¿Eres una mujer o un hombre contemporáneo?
- Vladimir Gessen
- hace 3 días
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Desde el siglo XX y en el presente buena parte de las bases del patriarcado se derrumbaron y cambiaron lo que define una fémina o un varón…
¿Crisis de la masculinidad y de la feminidad?
Cuando escuchamos la palabra “crisis”, solemos imaginar ruinas, o un derrumbe, un temblor que amenaza con pulverizar lo conocido. Pero desde la psicología y también desde la vida, sabemos que nunca es solo destrucción. Es, sobre todo, un umbral. Un momento en el que lo viejo pierde su fuerza, y lo nuevo aún no ha tomado forma. Allí, entre lo que se minimiza y lo que nace, se abre la oportunidad de transformación. Y es justamente lo que hoy vivimos, una revisión colectiva, íntima y cultural de lo que significa ser hombre y ser mujer.
Durante siglos, las identidades masculinas y femeninas se organizaron en mandatos claros, casi indiscutibles. El hombre debía ser el proveedor, el fuerte, el racional, el jefe de la familia. La mujer, la cuidadora, la sensible, la entregada al hogar, muchas veces sumisa. Estas definiciones, aunque cuestionadas por voces lúcidas y valientes, dominaron la vida cotidiana de miles de millones de personas.
El siglo pasado, sin embargo, quebró esas certezas. Fue el tiempo de las grandes conquistas, entre ellas que las mujeres accedieron a derechos políticos y civiles, ingresaron masivamente a la educación y al mundo laboral, y comenzaron a decidir sobre su maternidad gracias a los avances en la anticoncepción. La revolución sexual de los años sesenta sacudió los cimientos de la moral tradicional, mientras los movimientos sociales alzaban la igualdad como bandera y lograban transformar leyes, costumbres y conciencias, los también hombres iniciaron, tímidamente, el proceso de liberarse de los moldes férreos de la virilidad. A descubrir que podían ser sensibles, vulnerables, compañeros corresponsables del cuidado de los hijos y del hogar, sin que eso significara perder su identidad.
Durante la segunda mitad del siglo XX se sembró la semilla de la duda frente a los roles fijos. Ya no era impensable que una mujer trabajara fuera de casa, o que un hombre criara a sus hijos. La familia dejó de ser un modelo único e inmutable y el único horizonte vital. El cambio había comenzado, y con él se abrió un espacio inédito para la libertad. En el presente siglo heredó ese terreno abonado y lo llevó más lejos. Ya no se trata solo de conquistar derechos, sino de elegir. La transformación dejó de ser consigna de minorías rebeldes para convertirse en conciencia compartida. Ser hombre o ser mujer ya no significa habitar un guion preestablecido, sino tener la posibilidad de escribir la propia identidad, de reinventarla en movimiento, de crearla en libertad. Y esa independencia, aunque desafiante y muchas veces vertiginosa, es quizás la revolución más profunda de nuestro tiempo.
La masculinidad en revisión: entre la culpa, la rabia y la búsqueda
Miles de hombres, especialmente jóvenes, se preguntan hoy qué significa “ser varón” en un mundo que ya no necesita su fuerza bruta, ni espera su silencio emocional, ni tolera su autoritarismo. Muchos lo agradecen. Otros lo padecen. Se ha descrito este fenómeno como una crisis de la masculinidad, un proceso caracterizado por sentimientos de desorientación, ansiedad, inutilidad o desplazamiento ante la pérdida de referentes tradicionales (Connell, 1995; Kimmel, 2008).
El “modelo del macho” —asociado al varón proveedor, racional, dominante y emocionalmente inaccesible— se ha visto erosionado por las transformaciones culturales, como la incorporación masiva de las mujeres al mundo laboral, el avance del feminismo, la revolución sexual, y más recientemente, las luchas por los derechos humanos.
Testimonio de Julien, 29 años, Francia, enfermero pediátrico: “Mi padre nunca me habló de sus miedos. Yo quiero que mi hijo sepa que sentir temor no es fallar.”
La generación más joven está liderando este giro. En una encuesta global de (Ipsos Mori, 2023) en 28 países, el 52% de los hombres menores de 35 años expresó que desea participar activamente en el cuidado doméstico y en la educación emocional de sus hijos. Esta cifra representa un crecimiento del 18% con respecto a hace una década.
