¿Me puedes acariciar?, por favor…
- María Mercedes y Vladimir Gessen
- 16 ago
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El contacto piel a piel guarda un mensaje ancestral y es un puente que une conciencias y emociones que nos hacen sentir que no estamos solos... Las caricias modelan nuestra conciencia, alivian el cuerpo y sanan el espíritu, recordando que ese contacto emocional puede serlo todo…
El llamado de la piel
Vivimos tocando pantallas, pero olvidamos tocar la piel, lo cual a veces deseamos. El cuerpo lo dice antes que las palabras: ¡Mímame!, con una caricia… Es un susurro antiguo, ancestral. Porque antes de que existiera el lenguaje, ya nos hablábamos con las manos. Y mientras aprendíamos a ver u oír con claridad, ya el tacto nos entrelazaba al mundo. Los hallazgos más recientes de la neurociencia, la primatología y la psicología del desarrollo, nos indican que tenemos rescatar algo esencial, el poder sanador de las caricias. No solo como un acto de ternura, sino como una forma de inteligencia sensorial y afectiva. Como una medicina… y como una forma de amar.
La primera caricia es una promesa: “¡Estás a salvo!”
El tacto afectivo es crucial en el desarrollo infantil, particularmente en la regulación de los procesos emocionales, cognitivos y fisiológicos. Nadie recuerda su nacimiento. Pero el cuerpo sí. Y especialmente la piel. Cuando un bebé llega al mundo, sus sentidos aún duermen. Su visión es borrosa, su oído apenas reconoce algunas frecuencias, y su percepción del espacio es caótica. Pero la piel —ese órgano extendido que nos separa y nos conecta— ya está despierta. Y es a través de ella que el recién nacido encuentra el primer sentido de seguridad, la caricia de una madre, la mano del padre sobre su espalda, y el calor del pecho que lo sostiene.
Las investigaciones más recientes en neonatología han redescubierto lo que muchas culturas intuían hace siglos. Un artículo de 2024 en la revista Children demostró que el tacto afectivo activa fibras nerviosas específicas (C‑táctiles), que no solo registran el contacto físico, sino que desencadenan respuestas emocionales profundas, modelando el desarrollo del sistema nervioso del bebé. Estas caricias —lentas, suaves, conscientes— ayudan a regular su frecuencia cardíaca, estabilizar su temperatura y, sobre todo, generar un vínculo emocional seguro. Estas fibras se activan con las caricias y proyectan su señal al sistema límbico, la región cerebral que gestiona las emociones. Existe una creciente evidencia de que el tacto, tiene otra dimensión. (McGlone et al., 2014). Un estudio de febrero de 2025 en ScienceDirect mostró que incluso una breve sesión de caricias de solo tres minutos entre la madre y el hijo producía una co-regulación fisiológica inmediata, casi como si sus cuerpos recordaran que pertenecen uno al otro. El bebé aún no sabe quién es. Pero cuando es acariciado, empieza a intuir que el mundo puede ser confiable y su cuerpo está aprendiendo que el exterior puede ser seguro, cálido y amoroso. Y entonces… sonríe. Toda madre lo sabe… Y esa huella quedará grabada por siempre.
El tacto es el primer mapa del mundo del bebé. Desde el vientre materno, el feto ya responde al contacto. Pero es al nacer cuando el tacto se convierte en su único puente sensorial confiable hacia el entorno. Estudios clásicos como los de Klaus y Kennell (1976) mostraron cómo el contacto piel con piel entre madre e hijo en las primeras horas tras el parto favorece el vínculo afectivo, estabiliza el pulso del bebé, regula su temperatura y promueve el apego.
