El odio y el rencor crea déspotas y dictadores
- Vladimir Gessen
- hace 1 día
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El siglo 21 amenaza con repetir la tragedia: Países sometidos por sátrapas resentidos inventan “enemigos” para eternizarse en el poder
¿Puede el odio social ser el combustible que encienda dictaduras y destruya democracias?¿La rabia social y el rencor de muchos siguen vivos, y suelen ser la chispa que encienda nuevamente dictaduras en buena parte del mundo? ¿Hoy, esa emoción amenaza con devorar nuestra libertad?...
El resentimiento como fuerza histórica
Cuando un grupo comparte una historia de agravios —opresión, explotación, discriminación— el resentimiento se convierte en una memoria compartida. Este fenómeno ha sido estudiado por sociólogos y psicólogos sociales como “memoria transgeneracional del agravio”. No es raro que nietos o bisnietos de víctimas de injusticias sientan resentimientos hacia quienes representan, en su imaginario, al agresor original, aunque no hayan vivido los hechos en carne propia.
Estos casos abundan en comunidades indígenas que conservan el dolor del despojo colonial, en descendientes de esclavos que arrastran el peso de la historia, en minorías que guardan viva la memoria de leyes discriminatorias. El resentimiento social ha sido en ocasiones un motor de cambio y ha impulsado movimientos por los derechos civiles, luchas feministas y demandas de reparación histórica, como fue el caso de Sudáfrica con Nelson Mandela. El riesgo aparece cuando ese resentimiento deja de buscar justicia, y se convierte en deseo de venganza. Entonces, deja de ser una herramienta de transformación y pasa a ser un combustible para la polarización. El “nosotros contra ellos” se impone, y cualquier intento de diálogo se ve como una traición.
En la política
En política, el resentimiento ha sido una de las armas más eficaces para dominar conciencias, someter voluntades y moldear sociedades enteras. No se trata de una ira pasajera, sino de una emoción cultivada y manipulada con cálculo estratégico. Cuando el agraviamiento social —la insatisfacción, la injusticia, la humillación— carece de cauces adecuados de resolución, se convierte en un terreno fértil para quienes prometen “salvar” a la nación mediante la identificación y eliminación de un enemigo “fabricado” y verdadero. Esa promesa, que transforma la frustración en una ilusión de redención, ha servido de cimiento a regímenes autocráticos en distintas épocas.
Karl Marx comprendió el poder de este recurso y lo plasmó en su Manifiesto Comunista, al sentenciar: “Toda la historia de la sociedad humana… es una historia de luchas de clases… en una palabra: opresores y oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha ininterrumpida, velada unas veces, y en otras, franca y abiertamente, en una lucha que conduce en cada etapa a la transformación revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio de las clases dominantes”. Marx convirtió el resentimiento en principio rector de la historia. Y, si él lo formuló como lucha de clases, Vladimir Ilyich Lenin, lo radicalizó al establecer el odio de clases como motor explícito de la revolución comunista. Este odio social es el motor de toda revolución para todo autócrata, sea de derecha o de izquierda, y ese motor empieza por buscar un enemigo.
Los regímenes autoritarios comparten ese recurso común, la creación de un “otro” interno al que se responsabiliza de todos los males de la sociedad. Este enemigo no surge de manera espontánea ya que es fabricado discursivamente para cumplir dos funciones esenciales, una, cohesionar a lo que ellos denominan “masas” en torno a una identidad ficticia del “pueblo bueno”. El otro para justificar la represión, la exclusión y, en ocasiones, hasta la eliminación física del adversario.
