“C’est la vie”: la fórmula francesa de sobrevivir feliz
- Vladimir Gessen
- hace 2 horas
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El suspiro en París que convierte el dolor en sabiduría y la filosofía cotidiana que transforma la derrota en lección. Si, así es la vida…
A pesar de nuestros propósitos, existir conlleva situaciones inesperadas y por ello exclamamos: ¡Qué cosas y cambios tiene la vida!...
Aprendimos en París y en Cannes que los franceses suelen resumir con un gesto de resignación y de sabiduría una experiencia amarga o un hecho inesperado: “C’est la vie”, en español “Así es la vida”. No lo dicen con rabia, sino con una mezcla de realismo y filosofía popular que, en segundos, convierte la tragedia cotidiana en una lección de madurez. Esa frase, tan breve y ligera en apariencia, lleva consigo siglos de cultura, de guerras perdidas y ganadas, de amores que comienzan en un café y terminan en silencio, de sueños que se cumplen y de otros que se desvanecen. Para nosotros, como psicólogos, “C’est la vie” no es un simple refrán, es un escudo emocional que ayuda a aceptar lo incontrolable, a digerir lo efímero y a mantener la capacidad de aprender. En un mundo donde muchos luchan contra la ansiedad por lo inesperado, los franceses nos enseñan con naturalidad que la vida no se controla, se navega. Y esa aceptación, lejos de ser pasiva, es un acto de resiliencia activa, de encontrar sentido en medio del desconcierto o de la sorpresa. Lo cierto es que detrás de esas tres palabras se esconde una mirada existencial que conecta con la filosofía, la psicología y la experiencia humana más íntima, con la vida pues…
La vida no siempre es justa, pero enseña
Vivir nos lo demuestra desde que somos niños, la fila en la escuela nunca avanza como quisiéramos, el hermano mayor —a veces el menor— recibe más privilegios, y aquel amigo que estudiaba menos termina con la mejor nota. Qué difícil para una niña miope, que no lo sabe todavía, cuando la sientan en el último pupitre del salón y no puede ver en la pizarra —sea de tiza, acrílica o digital— lo que escribe la maestra. Esa sensación de injusticia que sentimos de párvulos nos acompaña siempre, desde lo más pequeño hasta lo más devastador, como sería perder un empleo a pesar de darlo todo, enfrentar una enfermedad que no buscamos, o ver cómo el esfuerzo no siempre se traduce en recompensa. Es duro, porque la injusticia duele, y a veces arde como una herida abierta. Pero lo sorprendente —y aquí está la lección psicológica— es que, con el tiempo, esas cicatrices se convierten en maestrías silenciosas.
La psicología positiva ha demostrado que incluso en la adversidad surgen aprendizajes capaces de templar el carácter (Seligman, 2011). Viktor Frankl, quien sobrevivió al horror de los campos de concentración, escribió que el sufrimiento adquiere sentido cuando logramos integrarlo a un propósito vital (Frankl, 1946/2004). En nuestras consultas vemos una y otra vez a personas que han pasado por la injusticia más atroz —traiciones, pérdidas, exclusiones—, y que al principio se sienten paralizadas por la impotencia, la rabia o la frustración. No obstante, cuando logran dar un giro a su pensamiento, descubren que esa misma experiencia les enseñó a ser más fuertes, más sensibles y más conscientes de sí mismos.
Nosotros lo decimos sin rodeos, la justicia absoluta no existe. Nunca ha existido. El mundo no está diseñado para equilibrar cada balanza. Pero lo que sí encontramos es nuestra extraordinaria capacidad humana de reinterpretar las heridas, de encontrar en ellas lecciones, y de transformar el dolor en sabiduría. Ahí radica la enseñanza, la vida no es justa, pero siempre, de una forma u otra, enseña.