Las neurociencias modernas han confirmado lo que nuestras abuelas sabían intuitivamente, que una caricia puede cambiar un día, un ánimo, incluso una vida. Las caricias modelan el cerebro, regulan las hormonas del estrés, fortalecen vínculos, calman el cuerpo, y sobre todo, otorgan seguridad existencial. Acariciar —y dejarse acariciar— es una de las formas más profundas de humanidad. De ahí que, a veces sin saber cómo decirlo, el cuerpo hable solo y nos susurre… Una caricia por favor…
Testimonio de Marila, 29 años, madre primeriza: "Cuando nació mi hija prematura, los médicos me dijeron que el contacto piel con piel podía ayudarla a sobrevivir. La coloqué sobre mi pecho durante horas. No sabía que una caricia podía ser tan poderosa. Sentí que estábamos respirando con el mismo corazón. Hoy, cuando la acaricio suavemente para dormirla, sé que no solo la estoy calmando a ella... también me estoy curando yo."
El dolor del contacto ausente
En la segunda mitad del siglo XX, el psicólogo Harry Harlow hizo un experimento inolvidable con monos rhesus. Les ofreció dos figuras maternas artificiales, una de metal con alimento, y otra de felpa sin comida. Los bebés eligieron a la madre de felpa, porque la suavidad del contacto importaba más que el alimento. (Harlow, 1958).
Décadas después, los estudios con chimpancés y bonobos lo confirmaron. Las caricias no son solo señales de afecto, sino comportamientos de cohesión social, reparación emocional y creación de confianza. Un estudio publicado en 2024 por Plos One demostró que el grooming entre chimpancés es contagioso (Dunbar, 2010). Cuando un primate ve a otros acariciarse, tiene más probabilidad de hacerlo también. Es un eco empático: “Yo también necesito eso”.
Aún más reciente, en 2025, un equipo de primatólogos en Uganda observó cómo los chimpancés salvajes intercambiaban turnos para acicalarse. No era solo un gesto funcional, sino una dinámica regulada por jerarquías, edades y vínculos sociales, casi como una conversación sin palabras. Y nosotros, los humanos, ¿cuánto hemos olvidado de esta sabiduría táctil? ¿Cuántas depresiones, ansiedades y desconexiones emocionales nacen, sin que lo sepamos, de una piel que no ha sido tocada con amor? No ha sido acariciada.
En humanos, la ausencia de caricias durante la infancia está relacionada con trastornos del desarrollo, depresión, alteraciones cognitivas y dificultades para establecer vínculos afectivos sanos (Field, 2010). El contacto físico es tan importante que su carencia ha sido considerada una forma de privación sensorial, con efectos devastadores en el sistema nervioso.
Testimonio de Clara, 33 años, situación de pareja: "Después de meses sin tocarnos, una noche mi esposo me acarició la espalda sin decir nada. Fue una caricia silenciosa, temblorosa, pero honesta. No resolvimos todos nuestros problemas, pero esa noche entendimos que aún quedaban hilos. La piel recordaba lo que la mente había olvidado."
El caso de Leo: “Volver a tocarnos”
Escena: Consulta entre un joven profesional y su psicóloga sobre las caricias en su vida de pareja. Es un hombre de 35 años, bien vestido pero visiblemente cansado. Ella, una psicóloga de unos 40 años, mirada clara, voz pausada, gesto acogedor.
Psicóloga: Me alegra que hayas vuelto hoy, Leo. Dijiste la vez pasada que sentías que algo se estaba quebrando entre tú y tu esposa. ¿Cómo va eso?...
Leo: (Exhala) No sé... seguimos juntos, dormimos en la misma cama, compartimos cosas... pero es como si estuviéramos lejos. Como si cada quien andara en su mundo. A veces hablamos, a veces discutimos, pero casi nunca nos sentimos cerca. Es raro. Es duro.
Psicóloga: Y cuando piensas en ese “estar cerca”, ¿qué significa para ti? ¿Qué lo hace sentir real?
Leo: (Silencio. Piensa.) Supongo que... cuando la miro y sé que está ahí para mí, o cuando me sonríe sin que se lo pida. Pero eso ya no pasa. Y cuando tenemos sexo... sí, hay algo de contacto, de intensidad... pero apenas termina, cada quien vuelve a su esquina… y no sé si eso cuenta como cercanía.
Psicóloga: ¿Se acarician?
Leo: ¿Te refieres...?