De la ansiedad a la hostilidad
Ante este cambio, se han registrado experiencias de varones que han experimentado un duelo. Deben despedirse del “hombre que les enseñaron a ser” sin tener todavía una imagen clara del hombre al que podrían convertirse. Este duelo suele adoptar tres formas: Uno, el desconcierto y la inseguridad, en el cual jóvenes y adultos reportan síntomas de ansiedad, depresión o crisis de identidad, vinculados a la pérdida de un rol social claro (Frosh, Phoenix & Pattman, 2002).
Dos, la resistencia agresiva ya que algunos responden con hostilidad, aferrándose a discursos misóginos, antifeministas o reaccionarios. Investigadores han analizado cómo el miedo masculino a la pérdida de poder se traduce en violencia simbólica o incluso física, reforzando estereotipos de género (Michael Kimmel, 2017).
Tres, con la apertura transformadora, cada vez más hombres exploran nuevas formas de ser, desde una paternidad presente y afectiva hasta el cultivo de la vulnerabilidad emocional y el cuidado mutuo. Se trata de lo que algunos llaman nuevas masculinidades (Seidler, 2007), basadas en la ética del reconocimiento y la igualdad.
Testimonio de Santiago, 43 años, ingeniero: “Me criaron para ser el proveedor, pero mi pareja gana más que yo y quiere compartir todo conmigo. Me siento fuera de lugar.”
Por último, tenemos una masculinidad en transición, donde la revisión de la hombría implica un proceso de transición colectiva, con el problema de que se abandona un guion aprendido, pero aún no existe un modelo consolidado que lo reemplace. En la teoría de la performatividad, el género no es un destino fijo sino una práctica en construcción (Judith Butler, 1990). Así, la identidad masculina contemporánea se escribe en movimiento, en el encuentro entre la memoria de un pasado autoritario y la búsqueda de un futuro más humano y solidario.
En definitiva, la crisis de la masculinidad no es únicamente un problema individual, sino un fenómeno social y cultural que refleja el reacomodo de las relaciones de poder entre géneros. Y como toda crisis, abre el espacio tanto para la regresión como para la transformación ética.
Testimonio de Andrés, 34 años, artista plástico: “Después de ser papá, aprendí a abrazar sin miedo. Lloré viendo a mi hija dormir. Antes, jamás lo habría dicho en voz alta.”
La feminidad se emancipa de sus propios moldes
Las mujeres también viven una revolución silenciosa, aunque poderosa. En muchos lugares del mundo, dejaron de estar condicionadas por la maternidad como destino obligado, la pareja como centro de vida, o la belleza como pasaporte social. Este proceso no ha sido lineal ni homogéneo, pero constituye uno de los cambios culturales más significativos de este y del anterior siglo. Durante este tiempo, el rol femenino se definió en función de la reproducción. La maternidad era considerada no solo un destino natural, sino un deber moral y religioso. Sin embargo, la aparición de los métodos anticonceptivos modernos, especialmente la píldora en la década de los ‘60 transformó radicalmente la experiencia femenina. El mito de que la mujer se realizaba únicamente como madre y esposa comenzó a resquebrajarse (Betty Friedan, The Feminine Mystique). Hoy, millones de mujeres eligen no ser madres, sin culpa, lo cual representa un quiebre con siglos de normatividad biológica y cultural.
Testimonio de Valentina, 38 años, profesora universitaria: “No quiero hijos. No porque no ame a los niños, sino porque quiero construir otro tipo de legado. Y me cansé de justificarlo.”
El feminismo contemporáneo ha puesto en evidencia que la igualdad formal como el derecho al voto, la educación o la participación laboral, no garantiza la igualdad sustantiva. Se ha planteado que la justicia de género requiere redistribución económica, reconocimiento cultural y representación política efectiva (Nancy Fraser, 2013). Así, la demanda de igualdad salarial, el acceso a posiciones de poder y la participación en la toma de decisiones constituyen hoy pilares de la agenda feminista global. Uno de los mayores aportes de los movimientos feministas ha sido visibilizar la doble jornada la cual se trata de la carga laboral formal, sumada al trabajo doméstico y de cuidados no remunerado (Hochschild & Machung, 1989). Al problematizar esta situación, muchas mujeres redefinen el éxito no solo en términos de ascenso profesional, sino también de equilibrio vital y bienestar emocional. Esto supone cuestionar el ideal meritocrático y sacrificial que históricamente se exigió a las mujeres para “demostrar” su valía.
Otra dimensión central de esta emancipación es la recuperación del deseo femenino. La mujer fue históricamente construida como “el otro” del hombre, subordinando su sexualidad a la mirada y necesidad masculina (Simone de Beauvoir en El segundo sexo). Hoy, millones de mujeres reclaman el derecho a un deseo autónomo, libre de complejos, que no dependa de la validación externa ni de la lógica de servicio al otro.
Testimonio de Mariana, 41 años, CEO y madre: “Me costó aceptar que mi esposo se quede en casa con los niños mientras yo dirijo una empresa. Al final entendí que el amor no tiene género, pero sí acuerdos.”
Este cambio mostró cómo las mujeres, al incorporarse masivamente al trabajo remunerado, no abandonaron sus responsabilidades en el hogar, sino que cargaron con ambas (Arlie Hochschild, “La segunda jornada”). Esto implica no solo trabajar fuera del hogar, sino negociar las responsabilidades dentro del hogar en términos de equidad. Además, la emancipación femenina no es homogénea ya que está atravesada por la condición social, la raza, la cultura y la historia. En muchas comunidades, las mujeres no solo luchan por la equidad de género, sino por sobrevivir a sistemas de exclusión más amplios (Angela Davis, 2016).
Testimonio de Ruth, 42 años, Nigeria, abogada: “Fui madre a los 40, cuando ya tenía una carrera consolidada. No me sentí egoísta. Me sentí lista.”
Nombrar lo innombrable: la violencia cotidiana
Un aspecto crucial del cambio contemporáneo es la posibilidad de mencionar y denunciar la violencia antes silenciada. Desde el acoso laboral y callejero hasta los llamados micromachismos (Bonino, 1998), pasando por la carga mental asociada a la gestión del hogar. Ahora, las mujeres han puesto palabras a lo que antes se vivía en soledad o se normalizaba como “natural”. La revelación pública no solo ha generado conciencia social, sino que ha abierto espacios de resistencia y reparación.
La feminidad cada día más, ya no se define por el recato, ni la entrega incondicional. Hoy es más plural, más consciente, más libre. Esto no significa la desaparición de los atributos tradicionalmente asociados a lo femenino, sino su reconfiguración con la posibilidad de ser fuertes y tiernas, autónomas y comunitarias, intelectuales y cuidadoras. El género se reinventa constantemente, y de esta manera, la feminidad contemporánea no responde a un molde único, sino a múltiples formas de existencia (Judith Butler, 2004). Este cambio, aunque incómodo para quienes aún añoran jerarquías rígidas, es profundamente transformador para todos. Porque la emancipación femenina no libera solo a las mujeres, abre también la puerta a relaciones más equitativas, humanas y solidarias entre los géneros.
La paradoja del cambio
No estamos viviendo el fin de lo masculino ni de lo femenino, sino su expansión. Lo que realmente se desmorona es la rigidez. Esa que durante siglos nos obligó a elegir entre fuerza o ternura, entre liderazgo o cuidado, entre razón o emoción, como si fueran territorios incompatibles. Hoy esos bordes se desdibujan, y al hacerlo incomodan porque nos obligan a revisar nuestras identidades más profundas, esas que nos fueron transmitidas como verdades inamovibles. Entonces las preguntas que emergen son desafiantes, casi provocadoras: ¿Puede un hombre ser sensible sin que lo tilden de débil? ¿Puede una mujer ser ambiciosa sin cargar con el juicio de la soberbia? ¿Puede una pareja reinventarse sin apoyarse en el molde tradicional? ¿Puede una sociedad sobrevivir sin papeles rígidamente asignados?... Lo fascinante es que estas preguntas no tienen respuestas definitivas, sino que se van construyendo en la experiencia de cada persona, de cada vínculo, de cada comunidad.
Testimonio de Renato, 36 años, Brasil, diseñador gráfico: “Tengo dos hijos y trabajo desde casa. A veces me siento extraño siendo el único papá en el parque a las 11 de la mañana. Pero también siento que estoy construyendo algo hermoso con ellos.”
Durante siglos, lo masculino se asoció al poder, a la razón, a lo público, entre tanto, lo femenino, a la emoción, a la delicadeza, a lo privado. Esas oposiciones nunca fueron neutrales, lo masculino siempre se colocó por encima, y lo femenino quedó relegado al margen, en un lugar subordinado (Pierre Bourdieu, “La dominación Masculina”). Hoy, sin embargo, esa arquitectura jerárquica se resquebraja. Descubrimos que un hombre puede ser fuerte y tierno al mismo tiempo, que una mujer puede ser cuidadora y líder sin contradicción, que la razón y la emoción no se excluyen, sino que se enriquecen mutuamente.