Lo inesperado también forma parte del camino
La vida no tiene manual de instrucciones ni respeta agendas rígidas. Uno puede planificar con lujo de detalles las próximas vacaciones, el proyecto laboral o incluso el menú de la semana, y de pronto… ¡zas!, aparece lo inesperado y nos cambia el libreto. A veces es un tropiezo doloroso —un despido, una enfermedad, una ruptura— y otras veces es un golpe de suerte que jamás habríamos calculado como un encuentro que nos transforma, una oportunidad que surge de la nada. La teoría del cisne negro, lo explica bien: son esos sucesos imprevistos, positivos o negativos, los que terminan moldeando la historia del mundo y las biografías personales (Nassim Nicholas Taleb, 2007).
Todos lo sabemos, lo inesperado no es la excepción, es la norma. Por eso, más que aferrarnos a la ilusión de control, necesitamos cultivar lo que llamamos flexibilidad cognitiva, que no es otra cosa que la capacidad de adaptarnos a los cambios, incluso a los más bruscos, es lo que evita que nos rompamos por dentro (George Bonanno, 2004). En nuestras consultas lo hemos visto durante décadas, las personas más rígidas, aquellas que quieren que todo funcione como lo imaginaron, suelen sufrir más cuando la realidad les da un giro de timón. Nuestra tarea es acompañarlas a entender que el imprevisto no es un enemigo, sino un mensajero. El miedo que despierta puede transformarse en curiosidad, y la resistencia en apertura. Cuando logramos dar ese salto, la vida deja de ser una lista de frustraciones, y se convierte en una aventura que sorprende y enseña. Porque lo inesperado, aunque a veces duela, también trae consigo la chispa de lo nuevo. Y esa descarga es la que nos mantiene vivos, despiertos y en movimiento.
¿Problemas?… ¡Bienvenidos!
Sí, aunque suene extraño, hay problemas que debemos recibir casi con una sonrisa, porque los problemas, aunque nos fastidien y nos saquen canas, son también señales de que estamos vivos, de que nos movemos, de que algo nos importa. ¿Quién no ha soñado alguna vez con una vida sin obstáculos? Pero ojo, una vida sin problemas sería también una vida sin retos, sin aprendizajes y, en el fondo, sin sabor, sin sal. En psicología sabemos que cuando alguien evita todo conflicto, se encierra en una burbuja que tarde o temprano se rompe. En cambio, quienes aprenden a enfrentar los problemas como oportunidades —aunque al inicio duelan— desarrollan resiliencia y se fortalecen. Las complicaciones son como esas pesas del gimnasio, incómodas, pesadas, pero imprescindibles para ganar músculo, en este caso, emocional.
La paradoja es que, mientras más tratamos de huir de los problemas, más grandes parecen. Y cuando nos atrevemos a mirarlos de frente, muchas veces descubrimos que no eran monstruos, sino maestros disfrazados. Nuestra invitación es clara: no le temas al problema, dale la bienvenida. Porque detrás de cada dificultad hay un aprendizaje que espera ser descubierto, y una historia que, contada en retrospectiva, nos hará decir con calma y hasta con humor: “C’est la vie”. Además, al fijar como un objetivo la solución al problema de marras, al resolverlo y lograr eliminarlo, cantaremos de felicidad, y nos sentiremos muy bien con nosotros mismos.
La vida no es un marcador de fútbol donde siempre se juega para ganar. En realidad, la jugada más importante no se mide en goles, sino en aprendizajes. Seamos sinceros, nadie se escapa de “meter la pata”. Y menos mal ya que los errores son la materia prima del aprendizaje (John Dewey, 1938). Cada caída, cada resbalón —¡sí, esos que nos hacen querer que la tierra nos trague!— puede convertirse en un peldaño para subir más alto. Quienes cultivan una mentalidad de crecimiento saben que perder no es fracasar, sino ensayar, probar, equivocarse y, en el camino, fortalecerse (Carol Dweck, Teoría del mindset, 2006). Y si lo miramos con lupa periodística, la historia está llena de fracasos que se disfrazaron de casualidad feliz. Alexander Fleming descubrió la penicilina en 1928 cuando se le contaminó un cultivo de la bacteria Staphylococcus aureus en su laboratorio del Hospital St. Mary’s, en Londres. Fleming descubrió la penicilina porque notó que alrededor del hongo las colonias de estafilococos no crecían, algo había en el hongo que estaba inhibiendo la proliferación bacteriana. Ese “accidente” —¡una contaminación!— abrió la puerta a los antibióticos modernos y cambió para siempre la medicina.