Psicóloga: No durante el sexo. Me refiero a las otras caricias. Un roce en la espalda cuando pasa a tu lado. Tomarse de la mano mientras ven una película. Una caricia en el rostro al despertarse. Un abrazo sin intención sexual. Solo por amor. Un masajito…
Leo: (Piensa. Se encoge de hombros.) No. La verdad, no. Salvo cuando tenemos sexo... Y a veces ni en eso.
Psicóloga: Leo… ¿te das cuenta de lo que eso significa?...
Leo: ¿Que no nos tocamos?
Psicóloga: Que han dejado de hablar en el lenguaje más profundo que tiene una pareja. Las caricias no son solo gestos físicos. Son una forma de decir: “Te veo. Te reconozco. Aún te elijo.” Cuando una pareja deja de acariciarse fuera del sexo, poco a poco deja de habitar su vínculo emocional. Se vuelve un contrato más que un encuentro.
Leo: ¿Pero cómo? ¿Solo con caricias todo cambia?
Psicóloga: No todo. Pero es un comienzo. Mira… las caricias de amor, las no sexuales, las que no piden nada a cambio… ellas calman el sistema nervioso, reducen el estrés, liberan oxitocina —la hormona del apego— y hacen que el cuerpo recuerde que no está solo. Y a veces, cuando el cuerpo evoca al ser querido, la mente también empieza a resonar.
Leo: (Silencio largo) Nunca pensé en eso. Yo creía que con resolver las cosas hablando, bastaba. Pero ya ni hablamos. Y claro… ya ni nos tocamos. Tal vez… deberíamos empezar por ahí…
Psicóloga: No lo pienses como una estrategia, sino como un acto de presencia. ¿Podrías esta semana, al menos una vez, acercarte a ella y acariciarle el rostro, la espalda, o simplemente tomarle la mano… sin esperar nada más? Solo para decirle, “Estoy aquí. Aún somos dos.”
Leo: (Asiente) Sí. Creo que sí puedo hacerlo. Y… pienso que yo también necesito eso.
Psicóloga: Todos lo necesitamos, Leo. Hasta el más fuerte, el más racional, el más ocupado. A veces una caricia vale más que mil conversaciones postergadas.
Testimonio de Teo, 9 años, niño con autismo: "No me gusta que me abracen fuerte. Pero mi abuela me acaricia la mano con los dedos muy despacito, como dibujando. Eso sí me gusta. Me calma. Me hace sentir que soy como una planta y ella me riega con sus manos."
Caricias que desactivan el estrés y que restauran la vida
Vivimos en una sociedad hiper-cognitiva, saturada de estímulos visuales, verbales y digitales. Pero el cuerpo sigue siendo biología pura. El estrés crónico incrementa la producción de adrenocorticoides, como el cortisol, que alteran las funciones inmunológicas, cardiovasculares y neurológicas (Sapolsky, 2004). Y, es aquí donde reaparece el tacto como medicina. Sin embargo, las caricias tienen un efecto directo en la reducción de estos niveles. Estudios de la Universidad de Carolina del Norte (Grewen et al., 2003) han mostrado que el contacto afectivo entre parejas —como los abrazos o las caricias en la espalda— reduce la presión arterial y los niveles de cortisol.
Un metaanálisis publicado en 2024 revisó más de 200 estudios y concluyó que las caricias, los abrazos y los masajes reducen significativamente el dolor, la ansiedad y los niveles de depresión. Y no se trata solo de un contacto físico cualquiera. Es el contacto humano —con intención, calidez y atención— que tiene ese efecto poderoso.
