anocracia, una democracia corrompida por gobernantes y partidos autoritarios, o lo que algunos llaman democracias iliberales.
Esta “anocracia” es un intento de preservar nuestro concepto analítico, estático y abstracto de democracia, en vez de entenderla como un fenómeno histórico concreto en constante cambio y evolución como consecuencia de la lucha de clases por el control del Estado. Es decir, la democracia no debe ser vista como un ideal, sino como un suceso de la historia que progresa. La insistencia del expresidente Biden de una diplomacia de democracias contra dictaduras estaba en completa contradicción con la realidad política y geopolítica de nuestro tiempo por causa de esta confusión tan difundida. Por ello su diplomacia fue tan equívoca, para muchos correcta en los principios, pero inoperante en la realidad material, porque es un discurso que no corresponde con los hechos, y no solo del mundo, sino del propio Estados Unidos. Estaba desfasado de la realidad tanto internacional como nacional. Incluso la realidad nacional terminaría siendo el escenario más agudo de esa contradicción, dado que permitió el retorno de Trump a la presidencia. El punto de partida tras hacer una revisión fugaz de la teoría liberal es establecer que las formas de gobierno modernas gobiernan sobre el Estado, no sobre la sociedad. Toda sociedad moderna es gobernada por un Estado, y los mecanismos para la elección de quién y cómo se administra al Estado son el contenido de las formas de gobierno en nuestro tiempo. La respuesta a quién y cómo gobierna nos dice qué forma tiene el gobierno.
¿Administran al Estado políticos que provienen en su mayoría de la clase social de los grandes propietarios del Capital? ¿Implementan políticas que facilitan la concentración de dicho Capital, que es la causa de su posición social? Estamos ante una oligarquía. ¿O administran al Estado políticos que salen de las filas de la población asalariada o propietarios de negocios pequeños, gente sin grandes patrimonios familiares ni personales, o incluso sin patrimonio en lo absoluto? ¿Gobiernan para favorecer las condiciones de vida de aquellos con escaso o nulo patrimonio? Estamos ante una democracia. En ambos casos, la dictadura es una forma autoritaria o de la oligarquía o de la democracia, donde los políticos carismáticos rebasan las competencias del Estado e invaden la esfera privada de los individuos de la clase social contraria, usualmente violando sus derechos civiles y de propiedad. Es decir, la democracia puede ser al mismo tiempo dictadura, como advirtió Tocqueville. Esta aparente contradicción es coherente con un análisis dialéctico de la política. Y volviendo a Maquiavelo, la historia de la República es la lucha entre oligarquía y democracia, no entre democracia y dictadura. De acuerdo a este análisis, una realización posible de la oligarquía o la democracia dentro de la república es a través de la dictadura, cuando la dialéctica de lucha de clases por el control de la cosa pública (entiéndase por el control de la administración del Estado) alcanza un nivel de antagonismo en el que la convivencia pacífica entre los grupos sociales se hace insostenible bajo el régimen de instituciones existentes.
Antes de que se me acuse de marxista por hablar de “lucha de clases”, quiero recordar que la dialéctica entre oligarquía y democracia data de la Antigüedad, realidad estudiada por Maquiavelo en su obra Discursos sobre la Primera Década de Tito Livio, para explicar los cambios políticos no en una sociedad capitalista como la nuestra, sino en la república de Roma como producto de la lucha entre patricios (propietarios) y plebeyos (desposeídos). Quisiera que esta aclaración fuera innecesaria, pero el entorno ideológico neoliberal en el que vivimos ha creado mecanismos de negación automática ante la mera sospecha de marxismo, lo cual impide el libre debate de ideas y la honestidad intelectual. Este entorno ideológico de negación de la crítica al capitalismo es parte del paradigma político liberal, como también lo son los mecanismos institucionales para regular la lucha de clases por el control del Estado (control que luego dirime la lucha de clases entre Capital y trabajo asalariado en el ámbito de la sociedad civil y el mercado). Pero ningún modelo político, incluyendo el liberal, está libre de contradicciones causadas por esta lucha. Es importante establecer la distinción entre dos formas de dialéctica. El materialismo dialéctico de Marx insiste que la lucha de clases ocurre por el control de los medios de producción económicos, mediante el desarrollo del antagonismo entre dueños de los medios de producción y dueños de la fuerza de trabajo. Yo no estoy utilizando el marxismo en sentido estricto para analizar el cambio político que estamos viendo en Estados Unidos. Mi planteamiento es una dialéctica que llamo “maquiaveliana”, y que insiste que la lucha de clases es por el control de la administración del Estado, no de los medios de producción. Es decir, la lucha no es entre burguesía y proletariado, sino entre oligarquía y democracia. La dictadura es solo la forma autoritaria de alguna de estas dos formas de gobierno. El nivel de antagonismo político y socioeconómico dentro del modelo liberal actual se ha acelerado como consecuencia de un factor demográfico cultural: la migración del sur global a los países desarrollados occidentales, fenómeno que demanda mucha mayor explicación, pero que no entra dentro de los confines de este artículo.