El hombre que se atreve a llorar, a expresar su miedo o su ternura, no pierde virilidad, sino que la expande. La psicología contemporánea ha demostrado que la represión emocional en los varones ha tenido consecuencias devastadoras en su salud mental y física. Abrirse a la sensibilidad no es debilidad, es una forma de supervivencia. Es la oportunidad de habitar una masculinidad más completa y más humana.
De la misma manera, la mujer ambiciosa ya no pide disculpas por serlo. Durante demasiado tiempo, la ambición fue celebrada en el varón y castigada en la mujer. Pero hoy sabemos que el liderazgo femenino no solo es justo, sino que transforma positivamente a las organizaciones y a las comunidades. La ambición, cuando se vive como una forma de realización personal dentro de un propósito propio, y no como imposición del otro, se convierte en una fuerza creadora.
Reinventar la pareja y la familia
Las parejas también participan en este movimiento. El amor ya no se mide únicamente por la permanencia, sino por la capacidad de innovación. La familia deja de ser un molde rígido y se transforma en un espacio flexible, donde los roles se negocian y se comparten. Estamos transitando hacia lo que se llamó la “relación pura”, o a los vínculos basados en la elección y en el diálogo, más que en la tradición o la obligación (Anthony Giddens, 1992). Y lo mismo ocurre con las sociedades. Quienes temen al cambio suelen imaginar que sin roles estancos todo se derrumbará. Sin embargo, la evidencia nos muestra lo contrario, que las sociedades más igualitarias son también las más prósperas, innovadoras y felices. La flexibilidad no destruye la cohesión social, al contrario, la fortalece porque permite que cada individuo aporte desde su autenticidad y no desde un guion impuesto.
Claro, este tránsito no es sencillo. Como toda transformación, suele ser enmarañada, ambigua y profundamente humana. Vivimos en medio de tensiones, por una parte, lo viejo que no termina de morir, y por la otra, lo nuevo que aún no termina de nacer. Pero quizás sea precisamente allí, en ese terreno movedizo, donde la humanidad se crece. En definitiva, no se trata de borrar lo masculino ni lo femenino, sino de expandirlos, de volverlos más generosos, más complejos, más verdaderos.
Libertad y autorrealización
En su conocida teoría de la autorrealización, Abraham Maslow, señalaba que la felicidad surge cuando logramos desplegar nuestras potencialidades más profundas. Pero ¿cómo realizarnos si desde niños se nos encierra en moldes que niegan aspectos esenciales de lo que somos? La rigidez de género limitaba esa expansión, al hombre se le prohibía la ternura, a la mujer la ambición. Hoy, en cambio, el desdibujamiento de fronteras nos devuelve la posibilidad de elegir, y con ella, la oportunidad de ser más completos.
La plenitud personal surge de la congruencia entre lo que sentimos y lo que expresamos (Carl Rogers, “Convertirse en Persona”). El hombre que puede llorar sin vergüenza, la mujer que puede decir “quiero poder” sin culpa, la pareja que puede inventar sus propias reglas de amor, todos ellos experimentan una liberación psicológica porque ya no tienen una vida ajena, sino la suya propia. Esa coherencia interior es fuente de bienestar ya que reduce el conflicto entre el “ser verdadero” y el “ser impuesto”. Además, este proceso no se limita a lo individual. Cuando las identidades se expanden, también se transforman las relaciones y las sociedades. Un hombre que comparte el cuidado de sus hijos no solo gana cercanía afectiva, sino que también ayuda a crear un mundo más equitativo. Una mujer que lidera sin disculparse inspira a otras a hacer lo mismo. Cada identidad liberada se convierte en semilla de transformación colectiva. El sentido de vida no se encuentra solo en la experiencia personal, más bien en la capacidad de trascender y contribuir a algo más grande que uno mismo (Viktor Frankl, El Hombre en busca de Sentido).
Es verdad, este cambio genera vértigo. La libertad siempre lo hace. La falta de moldes claros provoca ansiedad, dudas, incluso miedo. Pero es precisamente en esa incertidumbre donde germina la promesa de una felicidad más madura, la que no depende de obedecer guiones heredados, sino de escribir el propio relato. La que no se mide en comparación con el otro, sino en la fidelidad a la verdad de cada quien. En suma, la expansión de lo masculino y lo femenino no es solo un asunto de igualdad de género, es una revolución de la conciencia. Nos invita a vivir en movimiento, a reinventarnos, y así encontramos la posibilidad de una vida más libre, más coherente, y más feliz. La historia nos muestra que las crisis nunca son meras catástrofes sino también umbrales. Toda crisis implica la apertura hacia un paradigma distinto, así como también la posibilidad de que surja algo más humano, más compartido (Thomas Kuhn, 1962, “La estructura de las revoluciones científicas”).