La neurocientífica sueca Kerstin Uvnäs-Moberg ha explicado cómo las caricias activan la liberación de oxitocina, la llamada “hormona del amor”, que a su vez calma la respuesta del eje hipotálamo-pituitaria-adrenal, inhibiendo el exceso de cortisol y promoviendo la regeneración del cuerpo (Uvnäs-Moberg et al., 2015). Por eso, cuando alguien acaricia nuestra espalda, nuestros pies o nuestras manos, no solo se activa una sensación placentera, sino además mecanismos de sanación fisiológica profunda (Field, 2014). El cuerpo, literalmente, comienza a curarse. Así de simple…
Testimonio de Julián, 22 años, estudiante de ingeniería: "Me paso el día tocando la pantalla del teléfono, la laptop, la consola... A veces me doy cuenta de que puedo estar con amigos durante horas sin que nos toquemos jamás. Ni un abrazo, ni un apretón de manos. Cuando estoy con mi novia, a veces prefiero enviarle un emoji que decirle lo que siento en persona. Y aunque tenemos sexo, casi nunca hay caricias. Me cuesta... siento que no sé cómo se hace eso. Como si me faltara un lenguaje que nunca aprendí."
Por favor: ¡Abrázame!… y todo estará bien
En una época de distancias digitales y vínculos efímeros, acariciar a otro ser humano puede ser un acto revolucionario. Y no hablamos solo del amor de pareja, sino de las múltiples formas del afecto humano, como pueden ser los abrazos entre hermanos, las manos entretejidas de amigas o amigos, el gesto silencioso de un nieto que acaricia a su abuela hospitalizada, o cualquier contacto táctil de dos personas que agradecen o comparten un gesto de un ser amado, querido o de alguna amistad, incluso de un compañero de trabajo o de estudios o de algún conocido.
La psicología ha demostrado que las parejas que mantienen un contacto físico regular —caricias, abrazos, masajes— desarrollan mayor resiliencia emocional, mejor comunicación y vínculos más estables (Debrot et al., 2013).
El cuerpo no miente. Cuando acariciamos, escuchamos sin hablar. Cuando somos acariciados, nos sentimos vistos, reconocidos y queridos. El antropólogo Ashley Montagu explicaba que el ser humano necesita ser acariciado más que ser instruido, y añadía que la caricia no solo enseña, sino que confirma que existimos.
No se trata solo de sexualidad, sino de ternura, cuidado, atención, presencia. En un mundo cada vez más digital, las caricias humanas son el antídoto contra la soledad (Bauman, 2003).
También entre amigos y familiares, los abrazos generan vínculos que liberan endorfinas, aumentan la confianza y fortalecen la resiliencia emocional. Hay algo profundamente humano en la acción de tomar la mano de alguien que sufre, es un acto que dice “estoy presente”, incluso aunque no haya palabras.
Testimonio de Amina, 16 años, estudiante refugiada: "En mi cultura, no se acostumbra a expresar afecto abiertamente. Pero cuando llegamos a este país y me sentía perdida, una profesora me acarició el hombro después de una crisis de llanto. Fue una caricia leve, respetuosa... pero me sostuvo. Ese día entendí que el cuerpo también puede decir 'te veo, estás segura aquí'."
Bases neurofisiológicas del “social touch”
Desde la periferia nerviosa, una investigación reciente (marzo 2025, arXiv) identificó que ciertos aferentes mecanorreceptores tipo Aβ, especialmente el SA‑II y los del tipo “fast hair follicle afferents” (HFA), son capaces de discriminar distintos tipos de caricias humanas en escalas temporales funcionalmente relevantes, de 3 a 4 segundos, revelando una precisión sensorial sofisticada en la percepción social. En un contexto más exploratorio, un estudio basado en seguimiento táctil detallado mostró que, mediante pequeñas variaciones en velocidad, presión y área de contacto, podemos transmitir distintas intenciones emocionales a través del tacto, siendo estas diferencias suficientes para ser reconocidas y vividas emocionalmente por el receptor.
Testimonio de Mariana, 20 años, estudiante de diseño gráfico: "No recuerdo la última vez que alguien me acarició sin que fuera para algo sexual o sin ser un gesto automático. Con mis amigas nos mandamos stickers de ositos abrazando, pero nunca nos abrazamos de verdad. Cuando me siento triste, miro TikToks o scrolleo en Instagram, pero después me siento peor. A veces me doy cuenta de que no sé cómo pedir una caricia. Ni cómo darla. Es como si estuviéramos todos hambrientos de afecto, pero creyéramos que tocarse está fuera de moda."
