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The New Yorker: La crónica de un siglo

 Ver desfilar las portadas históricas es como recorrer un museo comprimido en 90 minutos. 
 Ver desfilar las portadas históricas es como recorrer un museo comprimido en 90 minutos. 

La mañana del pasado domingo 7 de diciembre —esa franja horaria donde el cerebro todavía piensa en modo humano y no en modo algoritmo— me topé en Netflix con The New Yorker at 100.


Apreté play sin grandes expectativas. Y, como suele ocurrir con las historias verdaderamente buenas, terminé sumergido en un viaje que empezó en una redacción neoyorquina y finalizó, inesperadamente, en mis propios recuerdos de periodista.


El documental, dirigido por Marshall Curry, no intenta disfrazarse de investigación incómoda. En cambio, abre la puerta, te invita a pasar y te deja mirar algo que pocas veces se muestra: la intimidad del oficio. Esa zona donde las historias todavía están desnudas, llenas de dudas, tachaduras y pequeñas obsesiones.


En el centro de todo aparece David Remnick, editor del New Yorker desde 1998, caminando por la redacción con la tranquilidad de quien sabe que cualquier palabra puede arruinar o salvar un texto. Lo ves leer, cortar, levantar la ceja, preguntar lo que nadie se animó a preguntar todavía. Y entiendes, de golpe, por qué esta revista llegó a los cien años sin perder personalidad: hay un director de orquesta obsesionado por el tono de cada instrumento.


Después están los equipos: la mesa de arte donde las portadas se debaten como si fueran

piezas de un museo; los dibujantes que intentan capturar al país con un solo trazo; y los

fact-checkers o como decimos por estos lares: “Verificadores” que verifican (valga la

redundancia) hasta el nombre del perro del político entrevistado. Uno los ve trabajar y

piensa: si todos los medios tuvieran este nivel de rigurosidad, Twitter tendría que cerrar

por aburrimiento.


Entre esas voces aparece alguien que me hace viajar a la Caracas de hace una década: John Lee Anderson. Lo conozco desde mis días en la Redacción Única de la extinta Cadena Capriles en Caracas, donde nos visitó una vez, y gracias a Albinson Linares, le conocí. Verlo ahora en pantalla, hablando de cobertura internacional con esa calma de quien ya lo vio todo, fue algo parecido a reencontrarse con un viejo maestro sin haberlo buscado.


Lo hermoso del documental es que combina esa épica del reporteo con momentos que

parecen sacados de una novela: la locura dulce de elegir una tapa; los silencios

incómodos cuando una frase no funciona; los debates eternos sobre una palabra que

quizás nadie note, pero que puede cambiar el latido entero de un perfil.


Sin proponérselo, la película también explica por qué los críticos de cine de la revista

—Richard Brody y Justin Chang— pueden escribir con la libertad con la que escriben. El New Yorker no busca solo reseñar películas: busca que el cine hable con la política, con la ciudad, con los cuerpos y con el tiempo. Y hacerlo requiere, justamente, esa respiración larga que el documental retrata tan bien.


Hay también una ternura enorme en el aspecto gráfico: ver desfilar las portadas históricas es como recorrer un museo comprimido en 90 minutos. Y la banda sonora termina de darle al documental ese aire de carta de amor a la ciudad donde todo empezó: Nueva York.


¿Es un documental complaciente? Un poco, sí. No se mete de lleno en las sombras de la

industria ni en los conflictos internos. Pero eso no le quita encanto. The New Yorker at

100 no pretende juzgar: pretende mostrar. Mostrar el trabajo, las obsesiones, el ritmo,

la liturgia. Y en tiempos donde las redacciones cierran más rápido que lo que abre un

hilo viral, ver a una institución luchando por mantener sus rituales tiene algo profundamente conmovedor.


Al terminarlo, me quedé con una sensación extraña y hermosa: que el periodismo, ese

oficio que algunos dicen que se está extinguiendo, está muy vivo en esos lugares donde

todavía se cree que una oración bien escrita puede cambiar algo. Aunque sea pequeño.

Aunque sea solo el día de un lector.


Y por eso este documental se ve con placer. Porque no es solo la historia de una revista:

es la historia de cómo se sostiene una pasión durante cien años.



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