Los Post-it nacieron de un pegamento que “pegaba mal”, porque se podía despegar, pero también se lograba quitar y volver a pegar, lo que sirvió para anotar recordatorios, ideas rápidas, y mensajes y hoy se pegan en escritorios, paredes, pantallas o cuadernos y hasta en la nevera… Y qué decir de Edison, que probó mil veces antes de que una bombilla encendiera de verdad. ¿Fracaso? No. Cada ensayo repetido hasta alcanzar la luz es la mejor lección de los ensayos generales de la vida. Todos sabemos la respuesta a ¿cómo se aprende a caminar?... ¡Cayéndonos!
Lo vemos en consulta todos los días, el obstáculo más grande no es perder, es quedarse paralizado en la derrota, como si la vida nos hubiera sacado tarjeta roja definitiva. Por el contrario, la tarjeta no debe llegar ni a amarilla porque la buena noticia es que el fracaso no es un destino, sino una estación de paso. A veces incómoda, con bancos fríos y esperas largas, pero necesaria para tomar el tren que nos llevará más lejos. El que entiende que cada error es un maestro disfrazado transforma la frustración en sabiduría. Y entonces, cuando mira atrás, ya no recuerda tanto la caída, sino lo que aprendió para pararse nuevamente.
Nosotros lo decimos sin rodeos, no hay fracaso que no pueda convertirse en una crónica de superación, ni derrota que no pueda reescribirse como capítulo de crecimiento. Así que sí, a veces no se gana… pero al perder, siempre, siempre se aprende. La ganancia solamente tuvo una demora…
La vida es un vaivén de alegrías y penas
La vida se parece más a una montaña rusa que a un carrusel tranquilo. Subidas que nos hacen sentir invencibles y bajadas que nos dejan el estómago revuelto. Así estamos diseñados. La neurociencia demuestra que nuestro cerebro viene cableado de fábrica tanto para el placer como para el sufrimiento (Jaak Panksepp, 1998). No es un error del sistema, es la condición humana.
El problema aparece cuando alguien se quiere comprar solo el “boleto feliz”. En consulta lo escuchamos todo el tiempo: “… me siento triste, ¿estoy enfermo?”. Pero debemos entender que sentir tristeza no es sinónimo de depresión. Es como la lluvia, necesaria, natural, a veces incómoda, pero vital para que brote la vida. Pretender vivir en un verano eterno de sonrisas es tan irreal como creer que nunca lloverá. La experiencia humana nos enseña que la tristeza no es la villana de la película, es parte del guion. Y cuando entendemos que el dolor también nos humaniza, la melancolía deja de ser una amenaza para convertirse en la maestra. Porque solo atravesando las sombras aprendemos a valorar la luz.
El secreto está en no apegarnos a ninguno de los extremos. Ni al gozo como si fuera eterno, ni al dolor como si fuera una condena perpetua. La vida es movimiento, un vaivén inevitable. Y en ese vaivén se esconde la sabiduría de disfrutar cuando se toca la cima, resistir cuando viene la bajada y, sobre todo, entender que el viaje continúa. Así, si hoy estás triste, no te asustes, si mañana estás feliz, no lo des por garantizado. La salud emocional consiste en aprender a surfear esas olas con gracia y resiliencia. Y al final, cuando miramos atrás, nos damos cuenta de que fueron justamente esos contrastes los que hicieron que valiera la pena estar vivos.
Lo importante no es lo que ocurre, sino cómo lo afrontamos
Como en el Beisbol a vida nos lanza pelotas curvas todo el tiempo. Unas son suaves, como esas que apenas rozan el guante, otras llegan directas y duelen como pelotazo en plena cara. Y aquí está la clave, no podemos controlar la velocidad ni la dirección de la bola, pero sí podemos decidir qué hacemos con ella. ¿Nos paralizamos, nos quejamos… o la bateamos con fuerza?