La revolución del cuidado empieza por la piel
Estamos redescubriendo una verdad que habíamos delegado en lo terapéutico o lo médico donde el contacto humano es una forma de cuidado esencial. Y es urgente que lo profundicemos. En hospitales, en casas de cuidado, en familias estresadas, en relaciones que se enfrían… las caricias pueden ser el primer paso hacia la reconexión. Una caricia consciente puede abrir un puente donde ya no hay palabras. Puede reparar un vínculo, detener un ataque de ansiedad o aliviar un duelo. Porque al final, no somos solo conciencia o cuerpo, somos piel que recuerda, que anhela, que necesita. Y a veces, lo que más cura no es una respuesta, sino una presencia. Una mano. Una caricia…
Amar es tocar… y ser tocado
Tenemos que recordar que el órgano y el sentido más grande del cuerpo es la piel. El mundo nos exige rendimiento, velocidad, resultados. Pero la conciencia —y el cuerpo— siguen pidiendo lo mismo desde hace decena de miles de años, que es la presencia de la ternura, y del contacto. Una caricia no cambia el mundo, pero puede transformar un momento. Y a veces, un instante basta para darle la vuelta a todo. Así que, cuando alguien te abrace, no te sueltes rápido. Cuando sientas la espalda tensa, pide lo que no siempre sabes pedir: “Por favor… acaríciame.”
Testimonio de Andrés, 47 años, enfermero: "Trabajo en cuidados paliativos. Muchas veces, ya no hay mucho que decir ni hacer. Entonces tomo la mano del paciente y la acaricio con calma, y algo cambia. El pulso se relaja, los ojos se cierran, el cuerpo se entrega. En esos momentos, siento que una caricia es más poderosa que cualquier medicina o paliativo."
Sanar con la piel: Una revolución pendiente
Estamos comenzando a entender que el cuerpo no es solo un vehículo de la conciencia, sino un sistema inteligente de comunicación emocional. Las caricias no son accesorias ni ornamentales, más bien son herramientas terapéuticas, medios de conexión profunda y mecanismos de regulación psicoafectiva. En entornos clínicos, la “terapia de contacto” o “touch therapy” está ganando terreno. En cuidados paliativos, el simple acto de masajear suavemente las manos de un enfermo reduce el dolor y la ansiedad. En neonatología, la técnica del “método canguro” —llevar al bebé pegado al pecho desnudo de la madre o padre— ha salvado vidas de prematuros y fortalecido el vínculo primario. No basta con decir “te quiero”. El cuerpo necesita pruebas. Necesita tacto. Y muchas veces, basta con una palabra susurrada al oído de quien amamos: acaríciame.
Testimonio de Luis, 74 años, viudo: "Después de que murió mi esposa, me acostumbré al silencio. Lo que más me dolía no era la soledad, sino no tener su mano sobre la mía, ni esa caricia en la nuca que me daba cada noche. Con el tiempo entendí que el tacto era el lenguaje de nuestro amor. Hoy abrazo más a mis nietos. Es mi forma de seguir hablando con ella, a través de otros cuerpos."
Por favor: ¡Dame la mano!
En el mundo occidental, estrechar la mano es un gesto tan cotidiano que rara vez nos detenemos a pensar que, en realidad, es una caricia codificada por la cultura. Es breve, controlada y ritualizada, pero sigue siendo contacto piel con piel, con toda la carga afectiva y comunicacional que eso implica. La presión, la temperatura, la humedad y hasta la duración del apretón envían mensajes que nuestro cerebro registra en milésimas de segundo porque se trata de seguridad, cercanía, tensión o incluso dominio. Igual, un apretón de mano es indicativo de confianza, amistad, y señal clara al sellar un acuerdo o un pacto. En otras tradiciones, el saludo se adapta a códigos culturales específicos. En el mundo musulmán, el saludo puede consistir en estrechar la mano con suavidad, acompañado de una ligera inclinación de cabeza y, a veces, con la mano derecha llevada luego al corazón como señal de respeto y conexión espiritual. Allí, la fuerza física del apretón no es tan relevante como la intención y la cortesía implícita en el gesto.
El saludo del “puñito”
Durante la pandemia de COVID-19, la prohibición de darse la mano y de abrazarse supuso un golpe a esta forma básica de comunicación. De alguna manera el coronavirus quería terminar esta conexión entre dos o más personas. Sin embargo, el instinto humano de mantener algún tipo de contacto inventó sustitutos. Fue entonces cuando se popularizó el “puñito”: el choque de puños cerrados, un saludo más breve y con menor superficie de contacto, pero que conservaba el simbolismo de reconocimiento y cercanía. Este gesto, nacido de la necesidad de evitar la transmisión del virus, evidenció algo esencial, que incluso en tiempos de distanciamiento físico, buscamos maneras de tocarnos. El “puñito” no tiene la calidez de un apretón de manos ni la intimidad de un abrazo, pero cumplió la función de recordarnos que el contacto, por mínimo que sea, sigue siendo parte fundamental de nuestra naturaleza social y emocional. Fue una evidencia práctica de que el ser humano necesita, aun en la crisis, mantener su lenguaje táctil. Lo que cambió fue la forma, lo que permaneció fue el impulso ancestral de decir con el cuerpo: te veo, te respeto, y estoy aquí.
Acariciar es recordarnos nuestra humanidad
En un mundo que premia la velocidad, la eficiencia y la hiperproductividad, detenerse a acariciar se ha vuelto un acto casi innovador. Vivimos acelerados, calculando, rindiendo, acumulando… pero olvidamos algo esencial como el hecho de que somos piel, somos emoción, somos necesidad de contacto. En medio del ruido, del multitasking y del ruido digital, una caricia —humilde, sincera, amorosa— puede ser un acto de resistencia y de retorno. Acariciar no es solo tocar. Es poner presencia en la yema de los dedos. Es decirle al otro, sin palabras, “te veo, te siento y me importas”. Es mirarse al espejo, rozarse el pecho con compasión, abrazarse cuando nadie más lo hace. Porque sí, también necesitamos aprender a acariciarnos a nosotros mismos. A tocarnos sin juicio. A perdonarnos con ternura. A reconciliarnos con nuestro propio cuerpo, tantas veces exigido, olvidado, y castigado. Aprender a tocar a otros con respeto, con atención plena, con ternura profunda, es reaprender el lenguaje más primitivo del espíritu. Aquel que no se grita, no se escribe ni se razona. Solo se siente. Es el lenguaje del consuelo, del vínculo, de la confianza. Y quizá también… de la redención.
Las caricias no son solo gestos físicos. Son mensajes existenciales. Son la forma más sencilla y fuerte de recordarle a alguien —o de recordarnos— que somos valiosos, que somos dignos de amor, que no estamos solos. Una caricia dice lo que la mente olvida, que tú existes, que tu cuerpo tiene un lugar en este mundo. Que tu dolor merece consuelo, y tu alegría merece ser celebrada. Que tu vida debe ser tocada con amor… y tal vez, en este tiempo de pieles distraídas, pantallas frías y vínculos fatigados, no haya una cura más poderosa, ni acto más humano, que una simple caricia. De esas que calman nuestra conciencia. Así, que si alguna vez te faltan las palabras, si sientes que el mundo se desdibuja o que tú mismo te estás olvidando… haz una pausa. Busca a alguien. Busca tu cuerpo y susurra, con voz temblorosa o con la fuerza de quien despierta: “Por favor… acaríciame.” Hazlo como quien se recuerda que sigue vivo. Hazlo como quien empieza a sanar. A veces, una caricia no solo toca la piel… toca la parte de nosotros que habíamos olvidado cómo es el sentirnos amados…
Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Hasta la próxima entrega… Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…
María Mercedes y Vladimir Gessen, psicólogos.
(Autores de “Maestría de la Felicidad”, “Que Cosas y Cambios Tiene la Vida” y de “¿Qué o Quién es el Universo?”)
Fotos e imágenes: Gessen & Gessen
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