El derrumbe de los viejos moldes es también el ocaso de las máscaras. El hombre que se disfraza de dureza para ocultar su vulnerabilidad, la mujer que finge dulzura para no ser juzgada por su ambición, ambos encarnan identidades obligadas. Hoy, la autenticidad se abre paso como un valor central. Solo cuando la persona se atreve a vivir de acuerdo con su naturalidad puede alcanzar la plenitud psicológica (Carl Rogers, 1961). Y esa búsqueda de ser uno mismo, aunque incómoda y disruptiva, constituye uno de los cambios más trascendentes de nuestra época.
Testimonio de Soledad, 35 años, Argentina, trabajadora social: “Mi mamá crió seis hijos. Yo elegí no tener hijos y cuidar de otras cosas: niñas en situación de calle, estudiantes en crisis, mi salud mental. ¿Eso me hace menos mujer?”
¿Qué quieren hoy hombres y mujeres?
Los hombres no quieren ser sumisos. Quieren ser escuchados, necesarios, emocionalmente completos. Ya no desean reducir su identidad al papel de proveedores o protectores, porque saben que en esa reducción se asfixia buena parte de su humanidad. Las mujeres no quieren ser autoritarias. Quieren ser respetadas, libres, protagonistas de sus propias vidas. Ya no desean que la maternidad o el cuidado sean su único pasaporte social, aunque para muchas sigan siendo, elecciones valiosas. Su anhelo no es reemplazar la antigua supremacía masculina con un dominio femenino, sino habitar un espacio de reconocimiento y libertad. Lo que se está gestando no es un simple cambio de papeles, como si él ahora cuidara, y ella proveyera. Es algo más profundo, es una nueva coreografía entre lo masculino y lo femenino, que aún estamos aprendiendo a bailar. Una danza en la que las viejas jerarquías se disuelven y la música invita a la reciprocidad. Se trata de un baile compartido.
¿Patriarcado?
Sí, aún persiste estructuralmente. El hombre como patriarca, entendido como un sistema donde los varones ejercen poder y privilegio sobre mujeres y disidencias, sigue siendo el modelo dominante en la mayoría de los sistemas legales, políticos y económicos del mundo. Esto se refleja en las brechas salariales de género, en la subrepresentación femenina en cargos de poder, en las violencias machistas sistemáticas, y en las normas culturales que penalizan la libertad sexual, la falta de reproductividad de las mujeres. Incluso, en sociedades consideradas “modernas” o “igualitarias”, las estructuras patriarcales se mantienen de forma más sutil, a través de normas invisibles que naturalizan el dominio masculino y una violencia simbólica (Pierre Bourdieu,1998).
Lo cierto, es que no hay un solo modelo de lo humano. La historia y las culturas nos enseñan que la vida puede organizarse de formas infinitamente más diversas de lo que permite la norma. La idea de que el patriarcado es “natural” ha sido desmontada por la historia comparada y la antropología cultural. Existen —y han existido— múltiples formas de organización social en las que la centralidad no está dada por el varón, ni por la dominación, sino por otras lógicas, como el cuidado, la memoria, la reciprocidad o la maternidad simbólica. Conocer estos modelos nos ayuda a entender que la crisis de los roles tradicionales no es un caos, sino una oportunidad para explorar nuevas formas de vivir el género y el poder.
Testimonio de David, 40 años, México, profesor de biología: “Mi abuelo nunca cambió un pañal. Mi papá lo hizo solo cuando mi mamá estuvo enferma. Yo cambio pañales, cocino y enseño a mis hijas que un hombre que cuida no es menos hombre.”
¿Matriarcado?
No, salvo en pequeñas comunidades. Aunque el término existe en la antropología (Heide Göttner-Abendroth, “Las Sociedades Matriarcales…”), no hay ejemplos actuales a gran escala de sociedades matriarcales organizadas como sistema dominante. En algunas comunidades tradicionales, como los mosuo en China o los "minangkabau" en Indonesia, las mujeres ejercen autoridad familiar o tienen centralidad económica, pero esto no implica una inversión del patriarcado, sino formas distintas de equilibrio comunitario.