La psicología cognitivo-conductual lo explica, no son los hechos los que nos derrumban, sino la interpretación que hacemos de ellos (Beck, 1976). Dos personas pueden atravesar el mismo despido laboral, una se puede hundir en la desesperanza y la otra pude convertirlo en una opción para reinventarse. El hecho es el mismo, la diferencia estuvo en la mirada de la situación.
La resiliencia, es esa capacidad casi mágica —pero entrenable— de reestructurarnos cognitivamente y ver lo sucedido con un sentido que nos impulse (Ann Masten, 2001). En nuestra consulta solemos decir que la vida es como el clima, no elegimos si llueve o truena, pero si decidimos si salimos con paraguas, o nos quedamos encerrados o resolvemos bailar bajo la lluvia… El afrontamiento, entonces, es la llave maestra de la salud mental. Quien aprende a resignificar lo ocurrido deja de sentirse víctima de la historia y se convierte en protagonista activo de su propio guion. Y eso lo cambia todo, del “pobre de mí” al “qué puedo hacer con esto”.
Solemos decir que no existe hecho sin encuadre. Lo mismo pasa en psicología, los sucesos son neutros hasta que les ponemos un titular. Podemos escribirlo en negativo, con letras rojas de tragedia, o podemos narrarlo como oportunidad. Y ahí está el arte de vivir, en elegir titulares que nos empoderen, aunque la noticia no sea la que hubiéramos querido. En definitiva, lo importante no es lo que nos ocurre, sino cómo decidimos afrontarlo. Porque al final, la vida no siempre permite cambiar la historia, pero si nos da la posibilidad de cambiar el relato.
La vida nunca deja de sorprendernos
Es como esa película que, aunque ya la viste mil veces, siempre te saca una escena nueva que no recordabas. Justo cuando creemos tener todo bajo control, otra vez ¡zas!, aparece lo no previsto, un encuentro, una noticia, una coincidencia que parece escrita por un guionista travieso o hasta perverso. Y ahí comprendemos que el asombro es el condimento secreto de la existencia.
Aristóteles lo dijo con elegancia hace más de dos mil años, la filosofía nace del thaumazein, la capacidad de maravillarse (Metafísica). Y hoy la psicología positiva lo confirma con datos, quienes cultivan la emoción del asombro viven más felices, más creativos y hasta más saludables (Keltner & Haidt, 2003). En palabras coloquiales, el asombro es como un gimnasio para la mente y el alma.
Hay pacientes que llegan apagados, atrapados en la rutina, como si la vida fuera un pasillo gris sin ventanas. Pero basta con ayudarlos a redescubrir lo maravilloso de lo cotidiano —la risa de un hijo, la textura de la lluvia, la simpleza de un gesto amable— para que de pronto se encienda otra vez la alegría. Esa pizca de vitalidad pura.
La sorpresa, lo extraordinario se cuela en lo ordinario. El día que dejamos de impresionarnos, la vida se vuelve un periódico sin titulares, puro relleno. Pero cuando abrimos los ojos al misterio, entendemos que cada jornada trae su propio escándalo de belleza como un amanecer inesperado, una canción que nos toca, o un encuentro fortuito que cambia la ruta. El asombro entonces se convierte en el motor de la creatividad y de la esperanza. Cuando la vida nos sorprende, nos recuerda que no todo está escrito y que todavía hay espacio para lo inesperado, para la magia. Y en un mundo que a veces se empeña en endurecernos, es bueno y notable conservar la capacidad de maravillarnos que es de verdad un acto de resistencia psicológica… y también de amor por la vida.
Todo pasa, y eso también es la vida
Llueve y escampa… No hay tormenta que dure cien años… ni cuerpo que lo resista: Ese dicho popular encierra una verdad psicológica y espiritual, de todo pasa. El budismo lo bautizó hace siglos como anicca, la impermanencia de todo lo que existe. Y aunque a veces nos cueste creerlo, aceptar que nada permanece es un alivio. Cuando alguien se aferra a la idea de que su dolor es eterno, la desesperanza se multiplica. “No voy a salir de esto nunca”, dicen. Y ahí recordamos juntos que la vida es como las estaciones, donde el invierno llega… sí. Pero tarde o temprano asoma la primavera. Ni las penas ni las alegrías se quedan para siempre, todo es puro movimiento.
