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Claudia Cardinale: la mujer que entraba a una película y te cambiaba la mirada

Claudia Cardinale llegó al cine casi de casualidad, cuando ganó un concurso de belleza que la llevó a Venecia. Foto: Cortesía Getty
Claudia Cardinale llegó al cine casi de casualidad, cuando ganó un concurso de belleza que la llevó a Venecia. Foto: Cortesía Getty

Claudia Cardinale se fue, pero dejó una forma única de habitar el cine que todavía nos sigue mirando.


La noticia de su muerte me golpeó como se despiden los grandes: sin pedir permiso. Porque Cardinale no era solo una actriz; era la prueba de que la cámara puede enamorarse de alguien y, a partir de ahí, cambiar la historia del cine. Tenía ese magnetismo de los cuerpos que no necesitan subrayarse: aparecía en pantalla y la película giraba en torno suyo, como si hasta la luz la estuviera esperando.


Nacida en Túnez, hija de inmigrantes sicilianos, llegó al cine casi de casualidad, cuando ganó un concurso de belleza que la llevó a Venecia. No hablaba italiano con fluidez, y al principio le doblaban la voz. Paradójicamente, esa misma voz terminó siendo una de sus marcas: grave, ahumada, sensual. Cardinale no encajaba del todo en los moldes de la industria, y quizás por eso se volvió imprescindible.


En El Gatopardo fue el centro de un vals eterno junto a Burt Lancaster y Alain Delon, la síntesis de un mundo aristocrático que se despedía. En fue la encarnación del sueño de Fellini, la fantasía hecha carne que representaba lo inalcanzable y lo necesario. En Érase una vez en el Oeste se plantó en medio de un género de hombres con pistolas y sudor, y se convirtió en la verdadera protagonista de una historia que, hasta su llegada, no tenía espacio para mujeres en el centro del relato. Y en Fitzcarraldo, años más tarde, le dio humanidad al delirio épico de Herzog: sin Molly, el barco nunca hubiera subido la montaña.


Podría enumerar películas hasta cansarme: Rocco y sus hermanos, La chica con la valija, La pantera rosa. Pero la verdad es que lo de Cardinale no eran solo títulos, era una forma de mirar y de ser mirada. La cámara no la filmaba: la seguía.


Su vida privada también fue un campo de batalla. Conoció el éxito temprano, pero también las trampas de una industria que la quiso moldear. Su relación con Franco Cristaldi, que al mismo tiempo fue su productor, dejó cicatrices. Y detrás de ese mito de belleza eterna, había una mujer que cargaba silencios: un embarazo adolescente, la necesidad de proteger a su hijo Patrick en un mundo que no perdonaba las debilidades. Más adelante encontró a Pasquale Squitieri, compañero de vida y de cine, con quien tuvo a su hija Claudia.


Quizás por eso, ya consagrada, se volvió activista. No necesitaba más fama, y sin embargo puso su nombre al servicio de causas que importaban: derechos de las mujeres, derechos humanos, la Unesco. Como si esa presencia que había hipnotizado a generaciones ahora pudiera ser usada para algo más que un encuadre perfecto.


La Cardinale que guardo en mi memoria es la que me enseñó que el cine no siempre está en lo que se dice, sino en lo que se sostiene con la mirada. Hay imágenes suyas que no necesitan contexto: ella bajando las escaleras en El Gatopardo, ella cruzando un salón en , ella parada frente al polvo del oeste esperando que llegue el tren.


Momentos que quedaron grabados no porque el guion lo exigiera, sino porque Claudia estaba ahí.


Hoy la despedimos con honores, pero la mejor manera de recordarla es volver a esas escenas. Darle play a esas películas donde no hay efectos digitales ni artificios: solo una mujer entrando a cuadro y obligando al mundo a girar hacia ella. Eso es lo que hace inmortal a una actriz.


Gracias, Claudia. Por recordarnos que el cine es eso: un cuerpo, una voz, una mirada que nos cambia para siempre. Donde sea que estés, ojalá todavía haya cámaras que sepan esperar el momento exacto en que entrás en escena.



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