El caso de la comunidad Wayúu
En la región fronteriza entre Venezuela y Colombia, la comunidad Wayúu (Guajira), constituye un ejemplo vivo de una sociedad matrilineal, en la que la figura femenina es central para la transmisión de valores, pertenencia, propiedad y liderazgo. Así el linaje Wayúu se hereda por la madre. Las tías maternas tienen autoridad ritual, social y educativa, especialmente en la formación espiritual de niñas y niños antes que los padres. Las decisiones familiares importantes suelen tomarse con el consentimiento o guía de las mujeres mayores, conocidas como apüshi. Las mujeres Wayúu son las portadoras de la tradición oral y del equilibrio espiritual de la comunidad, en una cosmovisión donde el poder no es dominio, sino responsabilidad.
Testimonio de María Fernanda Epieyú, lideresa Wayúu: “En la cultura Wayúu, no hay un solo jefe. Hay palabras que circulan y decisiones que maduran. Y la mujer, al ser la raíz, no necesita imponer, simplemente su presencia organiza.”
Este modelo no implica una "dominación femenina", sino una redistribución simbólica del poder en torno a la red materna, el clan y la reciprocidad colectiva. Es un recordatorio de que otros mundos son posibles, incluso dentro del mismo continente.
Culturas en transición
Para entender la diversidad actual, podemos imaginar el planeta no como dividido en patriarcado/matriarcado, sino como un conjunto de transiciones. En los países nórdicos como Suecia, Noruega, Dinamarca y Finlandia, se avanza hacia la corresponsabilidad plena en género, con modelos de parentalidad compartida y liderazgo femenino normalizado. En América Latina existe tensión entre las tradiciones patriarcales y las nuevas relaciones emergentes. También se observa la presencia de culturas indígenas matrilineales en México, Colombia, Venezuela, Perú y Ecuador. En África subsahariana, la coexistencia de clanes matrilineales, como los Akan en Ghana o los Bemba en Zambia mantienen estructuras patriarcales coloniales o religiosas. En Asia, encontramos sociedades híbridas como en Japón o Corea del Sur, donde conviven roles familiares tradicionales con mujeres líderes en ciencia, arte y tecnología. En Estados Unidos y Europa occidental se trabaja en la equidad institucional, derechos reproductivos, paridad política y nuevas formas de ser de la familia equitativa.
¿Qué tipo de sociedad es la actual?
Lo que emerge no es la guerra de los géneros, sino una nueva forma social entre lo femenino y lo masculino, donde los pasos se negocian, se comparten y se conciben. Ya no se trata de competir por el poder en la pareja, en el hogar o en la sociedad. Consiste en construir alianzas psicológicas y sociales más justas, más humanas y, sobre todo, más conscientes. Ser hombre o mujer ya no es una jaula. Puede ser un viaje. La palabra que mejor define el momento histórico que vivimos es la “sociedad postpatriarcal en transición”, en medio de grandes contradicciones y disputas simbólicas. Esta sociedad se caracteriza por el desmantelamiento parcial del patriarcado en términos legales y culturales, pero sin que haya desaparecido su raíz estructural. A la vez existe una emergencia de modelos híbridos y contradictorios, donde tenemos hombres que cuidan a los hijos, mujeres que lideran, nuevas familias no binarias, pero aún dentro de marcos culturales que muchas veces no los legitiman completamente.
Mientras tanto, se profundizan las luchas activas por la igualdad desde el feminismo, las nuevas masculinidades, y sectores juveniles que cuestionan los modelos heredados. En paralelo observamos las reacciones neoconservadoras que buscan restaurar el orden patriarcal clásico, usando nostalgia, religión o nacionalismo como armas discursivas. No obstante, se presentan cambios acelerados en lo simbólico en el cine, la literatura, y las redes sociales, pero son lentos en lo institucional como serían los cambios de leyes, la normativa en las empresas, o en el poder político.
Algunas posibles denominaciones que podemos dar a las sociedades en transformación serían el de sociedad postpatriarcal, donde no se ha eliminado el patriarcado, pero se cuestiona cada vez más desde múltiples frentes. La sociedades en transición de género que viven un reordenamiento, político y emocional de las relaciones entre los géneros. La sociedad híbrida en la que conviven modelos antiguos patriarcales con nuevos procesos igualitarios, no binarios, e interdependientes. La sociedad negociadora, donde las normas y reglas se discuten, se disputan y se modifican, y las sociedades de subjetividades emergentes, donde lo que está cambiando es la manera en que las personas sienten, se identifican y se relacionan con su género y con el poder. Tal vez el objetivo no sea reemplazar un sistema de dominación por otro, sino construir un nuevo paradigma relacional, donde ni el poder ni el género definan jerarquías absolutas. No buscamos que una mujer esté por encima del hombre. Buscamos que nadie esté debajo de alguien.