Basta con señalar que el fenómeno migratorio ha agudizado las contradicciones internas de las sociedades capitalistas más avanzadas, como evidencia la victoria electoral de Trump en Estados Unidos, y la expansión de los partidos Alternativa para Alemania o la Agrupación Nacional en Francia, o el movimiento de Brexit en Reino Unido, etcétera. Al día de hoy, la expresión más violenta y sanguinaria de este fenómeno reaccionario es el partido Likud en Israel. Se aproxima la hora en la que debamos tomar en serio y temer la “likudización” de las democracias occidentales, el día que los estadounidenses piensen de los migrantes sudamericanos y centroamericanos lo que los israelíes piensan de los palestinos. La incógnita es si semejante transformación dictatorial ocurrirá para la realización de la oligarquía o la democracia en Occidente. Viendo la estrecha relación de la administración Trump con multimillonarios como Elon Musk, apunta más hacia la oligarquía, al menos en Estados Unidos.
Si en esencia, la dialéctica de nuestro tiempo es entre oligarquía y democracia, y no entre democracia y dictadura, las dictaduras que se están desarrollando en el seno de múltiples democracias occidentales están apenas en estado embrionario, pero cuya lógica parece conducir hacia la realización de oligarquías fascistas en contradicción con la realización de principios democráticos. Los motivos por los cuales las oligarquías se están desarrollando con mayor éxito que las democracias podrían yacer en la constitución misma del modelo liberal como pesos y contrapesos diseñados específicamente para impedir dictaduras de la mayoría. No por ningún motivo resulta mucho más factible imaginar a un Estados Unidos fascista que socialista, incluso en su versión más suave de social democracia representada por el senador Sanders, que de leninista tiene lo que tiene de joven y bien arreglado. Solo en este contexto la diplomacia de Trump para con la Rusia de Putin tiene perfecto sentido, y es tan rápido el viraje de Estados Unidos de ser enemigos declarados de los rusos a dialogar un pacto por la repartición de Ucrania. Y no debería sorprendernos. Después de todo, Rusia, tras la caída de la Unión Soviética, se consolidó como una república de oligarcas extremadamente desigual, y Putin como el carismático primus inter pares de la clase social dominante. El desarrollo histórico de la creciente y desproporcionada desigualdad económica en Estados Unidos ya permite que magnates como Musk compren acceso al Estado sin pasar por un incierto proceso electoral. Un Estados Unidos gobernado por oligarcas ve en la Rusia de Putin el modelo político a seguir porque la desigualdad en Estados Unidos a nivel de la sociedad civil ya tiene la forma de la oligarquía, una sociedad donde las masas bailan al ritmo de las grandes corporaciones de magnates que dominan el mercado y la cultura. Ya no son los artistas, ya no son los intelectuales, ni siquiera los deportistas los que dicen qué está de moda, sino los magnates de Hollywood y Silicon Valley. Por estos motivos, la retórica de la administración Biden que buscó desesperadamente una coalición de democracias versus dictaduras tuvo tan poca fuerza en el sur global. Resultaba muy fácil ver a través de la retórica y encontrar la contradicción. ¿Cómo podían en los Estados Unidos declararse defensores de la democracia, cuando dentro de su sociedad la desigualdad alcanza niveles grotescos de dominación de las masas mediante los medios de comunicación y redes sociales de lado y lado del espectro político, y la población asalariada sufre condiciones de precarización del trabajo cada vez más pronunciadas? ¿Cómo defender la democracia cuando el patrimonio de la vasta mayoría de su élite política participa de las riquezas ciclópeas que acumula la clase empresarial?
