¿Por qué sientes que el mar te llama?
- María Mercedes y Vladimir Gessen
- hace 1 día
- 11 Min. de lectura
El océano nos habla y la ciencia revela que su atracción no es casual, es la resonancia que nos recuerda quiénes somos y de dónde venimos
Desde tiempos inmemoriales, los seres humanos han buscado el mar. Lo han navegado, lo han temido, lo han venerado. En pleno siglo XXI, millones de personas siguen sintiendo ese mismo llamado. Apenas pueden se dirigen a la playa. Se bañan en sus aguas, contemplan sus horizontes, y caminan sobre sus orillas como si regresaran a casa. ¿Qué nos incita a hacerlo? ¿Qué hay en el mar que despierta en nosotros esa resonancia tan profunda?
Como psicólogos, como periodistas y como exploradores de la conciencia y el comportamiento humano, sentimos que esta pregunta toca no solo lo personal y lo social, sino también lo cósmico. ¿Y si esa atracción no fuera casual, sino un eco de algo esencial? ¿Y si el mar —como el Universo— nos estuviera hablando, y nosotros simplemente escuchando? Revelaremos lo que dicen la ciencia, la conciencia y la historia de la humanidad sobre este enigma: ¿Por qué amamos el océano?
Las cifras
La Organización Mundial del Turismo (OMT) ha confirmado que más del 60% de los viajes internacionales tienen como objetivo principal los destinos de Sol y playa. Y no es casualidad. Aunque países como Francia, España, Estados Unidos e Italia lideran los rankings globales por volumen de visitas, cuando se analiza el tipo de destino más demandado, las playas y el mar ocupan el primer lugar. Es decir, aunque las cifras globales se distribuyen por país, la preferencia temática se inclina abrumadoramente hacia la costa. En España los destinos más visitados son Andalucía, Cataluña, Baleares y Canarias, que comparten una característica, están bañados por el mar. En Estados Unidos, las ciudades costeras como Miami, San Diego, Honolulu y Myrtle Beach en California, encabezan las preferencias. Airbnb reportó en el primer trimestre de 2025 que las propiedades más reservadas a nivel mundial fueron las ubicadas cerca del mar. Y Booking.com reveló que el 78% de sus usuarios considera que el acceso a una playa influye fuertemente en su decisión de viaje. Un informe de McKinsey revela que el 65% de los viajeros de lujo expresan su intención de vacacionar en playas soleadas, lo que subraya la continua popularidad de los destinos costeros entre los viajeros de alto poder adquisitivo. Es decir, más allá de lo cultural o histórico, la humanidad elige el mar como espacio de descanso, inspiración y conexión profunda.
La memoria del mar en nuestro cuerpo
La ciencia nos muestra algo asombroso: en el útero materno vivimos nueve meses sumergidos en el líquido amniótico, recordándonos que el mar fue nuestra primera matriz … La vida en la Tierra comenzó en los océanos hace más de 3.800 millones de años. Todo ser vivo que habita hoy el planeta —incluyéndonos a nosotros— desciende de organismos marinos. Esta no es una metáfora, es una realidad biológica del origen de la vida. La composición salina de nuestra sangre, el equilibrio iónico de nuestras células, la proporción de agua en nuestro cuerpo, todo nos remite a esa cuna acuática. No es casual, entonces, que numerosos científicos —como Jacques-Yves Cousteau, Rachel Carson o Lynn Margulis— hayan sugerido que el mar no solo es nuestro origen físico, sino también emocional. Como si lleváramos en nuestras células una nostalgia oceánica.
La epigenética y la biología evolutiva señalan que nuestros impulsos actuales pueden estar ligados a “recuerdos ancestrales” inscritos en nuestro ADN. Así como las aves migratorias reconocen rutas que nunca aprendieron, los humanos también podríamos reconocer en el mar un “hogar” original, perdido en los tiempos. El mar no sería externo sino parte de nuestra memoria existencial viva. El mar, entonces, no solo sería un paisaje, sino un recuerdo.
¿Los átomos recuerdan?
Surge un tema complicado sobre la memoria profunda de la materia y el llamado del mar. Sabemos, por la ciencia más rigurosa, que los átomos que conforman nuestros cuerpos no nacieron con nosotros. Ni siquiera nacieron con la Tierra. Los átomos más ligeros —hidrógeno, helio— surgieron con el Big Bang. Los más pesados —carbono, oxígeno, nitrógeno, hierro, y calcio— se formaron en el corazón de las estrellas que luego explotaron en supernovas. Esas explosiones sembraron el polvo cósmico que daría origen a nuestro sistema solar… y a nosotros.
Cuando se dijo que "estamos hechos de polvo de estrellas", no es metáfora. Es una verdad física. Y esos átomos —esos viajeros del tiempo y del cosmos— llegaron a la Tierra hace unos 4.500 millones de años, donde han participado en un ciclo continuo de transformación: fueron parte de rocas, océanos, microorganismos, dinosaurios, árboles, peces, y finalmente… humanos.
Desde esta perspectiva, todo nuestro cuerpo es una composición momentánea de una materia eternamente reciclada. Respiramos átomos que estuvieron en los pulmones de otros seres. Comemos átomos que circularon por ríos primigenios. Nuestros huesos contienen calcio que alguna vez habitó en conchas marinas. Entonces, ¿podrían estos átomos llevar consigo una forma de reminiscencia o remembranza? ¿Existe un "saber" inscrito en la materia que nos impulsa a buscar el mar, a emocionarnos frente a su inmensidad, o a sentirnos en casa cuando lo vemos?