En la Alemania nazi, Adolf Hitler convirtió a los judíos en los “malos” de la historia, responsabilizándolos de las desgracias económicas y morales de Alemania. Bajo el nazismo, el resentimiento post‑Versalles, amplificado por la propaganda, transformó al judío en el culpable. Así, ese odio dirigido sirvió para cohesionar a la nación y justificar la persecución de inocentes hasta el Holocausto. En Italia, Benito Mussolini encarna un capítulo decisivo en la historia del resentimiento como motor de poder. El fascismo italiano no surgió en el vacío, nació de una nación resentida tras la Primera Guerra Mundial. A Italia se le había prometido más territorios de los que recibió. Esa frustración nacional —lo que los italianos llamaron la vittoria mutilata— fue el caldo de cultivo perfecto para el discurso de Mussolini. El Duce, como se hacía llamar, supo transformar ese agravio en fuerza política. Señaló como culpables a las élites liberales, a los comunistas, a los judíos y a los “enemigos internos” que, según él, impedían que Italia alcanzara su antigua grandeza nuevamente. Así, el resentimiento colectivo se volvió identidad fascista: nosotros, los verdaderos italianos, contra ellos, los traidores y los débiles.
En la China maoísta, se persiguió a los “contrarrevolucionarios” en medio de la revolución “cultural”. En Camboya, los Jemeres Rojos de Pol Pot identificaron como enemigos a intelectuales y minorías étnicas, y fue declarada una guerra entre “los puros” y “los corruptos”. Estas categorías sirvieron para justificar el genocidio en el que murieron cerca de dos millones de camboyanos. En Cuba, Fidel Castro repitió la fórmula al inventar la categoría de los “gusanos”, despojando de humanidad a quienes pensaban distinto, como un mecanismo de estigmatización colectiva para justificar castigos, exclusión social e incluso la violencia sistémica contra los disidentes.
En Venezuela, Hugo Chávez perfeccionó ese mismo mecanismo al bautizar a sus adversarios con una cadena de insultos: primero “escuálidos”, luego “majunches”, más tarde “apátridas”, “traidores” y finalmente “terroristas”. Con cada nuevo calificativo se reforzaba la división, un pueblo antes unido por su identidad común se fracturó en dos bandos, los supuestos “buenos” y los “malos”. Así se sembró la enemistad entre compatriotas, y la política dejó de ser un terreno de debate para convertirse en un campo de guerra simbólica donde el adversario ya no es un ciudadano con derechos, sino un enemigo a destruir.
En todos estos casos, las etiquetas que parecen insultos, en realidad fueron palabras convertidas en símbolos malévolos para estigmatizar a millones de ciudadanos. El resultado ha sido la pérdida de la identidad nacional compartida, la diáspora masiva y la instauración de una cultura política basada en la enemistad permanente. El resentimiento no resolvió nunca la pobreza ni la injusticia, solo las multiplicó.
En la URSS, las campañas contra los kulaks —intensificadas durante la colectivización— fueron impulsadas por odio de clase, construido desde la propaganda para justificar hambrunas y genocidios. El terror y el hambre actuaron como mecanismos disciplinarios y de control psicológico sobre comunidades enteras. La historia nos muestra cómo esas comunidades reprimidas mostraban lealtad instrumental al poder, por miedo a represalias. Stalin creó un culto al enemigo interno, y la propaganda mitificó la lucha de clases, deshumanizó al disidente e instauró una cultura del miedo donde el odio reemplazó a las instituciones sociales.
Todos estos “líderes” —más bien tiranos— ofrecieron una salida ilusoria al desconsuelo social como es el odiar al otro. En lugar de sanar la herida social, la profundizaron. El resentimiento, lejos de ser una emoción pasajera, se convirtió en enfermedad colectiva puesta al servicio del poder despótico. Ese resentimiento-clínico dejó cicatrices en la memoria histórica de los pueblos, marcándolos con trauma, desconfianza y fractura social. El comunismo, el fascismo, y el nazismo fueron, en esencia, dos caras de una misma moneda, todos proyectos que convirtieron al resentimiento en doctrina. En el fondo, fue este mismo estado emocional de resentidos, que unió a Stalin, Hitler, Mussolini, Mao, Pol Pot y Castro, entre otros déspotas, y usaron la astuta manipulación de la conducta humana para explotar el dolor de las personas desposeídas para imponer una dictadura del miedo y del odio.
Los resentidos en el poder mienten y engañan con cinismo
Usurpan la voz colectiva y se presentan como oráculos de la verdad. Para justificar sus excesos, se amparan en expresiones como solía repetir Hugo Chávez —vox populi, vox Dei— “la voz del pueblo es la voz de Dios”: En realidad, estas palabras son de Alcuino de York, consejero de Carlomagno, quien le escribió en una carta en el año 798, haciéndole una advertencia: “No se debe escuchar a quienes acostumbran a decir que la voz del pueblo es la voz de Dios, ya que lo tumultuoso del vulgo está siempre cercana a la locura”, donde el autor las pronunciaba precisamente para prevenir que no se debían decir, por estar erradas. También Chávez copiaba la frase del presidente argentino Juan Domingo Perón, quien en un discurso pronunciado el 19 de abril de 1954 decía que: “los pueblos nunca se equivocan”. Con estas sentencias pretenden dotar de sacralidad a sus decisiones y blindar su poder frente a cualquier crítica. Pero no es el pueblo quien habla, es el autócrata que usa la frustración de las mayorías y la convierte en un coro artificial que lo aplaude. El dictador Francisco Franco Bahamonde, se autotituló “Caudillo de España por la gracia de Dios”. Otros mandamases han manifestado que ejercen el liderazgo, o más bien la jefatura de una nación por la voluntad Dios. El resentimiento colectivo funciona aquí como espejo deformado. Lo que en realidad es mentira se presenta como revelación divina, o infalibilidad democrática. El gobernante resentido, disfrazado de intérprete del pueblo, repite sin descanso otra ficción: “yo no hablo por mí, sino por y para ustedes”. Y los pueblos, heridos y confundidos, terminan creyendo que sus propias frustraciones encuentran alivio en esa voz impostora. De forma que lo que comenzó como dolor legítimo se transforma en cadena de sometimiento, donde los resentidos son doblemente víctimas, primero de la injusticia que los marcó, y después del líder que explota su herida para perpetuarse en el poder.
Recordemos que el pueblo alemán resentido, entregó el poder a Hitler a través de elecciones libres y masivas adhesiones. Los italianos, frustrados por la “victoria mutilada” de la Primera Guerra Mundial y una crisis económica, apoyaron a Mussolini y al fascismo como promesa de grandeza. Millones de venezolanos votaron por Hugo Chávez como respuesta al hartazgo frente a la corrupción y la desigualdad. El resultado ha sido un país arruinado, más de 8 millones de exiliados y una nación fracturada. Sí, los pueblos se equivocan. Lo hacen cuando confunden el resentimiento con justicia, cuando mezclan la venganza con libertad, cuando entregan su destino a falsos líderes que les prometen redención fabricando enemigos. Y esas equivocaciones siempre se pagan con sangre, pérdida de libertades y generaciones enteras marcadas por el trauma.
Y ahora, en este siglo… Rusia: El resentimiento del imperio perdido
Vladimir Putin ha edificado su poder sobre un resentimiento histórico: la humillación que sufrió Rusia tras el colapso de la Unión Soviética. Ese duelo colectivo, nunca resuelto, se convirtió en narrativa política. El Kremlin sostiene que Occidente engañó, traicionó y arrinconó a Rusia durante los años noventa, expandiendo la OTAN y sometiendo al país a una década de caos económico y pérdida de prestigio internacional. Ese agravio, magnificado y repetido como dogma, se transformó en justificación para la anexión de Crimea en 2014, la invasión de Ucrania en 2022 y para un sistema de represión interna cada vez más severo.
El enemigo externo —Occidente, Europa, la OTAN y, sobre todo, Estados Unidos— cumple así una función psicológica y política ya que cohesiona a la población en torno a un nacionalismo militarizado, reactiva el orgullo imperial perdido y convierte al líder en defensor de la patria sitiada. Putin no gobierna solo con armas ni con petróleo, gobierna con resentimiento histórico, convertido en cemento ideológico que une a una sociedad fragmentada por el miedo y el autoritarismo.
China hoy: El resentimiento como narrativa de grandeza
Xi Jinping tiene razones para el resentimiento. Tenía apenas 13 años al estallar la Revolución Cultural (1966–1976), período durante el cual fue públicamente humillado. En un mitin en Pekín fue presentado ante una multitud como “reaccionario” e “hijo de un enemigo del pueblo”, obligándolo a llevar una pesada gorra de metal como parte de la ceremonia de escarnio. Su madre, presa del miedo, levantó la mano en medio de la turba para denunciarlo, intentando así protegerse a sí misma. A los 15 años como parte de la campaña de Mao para enviar a los jóvenes al campo para ser "reeducados" por los campesinos, Xi fue enviado a vivir en una pequeña aldea en el noroeste de China, para ayudar con el trabajo rural forzado. Su padre Xi Zhongxun, un alto funcionario y figura revolucionaria, fue purgado en 1962 bajo acusaciones de "activismo antipartido", perdiendo todos sus cargos y siendo relegado a un empleo humilde en una fábrica. Durante la Revolución Cultural, la vivienda familiar fue saqueada por los Guardias Rojos, y su hermana Xi Heping probablemente se suicidó perseguida y bajo presión.
No más humillación
Por su parte, el Partido Comunista Chino ha convertido el resentimiento histórico en el núcleo de su legitimidad política. Desde los manuales escolares hasta los discursos oficiales, se recurre constantemente a la memoria de las “humillaciones” sufridas en los siglos XIX y XX —las guerras del opio, la ocupación extranjera, los tratados desiguales y la fragmentación territorial— para proyectar un mandato irrefutable: China debe levantarse y jamás volverá a ser sometida.
Ese relato, conocido como “el siglo de la humillación”, opera como cicatriz colectiva. No solo recuerda un pasado de subordinación, sino que marca un deber histórico, restaurar la grandeza perdida. En esa narrativa, el resentimiento no es visto como debilidad sino como orgullo latente, convertido en motor de disciplina social y cohesión nacional. El mensaje es tajante: “nunca más China será humillada”. Bajo esa consigna se legitima el control férreo sobre la sociedad y la represión contra toda disidencia. Así se justifican la persecución a las minorías uigures en Xinjiang, y al Tíbet, a la sofocación de libertades en Hong Kong, y la censura sistemática a intelectuales, periodistas y ciudadanos que cuestionen al Partido Comunista. El resentimiento histórico es manipulado como un recurso de poder, lo que fue humillación se convierte en argumento para restringir derechos.
En el plano geopolítico, esta memoria del agravio se proyecta hacia el futuro. La “diplomacia de la Ruta de la Seda” promovida estratégicamente por Xi Jinping, no es solo un megaproyecto económico, sino la puesta en escena de una revancha histórica: mostrar que China no es ya el país sometido a potencias extranjeras, sino el nuevo eje del orden mundial. En el mar de China Meridional, la construcción de islas artificiales y la militarización de la región se presentan como defensa legítima frente a un Occidente aún percibido como hostil.
Taiwán es quizás el caso más evidente. El Partido sostiene que la isla es “parte inalienable” de China y que su independencia sería la prolongación intolerable de aquella humillación histórica. Por ello, la retórica sobre Taiwán mezcla resentimiento y orgullo. Se trata de recuperar la isla porque sería la culminación simbólica de la restauración nacional, y cualquier intento de impedirlo es narrado como un ataque occidental contra el renacimiento chino.
Incluso, en el terreno tecnológico, el resentimiento funciona como brújula. La confrontación con Estados Unidos por el liderazgo en inteligencia artificial, 5G o microchips, se interpreta como un nuevo capítulo de aquel agravio, referido a impedir a China desarrollarse. El gobierno responde con un discurso de autosuficiencia y revancha, si antes Occidente dominó por la ciencia y la industria, ahora China debe superarlo en innovación para sellar definitivamente el ciclo de la humillación.
En la psicología política del régimen, el resentimiento se presenta como mandato histórico, como herida que debe ser vengada y como orgullo nacional que justifica el autoritarismo. Es el dolor del pasado convertido en bandera presente, y la bandera transformada en narrativa de poder global futuro.
Irán: el resentimiento religioso-político
El régimen iraní ha construido su permanencia sobre un resentimiento histórico que mezcla lo político, lo religioso y lo cultural. La memoria del colonialismo europeo, de la injerencia estadounidense en el siglo XX y del golpe contra Mosaddeq en 1953, se combina con una narrativa religiosa que convierte a Occidente y a Israel en encarnaciones del “enemigo infiel”. El agravio no es solo político, es espiritual ya que se sienten un pueblo elegido para resistir frente a la injusticia del mundo.
