Cuando el milagro es confiar
- Eduardo Frontado Sánchez
- hace 9 horas
- 3 Min. de lectura

A menudo, como seres humanos, tendemos a quejarnos cuando la vida nos presenta obstáculos. Nos cuesta ver en ellos oportunidades de crecimiento, sobre todo cuando estamos en medio del dolor o la confusión. Sin embargo, con el tiempo —y con un poco de perspectiva— podemos descubrir que esas pruebas que nos parecían injustas eran, en realidad, parte de un milagro.
No me refiero a un milagro en el sentido tradicional, lleno de luces y celebraciones. Hablo de esos pequeños milagros cotidianos que, aunque estén llenos de esfuerzo y momentos de quiebre, nos transforman. Porque sí, los milagros también requieren sacrificio, humildad y, muchas veces, una buena dosis de paciencia.
Hace poco salí a celebrar el cumpleaños número cinco de uno de mis ahijados. Lo llevé al parque, montamos carritos en un centro comercial de Caracas y, debo confesarlo, me divertí como un niño. Pero más allá del gozo compartido y del tiempo de calidad, el verdadero milagro ocurrió cuando mi ahijado me miró con cariño y me pidió que me subiera con él a uno de los carros. Algo que, hasta hace muy poco, hubiera sido imposible para mí. No solo por limitaciones físicas, sino también por inseguridades profundas que me hacían creer que no era capaz.
Pero esta vez fue distinto. No solo me subí. También acepté el reto de manejar el carrito con él. Lo hice con firmeza, con seguridad, mirando al frente. Y en ese gesto sencillo —mover un volante de juguete con mi ahijado al lado— se tejió un momento de triunfo personal: su sueño, cumplido y el mío, también.
Este milagro no sucedió por arte de magia. Fue el resultado de un tratamiento médico en el que decidí confiar y, sobre todo, de una actitud que he venido cultivando: una actitud de gratitud y apertura. Estoy convencido de que, cuando vivimos los procesos de la vida con agradecimiento —incluso los más duros— nos es más fácil identificar lo verdaderamente valioso: los afectos, la compañía, el coraje.
Quejarse constantemente solo debilita nuestra alma. Si solo proyectamos dolor, la vida nos devuelve más de lo mismo. En cambio, si aprendemos a soltar lo que no podemos cambiar y a cultivar el agradecimiento, descubrimos que el camino, aunque accidentado, está lleno de belleza.
Hoy, más que nunca, necesitamos entender la importancia de nuestro entorno, del agradecimiento, y de construir puertas hacia nuestros sueños. Cada puerta abierta, cada pequeño logro, nos acerca a nuestra mejor versión. Pero también tenemos la responsabilidad de ayudar a otros en su viaje, de acompañarlos sin juicio y con compasión.
No todo el mundo en tu camino sabrá ayudarte. Algunos, incluso sin mala intención, pueden intentar frenarte. Pero cuando entiendes tu propio poder, cuando sabes que tu mente es más fuerte que los obstáculos, te vuelves imparable. Y cada tropiezo se convierte en una lección.
No escribo esto para inspirar lástima, ni para contar una historia de superación con aires de propaganda. Lo hago porque creo, con humildad, que compartir lo vivido puede abrir una ventana de esperanza para otros. Vivir plenamente no significa negar los momentos difíciles; significa tener la fortaleza de no dejarse hundir y la voluntad de disfrutar la vida, con todo lo que trae consigo.
Sí, podemos ser los héroes de nuestra propia historia. Pero ser héroe no es no equivocarse; es seguir adelante, con amor propio, con errores, con cicatrices, pero también con sueños y con fe.
Un entorno sano, lleno de afecto sin lástima, es clave para alcanzar nuestras metas. Y quizás, lo que más puede salvarnos en este mundo convulso no es la perfección, sino los sueños compartidos. Esos que nacen de lo humano que nos identifica y lo distinto que nos une.
Hoy doy gracias a la vida. Por el carrito, por el niño, por el miedo vencido. Y por cada instante en que el milagro de vivir se hace presente.
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