La psicología contemporánea lo confirma, aceptar la no permanencia ayuda a reducir la ansiedad y a regular las emociones (Hayes et al., 2011). ¿Por qué? Porque nos libera de la obsesión por controlar lo incontrolable. Pretender que la vida sea estática es como querer congelar el mar. La ola viene y va, quieras o no. Y aprender a surfearla —no a detenerla— es lo que nos da serenidad.
Lo diríamos así, ninguna noticia es definitiva. Hoy el titular grita tragedia, mañana celebra victoria. Es como funciona también la existencia, cambia de portada todos los días. Y nuestra tarea como protagonistas no es controlar la rotativa, sino aprender a leer y a escribir en medio de esos giros. Cuando comprendemos que todo pasa, incluso lo bueno se valora más. Porque saber que nada dura nos empuja a saborear el presente, a disfrutar esa carcajada, ese café, esa conversación, esa noche luminosa de estrellas y astros, como si fueran únicos. Y lo son...
Así que, cuando la tristeza te golpee, recuerda que no será para siempre. Y cuando la alegría te inunde, celébrala, porque también pasará. La vida es un río que nunca se detiene. Y en esa corriente está la clave, dejarse llevar con confianza, sabiendo que lo único permanente es el cambio.
La vida es transformación constante
Heráclito lo dejó clarito hace 2.500 años: “Nadie se baña dos veces en el mismo río”. Y hoy la ciencia le da la razón con datos claros, nuestras células se renuevan cada cierto tiempo y el cerebro cambia sus conexiones con la neuroplasticidad (Doidge, 2007). Es decir, ni tú eres exactamente la misma persona de hace un año, ni nosotros lo somos. Somos un proceso en permanente cambio, como un periódico que nunca cierra su edición.
El lío está en que muchos se resisten al cambio y se dicen así mismos: “yo siempre he sido así y no voy a cambiar”. Pero la vida no pide permiso, cambia con o sin nuestro consentimiento. Y cuando nos aferramos a lo estático, sufrimos. Es como querer atrapar el agua con las manos, C’est impossible!... Los periodistas lo saben muy bien, la noticia de hoy es el papel de envolver mañana. Así pasa con la vida, lo que ayer parecía definitivo, hoy es historia vieja. Lo que nos asusta es la sensación de pérdida, pero en realidad lo que ocurre es transformación. No dejamos de ser nosotros, evolucionamos.
Psicológicamente, quienes aceptan el cambio como condición natural de la existencia se adaptan mejor. Son como los surfistas que, en lugar de maldecir las olas, aprenden a cabalgarlas. Y eso les da resiliencia, flexibilidad y frescura mental. En cambio, quienes se empeñan en ser bloques rígidos terminan quebrándose.
El cambio no es enemigo, es una condición de la vida. Cada mudanza, cada crisis, cada giro inesperado, aunque duela, nos recuerda que seguimos vivos. Resistirse es como querer que el corazón deje de latir porque no soportamos su vaivén. Aceptar el cambio, es entender que ese vaivén es la música de la existencia. Así que la próxima vez que la vida te sacuda con un giro inesperado, no lo veas como un error de libreto. Es parte de la novela de la vida. Y a veces, las mejores escenas llegan justo después del cambio que más miedo nos daba.
Entre luces y sombras, así avanza la existencia
La vida no es una foto con filtro perfecto, es más bien un collage donde conviven las luces más brillantes y las sombras más densas. Carl Gustav Jung lo dijo: cada ser humano carga con una sombra, esa parte oscura que preferimos ocultar pero que, si no la reconocemos, termina gobernándonos desde atrás del telón (Jung, 1959).
En psicoterapia lo vemos como una paradoja, cuanto más negamos nuestra sombra, más poder le damos. Es como tratar de tapar el sol con un dedo. Y lo cierto es que esa sombra no es un monstruo que viene a devorarnos, sino una parte de nosotros que clama ser reconocida. Integrarla no significa rendirse al lado oscuro, sino ponerle luz, darle nombre, y entender de dónde viene.
Diríamos que la sombra es “la letra pequeña de la vida”, esa que casi nadie quiere leer, pero que siempre está ahí. Y cuando nos atrevemos a leerla, la historia cambia.
La existencia, en realidad, avanza como un claroscuro, donde hay días de euforia que se mezclan con noches de dudas, logros que conviven con errores, esperanzas que chocan con miedos. Y en ese contraste está la riqueza. Una vida hecha solo de luz sería aburrida, plana, artificial. Una hecha solo de sombras, insoportable. El arte de vivir está en pintar con ambos tonos.
Enseñamos que reconocer la propia oscuridad no es hundirse en ella, sino domesticarla, hacerla parte de un todo más amplio. Porque quien se atreve a mirar sus sombras, paradójicamente, brilla con más fuerza. Y al final, así avanza su existencia, entre luces y sombras que, juntas, escriben el libro de nuestra historia personal.
Vivir es aceptar que nada está asegurado
Si hubiera un contrato firmado que garantizara la felicidad, la salud y el amor eterno, ya estaríamos todos haciendo cola para firmarlo. Pero la vida no funciona con cláusulas de permanencia ni garantías extendidas. La única certeza es que nada está asegurado.
Los existencialistas lo entendieron bien. La libertad no nace de tenerlo todo claro, sino de caminar en medio de la niebla, sin mapa definitivo (Jean-Paul Sartre, 1943). Y la psicología contemporánea lo confirma, la tolerancia a la incertidumbre nos protege de la ansiedad (Carleton, 2016). Lo paradójico es que cuanto más buscamos certezas absolutas, más frágiles nos volvemos. Es como querer caminar con muletas cuando no tenemos ninguna fractura, acabamos debilitando los músculos de la confianza en nosotros mismos.
Cuando le preguntan al médico si ¿todo va a estar bien? Allí toca sonreír con empatía y recordarles a los familiares que se va a hacer todo cuanto sea posible por la curación del paciente. Aceptar que nada está asegurado no es rendirse, es atreverse a vivir, porque en esa inseguridad también nace la libertad, la posibilidad de elegir, de crear, de volver a empezar cuantas veces haga falta. Y aunque a veces lastime, es justamente esa falta de garantías lo que hace que cada instante cuente.
La vida con el propósito de ser felices
Después de tanto sube y baja, de tantos cambios, sombras, incertidumbres y giros inesperados, hay una pregunta que late como un tambor en el fondo de todo, ¿para qué vivimos? La respuesta no necesita fórmulas complicadas ni tratados interminables: lo hacemos para ser felices. No es un lujo para ingenuos, es una brújula para valientes. Vivir sin un horizonte de felicidad es caminar sin un GPS en medio de la tormenta. Quien pierde la capacidad de soñar con algo que le dé alegría, se apaga. Y quien, aun en medio del dolor, se aferra a una gota de sentido, renace.
La felicidad es la gran noticia que siempre está en construcción. No es un golpe de suerte de portada, es una crónica diaria hecha de gestos pequeños como un abrazo inesperado, un trabajo que nos llena, un café compartido, una meta alcanzada. La felicidad no se decreta, se escribe a pulso. Y aquí está el secreto, no hablamos de una alegría superficial, sino de esa plenitud que surge cuando cultivamos emociones positivas, y nos comprometemos con los que amamos, agradecemos nuestras relaciones, encontramos propósito y celebramos logros. Eso, y no otra cosa, es lo que da sentido a cada vuelta de esta montaña rusa llamada vida. Así que el gran desenlace no es un final, es un comienzo, es apostar a la felicidad como propósito consciente. Porque, aunque la vida nunca será perfecta, siempre puede ser plena. Y esa plenitud es, en definitiva, el arte de vivir… ¡Qué casos y cambios tiene la vida!… C’est la vie… Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Hasta la próxima entrega… Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…
María Mercedes y Vladimir Gessen, psicólogos. (Autores de “Maestría de la Felicidad”, “Que Cosas y Cambios Tiene la Vida” y de “¿Qué o Quién es el Universo?”)
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