Ese relato de humillación y resistencia se transforma en ideología de Estado. La revolución islámica no se limita a gobernar un territorio, sino a proyectarse como una misión sagrada. El resentimiento se convierte así en energía legitimadora, porque justifica la represión interna contra mujeres, minorías y opositores, alimenta el financiamiento de las milicias en Irak, en el Líbano, o en Siria y Yemen. De esta manera exporta un modelo que se presenta como “justicia divina” frente a un orden internacional descrito como corrupto, infiel y opresor.
En la psicología política del régimen, el enemigo externo cumple la misma función que en Rusia o China, come es cohesionar a la población, neutralizar disidencias y presentar cualquier crítica como traición. Pero en Irán ese enemigo no es solo geopolítico, es teológico. Resistir al opresor occidental e israelí se predica como un “mandato divino”, y bajo esa bandera el resentimiento se perpetúa como credo y como política.
Israel: entre la memoria del agravio y el orden divino
Israel tiene una estrategia que nosotros definimos en primer lugar de existencia. Es un caso distinto, pero igualmente atravesado por el peso del resentimiento histórico, y de las narrativas de legitimación trascendental. La memoria colectiva del pueblo judío está marcada por siglos o milenios de persecución, diásporas forzadas y, en el siglo XX, por la herida más profunda, el Holocausto. Ese trauma histórico se convirtió en una identidad compartida que opera como una advertencia permanente, “nunca más”. Desde la psicología social, esa memoria funciona como un resentimiento defensivo, una alerta constante contra la amenaza externa, real o potencial.
A esa memoria de sufrimiento se suma el mandato religioso que se traduce en la tierra de Israel entendida como promesa divina. Para amplios sectores —particularmente los más religiosos o nacionalistas— el retorno y la permanencia en esa tierra no es solo una cuestión política, sino espiritual y cumple la voluntad de Dios. Así, el componente religioso otorga al proyecto nacional una legitimidad superior, que trasciende la diplomacia y las resoluciones internacionales.
Pero Israel no se sostiene únicamente en el resentimiento ni en el orden divino. Hay un tercer elemento, el pragmatismo existencial. Rodeado de adversarios hostiles durante gran parte de su historia moderna, el Estado israelí ha desarrollado una política de seguridad que combina innovación tecnológica, fuerza militar y diplomacia selectiva. El resentimiento alimenta la memoria del peligro, el orden divino nutre la cohesión en una identidad, pero el pragmatismo es lo que asegura la supervivencia cotidiana.
La tensión entre estas tres dimensiones explica en parte la complejidad de su política interna y externa. Es un Estado moderno, militarmente avanzado y pragmático, pero a la vez sostenido en un relato donde la herida histórica y la promesa religiosa siguen siendo motores de cohesión y de conflicto.
La religión y el resentimiento
Pensamos que en la confrontación entre Israel e Irán, no podemos ignorar el concepto de identidades religiosas sagradas. En el caso de Israel, el judaísmo aporta la narrativa del “pueblo elegido” y la “tierra prometida” como fundamento espiritual del Estado. En el caso de Irán, el islam chiita aporta la misión de resistir al infiel y liderar a los musulmanes oprimidos contra lo que consideran injusticia y dominación. Ambas naciones, cada una a su manera, han convertido el agravio en bandera, y la fe en legitimación. Cuando la política se funde con la religión, el adversario deja de ser un competidor, y se transforma en un enemigo absoluto, incluso metafísico. Desde la psicología, esto explica la dificultad del diálogo porque para quienes lo viven como un mandato u orden divino, ceder sería traicionar no solo a su patria, sino a Dios. Cómo psicólogo, creo que no estamos ante una guerra entre Jehová y Mahoma como dioses enfrentados —porque el judaísmo y el islam tienen más raíces comunes de lo que suele reconocerse— sino que presenciamos una guerra contemporánea donde las élites políticas convierten resentimientos históricos y creencias religiosas en armas ideológicas. No es un odio milenario ininterrumpido, sino una herida moderna, agudizada por símbolos ancestrales que le dan un dramatismo trascendental al resentimiento mutuo.
Europa y EEUU: la polarización, el nuevo rostro del resentimiento
En el presente, el resentimiento y el odio no son patrimonio exclusivo de los regímenes autoritarios. En democracias consolidadas, estos dos parámetros también han emergido con fuerza y se han convertido en motores políticos y sociales.
En Europa, tanto partidos populistas de derecha como de izquierda movilizan agravios contra enemigos múltiples como serían los inmigrantes, élites políticas, banqueros, burócratas de Bruselas o incluso la propia Unión Europea. El Brexit fue un caso paradigmático porque más que un debate económico o institucional, se trató de una decisión cargada de emociones, un referéndum atravesado por la narrativa del despojo de soberanía, el rechazo a la inmigración y el resentimiento hacia una élite distante.
En Estados Unidos, la polarización ha alcanzado niveles alarmantes. Republicanos y demócratas han dejado de verse como adversarios políticos legítimos, y se perciben como enemigos irreconciliables. Las redes sociales amplifican esta fractura, convierten la indignación en identidad y refuerzan un clima de sospecha mutua. El asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 fue la imagen brutal de este proceso donde el resentimiento se transformó en violencia directa contra la democracia.
Pero no se limita a la política institucional. El resentimiento atraviesa también la vida cotidiana en forma de guerra social contra los inmigrantes indocumentados, quienes aunque en la mayoría son trabajadores huyendo de países quebrados o sojuzgados, son señalados como culpables de la inseguridad, el desempleo o la pérdida de identidad nacional. Este discurso, explotado electoralmente, ha justificado redadas masivas, deportaciones y la construcción de muros físicos y simbólicos que dividen a las comunidades, además de las familias. En los últimos años, incluso, se ha “normalizado” la presencia de militares de la Guardia Nacional en las calles y en la frontera, como si se tratara de una guerra interna contra una “invasión”. Esa militarización del espacio público convierte el problema migratorio en escenario bélico y alimenta aún más la narrativa de un país sitiado. En este contexto, la Guardia Nacional ha sido desplegada en zonas urbanas, primero en Los Ángeles, luego en Washington, D.C., y ahora se anuncia que se extenderá a Chicago y a otras ciudades. En D.C., desde el 11 de agosto, más de 2 000 soldados patrullan la capital bajo mando federal, armados desde esta semana con pistolas M17 y fusiles M4, según autorizó el secretario de Defensa Pete Hegseth, al militarizar ciudades estadounidenses.
El despliegue castrense incluye el control de la policía local, operaciones en espacios públicos y arrestos masivos, incluso en contextos de baja criminalidad. Este modelo, frecuente en países latinoamericanos, con planes ya en marcha para ser implementado en otras ciudades como Nueva York y Baltimore, mantiene un enfoque duro contra el crimen y la migración, y pese a la evidente oposición de ciudadanos, de alcaldes y de gobernadores, que califican la medida de autoritaria y sin justificación real, plantea preguntas, entre ellas: ¿cuál es la estrategia que provoca estas movilizaciones castrenses armadas?
Nos preocupa como científicos sociales, porque el resentimiento no solo se expresa solo en palabras, sino en la militarización del espacio público, la criminalización de “otros” —inmigrantes o minorías— y la imposición de una política de temor como forma de cohesionar a una parte de la población bajo el discurso de la “seguridad”.
De esta forma, tanto en Europa como en Estados Unidos, el resentimiento ya no es una emoción residual, sino un dispositivo político, dado que cohesiona identidades, legitima exclusiones y radicaliza discursos. Democracias que se construyeron sobre el consenso y el pluralismo corren el riesgo de desmoronarse desde dentro, envenenadas por el odio que antes atribuíamos solo a regímenes autoritarios.
Psicología del resentimiento: Del agravio al odio
El resentimiento nace siempre de un dolor legítimo: la injusticia, la humillación, la desigualdad. Pero cuando esa pena no logra procesarse de manera sana y constructiva, se convierte en un problema que complica la vida personal y, peor aún, la conciencia individual y la de la sociedad. Lo que comienza como un sentimiento íntimo de frustración se transforma en hostilidad hacia los otros. En la política, ese sentimiento no es casual ni espontáneo ya que es cultivado, administrado astutamente con precisión, por autócratas que han comprendido su poder. Ellos convierten la frustración en odio colectivo y fabrican enemigos para cohesionar a los pueblos —autócrata: masas dixit— en torno a su propia figura. Ese enemigo cumple dos funciones fundamentales, primero, sirve para explicar todos los males de la sociedad, y segundo, permite que la gente se sienta parte de una causa superior. Así, el resentimiento deja de ser una emoción individual para convertirse en ideología y, finalmente, en el combustible de los regímenes autoritarios.
El reto del siglo XXI
El siglo pasado nos mostró el horror del odio institucionalizado, genocidios, dictaduras, campos de concentración, holocausto. El presente siglo nos enfrenta a la amenaza de repetir la historia, aunque con nuevas formas, con guerras híbridas, manipulación digital, polarización en democracias, y populismos que se alimentan del resentimiento social. La lección es evidente, cuando el resentimiento se convierte en política, el resultado es siempre destrucción. La tarea pendiente de la humanidad no es solo tecnológica o económica, sino psicológica y ética. Debemos aprender a sanar el resentimiento antes de que se convierta en odio. El desafío es inmenso, pero ineludible. Si no logramos romper el ciclo del resentimiento, seguiremos condenados a ver cómo los pueblos más nobles se transforman en sociedades enemistadas, y cómo los líderes más crueles ascienden al poder sobre las cenizas del odio que ellos mismos sembraron.
Urge detener el resentimiento
La historia ya nos lo gritó en la destrucción que provocan las guerras, o en Auschwitz, en los gulags de Siberia, en los campos de exterminio de Camboya, en las cárceles de Venezuela y en los paredones de fusilamiento de Cuba. Hoy, nos lo vuelve a gritar desde Ucrania devastada, desde Gaza incendiada con víctimas infantiles, desde las calles militarizadas de Washington, o en las fronteras de Texas, convertidas en trincheras contra migrantes que solo buscan sobrevivir.
El resentimiento y el odio social no son sentimientos pasajeros: son fuerzas telúricas capaces de devorar civilizaciones enteras. Allí donde aparecen como motores de la política, la democracia se pudre, la fraternidad se extingue y los pueblos terminan abrazando a tiranos que los arrastran a la ruina. Y lo más terrible es que, como psicólogos sabemos, que el resentimiento es contagioso, se transmite como un virus invisible de generación en generación, hasta convertir a sociedades enteras en ejércitos de resentidos que aplauden su propia servidumbre.
Hoy, la humanidad está otra vez frente a esa encrucijada. Si permitimos que el resentimiento siga siendo cultivado por líderes que fabrican enemigos, lo que nos espera no es solo polarización, es el regreso de las catástrofes del siglo XX en nuevas formas, más sofisticadas, más tecnológicas, y obviamente más destructivas.
Estamos al filo de una era de odio globalizado, con guerras ultramodernas, democracias envenenadas desde dentro, religiones convertidas en trincheras, sociedades partidas entre “nosotros” y “ellos”. Y si no despertamos, si no sanamos, si no construimos una cultura de reconciliación, la historia volverá a repetirse, pero esta vez con armas nucleares tácticas, con algoritmos que manipulan las conciencias y con Estados capaces de vigilar hasta nuestros pensamientos. La elección es hoy, no mañana. O detenemos el ciclo del resentimiento, o seremos testigos —y víctimas— de la desintegración de nuestras sociedades, de nuestras libertades, y quizás de nuestra propia especie. El resentimiento ya no es solo una emoción, es una bomba de tiempo. Y el tiempo, colegas psicólogos, y ciudadanos del mundo, se está acabando… Si desea darnos su opinión o contactarnos puede hacerlo en psicologosgessen@hotmail.com... Que la Divina Providencia Universal nos acompañe a todos…

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