Memoria, instinto y resonancia
Desde la biología evolutiva, se acepta que el cuerpo humano y su sistema nervioso tienen memorias codificadas en el ADN, fruto de millones de años de adaptación. En ese sentido, nuestro sistema responde favorablemente a los ambientes donde la especie evolucionó como en las zonas costeras, humedales o ecosistemas acuáticos, lugares con acceso a agua y alimento. Es un instinto inscrito en la evolución. Pero más allá del código genético, hay una hipótesis más profunda, que se alinea con lo que hoy exploran la física cuántica, la neurobiología integral y la filosofía de la conciencia universal, como es que la materia misma posee una forma elemental de información. David Bohm, físico cuántico cercano a Einstein, proponía que el universo es un holo-movimiento, donde cada parte contiene información del todo.
Rupert Sheldrake, por su parte, propuso la existencia de campos mórficos: patrones de información que guían la forma y el comportamiento, más allá del ADN. En esa línea, se sugiere que existe una resonancia entre formas de vida pasadas y las actuales, una especie de memoria colectiva natural que atraviesa generaciones y especies.
El mar como eco de una sabiduría antigua
Cuando vamos al mar y sentimos paz, plenitud e inmensa alegría, o incluso melancolía, quizás no sea solo una reacción biológica o emocional. Tal vez estamos resonando con una memoria profunda que no es solo nuestra, sino de cuanto nos constituye. Una evocación de haber sido parte del mar. Haber flotado, fluido, vibrado en su salinidad. Quizás nuestra existencia y nuestro cuerpo invocan al mar no con palabras, sino con la vibración de las partículas que nos conforman. Y por eso, cuando estamos junto o dentro de él, algo en nosotros —más allá de nosotros— se aquieta, se reconoce, se reconecta. No en el sentido humano de la memoria consciente, pero sí como estructura portadora de información, moldeada por miles de millones de años de interacción con el universo y con la Tierra. Esa información no es pensamiento, pero sí forma, reacción, impulso. Y quizás también, un tipo de intuición primigenia. Por eso debemos pensar que en cada célula hay una sabiduría antigua. Que en cada átomo hay una nostalgia cósmica. Que cuando miramos el mar, no solo lo contemplamos… también lo rememoramos. Porque, como seres casi de agua, y que requerimos de la luz solar, quizás no procedemos solamente del mar. Quizás seamos del mar… caminando por la Tierra.
Neurociencia del azul y del sonido del mar
Estudios en neurociencia han demostrado que el color azul del mar tiene efectos calmantes en el cerebro humano. Según las investigaciones de la Universidad de Sussex encontraron que el azul oscuro es el tono ideal si está buscando aliviar el estrés. En la Universidad de Exeter, mostraron que observar grandes cuerpos de agua activa áreas cerebrales vinculadas al descanso, haciendo que la capacidad de bienestar y autoconocimiento se amplíe. El mar literalmente nos "reinicia". Impulsa áreas cerebrales asociadas con la meditación. Esto se debe, en parte, al ritmo constante y predecible de las olas, que induce patrones cerebrales similares a los observados durante las prácticas de mindfulness, o cuando oramos o en estados de contemplación, ya que ver la naturaleza puede ayudar a aliviar la forma en que las personas experimentan el dolor.
El sonido de las olas, por su parte, tiene un ritmo similar al de la respiración profunda. Al escucharlo, el cerebro entra en ondas alfa, las mismas que se experimentan en meditación. En esos estados, la percepción del tiempo se diluye, el juicio se disuelve, y emerge una sensación de pertenencia al Todo.
Algunos terapeutas ya utilizan esta conexión en lo que llaman “terapia azul” (blue therapy), que incluye baños de mar, caminatas costeras, e incluso grabaciones sonoras de playas. Existe un interés creciente en el uso potencial de los entornos acuáticos al aire libre, o en espacios azules, para promover la salud y el bienestar humano en cuanto a estados de ansiedad, depresión y trastornos del sueño tras su exposición regular al entorno marino.
El mar como símbolo de alimento, esperanza y apertura
Desde una mirada evolutiva, el mar representó durante milenios seguridad, alimento inagotable y oportunidad. Las civilizaciones costeras prosperaron gracias a la pesca y al comercio marítimo. Esta asociación entre el mar y la abundancia quedó firmemente grabada en la psique colectiva. Las primeras civilizaciones se instalaron cerca de los deltas y costas: Mesopotamia, Egipto, Grecia, Fenicia. El mar era una fuente generosa, pero también un misterio. En él vivían monstruos y dioses. Era a la vez madre y amenaza.
Para la psicología evolutiva, esta relación ambivalente quedó fijada en nuestra memoria colectiva. El mar es apertura, pero también lo desconocido. Es reflejo de nuestra psique porque nos atrae, por lo que da y por lo que revela. La línea del horizonte nos invita a ir más allá, como si la conciencia reconociera que la vida no se agota en lo visible.
Peter Kahn, de la Universidad de Washington, plantea que los humanos tenemos una “afinidad biológica” por los paisajes naturales que favorecieron la supervivencia de nuestros antepasados. El mar, al ser predecible, amplio y sonoro, representa un entorno ideal para la observación y el descanso.
Cuerpo, salud y vitalidad en sintonía oceánica
Los beneficios fisiológicos del entorno marino son múltiples. La brisa salina mejora la respiración, la arena masajea los pies y estimula terminaciones nerviosas, el baño en agua salada tonifica el sistema linfático y muscular. