¿Discapacidad o cualidades distintas? Un día para repensarnos
- Eduardo Frontado Sánchez
- hace 12 horas
- 3 Min. de lectura

Cada 3 de diciembre el mundo conmemora el Día Internacional de las Personas con Discapacidad, una fecha impulsada por la Organización de las Naciones Unidas para visibilizar derechos, inclusión y equidad. Está marcado en el calendario global y goza de
reconocimiento internacional, pero cada año me surge la misma inquietud: más allá de
celebrar, ¿cuánto estamos realmente reflexionando?
Me pregunto si existe alguien totalmente “capacitado” para lograrlo todo, o si —como
humanidad— comprendemos el valor de ser diferente y las bondades que aporta la
diversidad de capacidades a la sociedad. Son preguntas complejas, sobre todo en un
tiempo permeado por la polarización, la supremacía de las pantallas, la tecnología y una
progresiva deshumanización que nos impide detenernos a mirar al otro con verdadero
interés.
Personalmente, elijo hablar de cualidades distintas en lugar de discapacidad. Lo hago porque siento que la palabra “discapacidad” puede condicionar, limitar la percepción e
imponer la idea de carencia. Y creo fielmente que una condición física, motora o mental
no determina el valor ni el potencial de un ser humano. Las barreras no están en la
condición, sino —muchas veces— en la mirada social que se posa sobre ella.
También pienso que discapacidad es un concepto relativo. Lo verdaderamente
determinante es la actitud: la relación que cada persona sostiene con lo que tiene, con su
propio proceso y, sobre todo, consigo mismo. Por ello, más que una celebración, el 3 de
diciembre debería invitarnos a reflexionar sobre algo esencial: ¿qué aporte podemos
hacer para reconstruir humanidad en una sociedad distraída por lo viral, lo veloz y lo
digital?
Confieso que me resulta doloroso que, en tantos casos, la discapacidad siga
representándose como sinónimo de tragedia. La narrativa predominante mira con lástima
lo que debería mirar con respeto. Mientras, no vemos que allí también hay lecciones de
fortaleza, oportunidades de crecimiento y testimonios que tienen el poder de inspirar
esperanza. Porque el cambio real —ese que impacta— siempre nace del corazón, de la
empatía genuina, de la solidaridad que no juzga, y de la inclusión que no etiqueta.
Y aunque reconozco y valoro todas las posturas en torno al tema, escribo desde mi propia
experiencia: soy una persona con cualidades distintas que ha logrado lo que se ha
propuesto. He elegido transformar mi diferencia en fortaleza, no en excusa. Y desde ese
lugar levanto mi voz para invitar a algo urgente: mirar la diversidad como un valor, no
como un déficit; como unión, no como distancia; como potencia, no como límite.
La sociedad que necesitamos —esa donde quepamos todos— no se construye exaltando
lo homogéneo, sino abrazando lo diverso. No se logra señalando, sino sumando. No se
consigue excluyendo, sino incluyendo. Esa es la responsabilidad colectiva, una tarea que
nos pertenece por igual.
Mi misión, al menos en mis espacios cercanos, ha sido ser un agente de cambio positivo
para que quienes me rodean puedan comprender que tener cualidades distintas no es
una tragedia: es un privilegio que nos permite sentir, vivir y valorar la vida sin la censura
del prejuicio ni la condena del estigma.
Sí, puede haber más desafíos. Sí, las pruebas pueden ser distintas. Pero también es
cierto que ellas fortalecen, conectan y nos enseñan a vivir en función del bien común,
recordándonos que lo humano nos identifica y lo distinto nos une.
Hoy, en un mundo lleno de ruido digital, recordar esta verdad es más que necesario: es
mandatorio. Porque la inclusión no requiere capacidades iguales, sino oportunidades
justas. Y porque, al final, lo más revolucionario que podemos recuperar no es una fecha
en el calendario, sino nuestra sensibilidad para reconocer que la diversidad es la forma
más sincera de encontrarnos como sociedad.