Testimonio de Fátima, 50 años, Marruecos, enfermera: “Mi abuela me decía que primero era esposa y luego mujer. Yo enseño a mis hijas que primero son ellas, luego lo que quieran ser.”
Religión e identidades de género
Las religiones, en general, han sido arquitectas de los roles masculinos y femeninos. Han ofrecido un marco de sentido que a lo largo de la historia ordenaba la vida familiar, la sexualidad y la comunidad. Pero ese marco también estuvo marcado por jerarquías con lo masculino como rector, y lo femenino como subordinado.
El cristianismo, el islam y el judaísmo —cada uno con sus matices— colocaron a la mujer en la esfera de lo privado, ligada a la maternidad, la pureza y el cuidado, mientras el hombre ocupaba la esfera pública y de autoridad. Las religiones monoteístas surgieron en contextos patriarcales y reforzaron esas estructuras (Karen Armstrong, 2005). La feminidad se vinculó al sacrificio y la obediencia, la masculinidad al poder y al liderazgo espiritual.
A pesar de ello, sin embargo, asistimos a una tensión evidente en la que esas doctrinas se resisten a los cambios sociales, mientras que millones de creyentes reclaman una reinterpretación. El feminismo cristiano (Elisabeth Schüssler Fiorenza, 1992), el feminismo islámico (Fatema Mernissi,1991), y el judaísmo reformista (Judith Plaskow, 1990) han abierto debates internos para releer los textos sagrados desde la igualdad. Tanto en el cristianismo como en el judaísmo, han mostrado que la subordinación femenina no es inherente a lo divino, sino a la interpretación patriarcal de lo religioso.
También los hombres creyentes atraviesan sus propias búsquedas. En comunidades cristianas, musulmanas y judías, emergen propuestas de nuevas masculinidades espirituales que promueven la ternura, la compasión y el cuidado como virtudes masculinas, no como amenazas a su fe. Este cambio muestra que las religiones no solo pueden ser freno, y pueden convertirse en catalizadoras de transformaciones más humanas.
El desafío actual
La pregunta es: ¿pueden las religiones acompañar este amanecer de autenticidad? En muchos lugares, las instituciones religiosas siguen siendo de las más resistentes a la igualdad de género. Pero también es cierto que en el seno de esas mismas comunidades crecen voces que reclaman justicia, equidad y libertad, convencidas de que lo sagrado no puede ser aliado de la opresión.
Hablar de la “crisis de la masculinidad y la feminidad” en el mundo árabe no significa simplemente trasladar los conceptos de Occidente. Allí, las identidades de género están profundamente entrelazadas con la religión, la tradición y el derecho islámico (sharía), y cualquier revisión de los roles masculino y femenino toca fibras que no son solo culturales, sino también espirituales y políticas. En la mayoría de las sociedades árabes, la familia sigue siendo el núcleo organizador de la vida social y la transmisión de valores. La división tradicional de roles es más fuerte. El hombre “debe ser” el proveedor, la autoridad moral y jefe del hogar, mientras que la mujer es la cuidadora, y garante de la continuidad familiar. Este modelo, aunque en transformación, se mantiene reforzado por normas religiosas y estructuras jurídicas que limitan la movilidad y autonomía de las mujeres en varios países (Moghadam, 2004).
Aun así, las mujeres árabes viven sus propias revoluciones silenciosas. En países como Marruecos, Túnez, Líbano o Emiratos Árabes Unidos, muchas acceden a la educación universitaria, al trabajo profesional y a la política. Organismos internacionales han documentado que las tasas de escolarización femenina en el mundo árabe se han incrementado significativamente desde los años ochenta (UNESCO, 2022). A la par, la paradoja es que este avance coexiste con leyes de herencia desiguales, con limitaciones en la libertad de movimiento y con normas sociales muy rígidas sobre la sexualidad y el honor familiar. Aunque buena parte de los jóvenes árabes viven una masculinidad “atrapada” entre la expectativa de ser proveedores y la imposibilidad real de lograrlo, lo que genera frustración, rabia y, en algunos casos, radicalización (Ghoussoub y Sinclair-Webb, 2000).
La crisis de género en las sociedades árabes no se vive como en Occidente. Allí está atravesada por luchas de modernización, interpretaciones religiosas, y resistencias identitarias frente a la globalización. No obstante, también hay aperturas. El surgimiento de movimientos feministas islámicos que buscan reinterpretar el Corán desde la igualdad (Badran, 2009), las nuevas masculinidades que emergen en la diáspora, y los jóvenes que, conectados por las redes sociales, ensayan maneras distintas de amar, convivir y construir familia.
Si en Occidente hablamos de una “nueva coreografía” entre lo masculino y lo femenino, en el mundo árabe tiene pasos mucho más complejos. Allí se baila entre tradición y modernidad, entre religión y secularismo, entre normas rígidas y deseos de libertad. Y aunque el cambio sea más lento, también está en marcha. Porque, en el fondo, la pregunta que late es la misma: ¿qué nueva forma de humanidad quiere nacer a través de esta crisis?
El Universo como proyección simbólica
Durante milenios, las culturas y las creencias religiosas imaginaron al Universo a través de arquetipos de género. Para los griegos, Gea era la Madre Tierra y Urano el Cielo masculino que la fecundaba. En las tradiciones orientales, el yin y el yang simbolizan lo femenino y lo masculino en constante complementariedad. En la mística judeocristiana, Dios fue mayoritariamente representado como Padre, aunque la figura de la Sophia, diosa de la sabiduría divina, es femenina. Desde una perspectiva más contemporánea el Universo no puede reducirse a categorías humanas como hombre o mujer. El género es una construcción biológica y social que organiza la vida en nuestro planeta, pero el Cosmos es anterior y más vasto que toda clasificación. Si quisiéramos responder, si el Universo es femenino o masculino, tal vez habría que decir que es ambos y ninguno, porque las categorías humanas —como “hombre” y “mujer” — se quedan cortas frente a la magnitud de lo qué, o quien sea el Universo. Tal vez la verdadera respuesta es que es Conciencia infinita que en su despliegue se manifiesta con cualidades que a nosotros nos parecen masculinas o femeninas, pero que en Él son inseparables. El Universo no se limita a lo que somos, sino que nos contiene y nos sobrepasa.
Del dominio a la corresponsabilidad
La historia no avanza en línea recta. Avanza con idas y vueltas, con colisiones de culturas, con resistencias y transformaciones. Las identidades de género no son estables ni universales. Son construcciones históricas y afectivas que pueden —y deben— ser actualizadas. Es abrir la imaginación y comprender que lo que damos por “normal” es, en realidad, una posibilidad entre muchas. Tal vez el futuro no consista en imitar a una sola cultura, sino en integrar la sabiduría de muchas para crear una humanidad más libre, plural y consciente. El objetivo no es reemplazar un sistema de dominación por otro, sino construir un nuevo paradigma, donde ni el poder ni el género definan las jerarquías absolutas. No estamos asistiendo al final de los hombres ni al auge de las mujeres. Estamos siendo testigos del comienzo de algo más grande, del nacimiento de una nueva humanidad. Más allá del dominio, hacia el encuentro, a la posibilidad de ser —juntos— plenamente humanos.La historia del género ha sido, durante siglos, una historia de jerarquías, de máscaras obligadas, de afectos reprimidos y roles prescritos. Una historia donde el poder se confundió con dominio, y el amor con sumisión. Hoy, ese relato está cambiando. Los hombres que antes eran entrenados para callar sus miedos, ahora los nombran. Las mujeres que eran moldeadas para complacer, ahora se eligen a sí mismas. Jóvenes de todas las identidades caminan por senderos nuevos, donde no importa tanto el género con el que naciste, sino la conciencia con la que habitas tu existencia.
Este temblor que sentimos —en el lenguaje, en las familias, en los cuerpos, en las relaciones— no es el colapso de la civilización. Es el parto de una nueva forma de convivencia. Más ética. Más flexible. Más luminosa.
No se intenta construir un matriarcado que sustituya al patriarcado. Se trata de trascender toda forma de poder que excluya, silencie o someta. Y en su lugar, construir redes de corresponsabilidad, de cuidado mutuo, de liderazgo compartido. Porque el desafío de este siglo no es quién manda, sino cómo convivimos. No es quién gana, sino cómo nos encontramos. No es quién protege, sino cómo nos cuidamos. La revolución que ya comenzó no es de hombres y mujeres enfrentados. Es de seres humanos que se reconocen en su diversidad y se acompañan en su transformación.
El futuro no será masculino ni femenino. Será humano, múltiple, ético… y compartido…
Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Hasta la próxima entrega… Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…

María Mercedes y Vladimir Gessen, psicólogos.
(Autores de “Maestría de la Felicidad”, “Que Cosas y Cambios Tiene la Vida” y de “¿Qué o Quién es el Universo?”)
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