No hay política concreta de Biden que buscara ayudar al americano común que cambiara la percepción de que todo el sistema ya estaba comprado al servicio de los intereses de una oligarquía. Trump solo hace evidente lo que con Biden se practicaba disimuladamente. El problema es que disimular es importante en política hasta cierto punto. Aplaca las fuerzas sociales agresivas e indeseables que subsisten a nivel de la sociedad civil. La simulación de Biden cerró por un tiempo el paso a la realización de los sueños siniestros de dichas fuerzas, como el nacionalismo cristiano que de cristiano tiene lo mismo que Nerón en tiempos de San Pedro. Es decir, la sinceridad con la que Trump desnuda al imperialismo de los Estados Unidos ante sus vecinos como México, Canadá, Panamá, Groenlandia y Ucrania, es la misma fuerza con la que el supremacismo blanco, latente por décadas desde el Movimiento de Derechos Civiles, avanza cultural y políticamente para rebasar los límites del Estado impuestos por el modelo liberal. El resultado no puede ser una dictadura de la mayoría dado que Estados Unidos no es un país solo de blancos anglo sajones, sino racialmente diverso y colonizado por oleadas de inmigrantes de todo el mundo. Y si no es una dictadura de la mayoría, ¿por descarte será oligarquía? Las fuerzas sociales beneficiadas de este cambio brusco, y en apariencia revolucionario, es solo la realización de una posibilidad contenida dentro de la esencia de los Estados Unidos: su racismo histórico y su veneración de los ricos. Por eso un magnate blanco nacido en el Apartheid de Sudáfrica es el principal beneficiario del segundo mandato de Trump. Pero Estados Unidos no es ninguna Rusia. En Rusia, la población tiene una larga tradición de sumisión al Estado desde que los hijos del Genghis Khan sometieron a los eslavos orientales al más duro de los despotismos. Estados Unidos es diferente. Su tradición de rebeldía y libertad individual forman parte de su idiosincrasia nacional, de tal forma que cuesta imaginar un escenario totalitario sobre un pueblo con una memoria histórica tan marcada por las ideas de libertad. Esta es la contradicción definitiva en la que se encuentran los americanos bajo el segundo mandato de Trump: una libertad que se reafirma en el autoritarismo. La forma que cobrará el Estado estará determinada por esta dialéctica con un pueblo acostumbrado a la rebeldía, y que además tiene los medios para rebelarse: el porte de armas y la formación de milicias consagradas en la Segunda Enmienda a su Constitución. Ante un escenario de oposición armada no solo al Estado, sino a los grupos armados afiliados al pensamiento trumpista, no es descabellado imaginar una reacción totalitaria por parte del Estado para preservar la unidad nacional, como está empezando a ocurrir mediante la violencia contra estudiantes de la Universidad de Columbia por protestar contra el genocidio de Israel en la franja de Gaza (y que ocurre desde Biden). Es muy probable que terminemos llamando fascismo a esta reacción, especialmente si termina fortaleciendo la posición de Trump y del trumpismo en el poder. A menos que, claro, desemboque en una guerra civil y en una verdadera revolución progresista que liquide las fuerzas del racismo en ese país, posibilidad a explorar en un artículo futuro. Cuando Winthrop dio su sermón ante los colonos del Arbella, estableció una lista de virtudes cristianas que mantendrían a la comunidad unida y le permitirían prosperar. La insistencia del bien común a través de la caridad y del compartir las cargas como sociedad le dieron a la colonia en Massachusetts la resistencia para convertirse eventualmente en Estados Unidos de América. Y antes de cerrar insistió que “la única manera de evitar el naufragio y proveer para nuestra posteridad es […] obrar con justicia, amar la misericordia y caminar humildemente con nuestro Dios. […]
Debemos estar dispuestos a prescindir de nuestros gustos superfluos y suplir las necesidades de los demás. Debemos mantener una relación familiar con toda mansedumbre, gentileza, paciencia y liberalidad. Debemos deleitarnos los unos con los otros; hacer nuestras las condiciones de los demás; regocijarnos juntos, llorar juntos, trabajar y sufrir juntos, teniendo siempre presente nuestra misión y nuestra comunidad en la obra, como miembros del mismo cuerpo. Así mantendremos la unidad del espíritu en el vínculo de la paz.” En retrospectiva y desde el segundo mandato de Trump, la historia de Estados Unido nos parece la historia de cómo han ido traicionando esos valores conforme su capitalismo se agudiza, y las clases asalariadas pierden la esperanza de una comunidad de valores y de prosperidad compartida, necesitados de chivos expiatorios, sin brújula moral y confundidos respecto del camino que los pueda regresar a una grandeza imaginaria. En un contexto espiritual como este, el carisma de un líder puede restaurar esa grandeza destruyendo lo último que los hacía americanos, transformándolos en algo nuevo y anclado en sus peores determinantes clasistas y racistas, una ciudad hundida en un cráter de volcán al servicio de la tendencia de la que no se han podido despojar desde las reformas neoliberales de los años ochenta: la oligarquía.

Luis Roncayolo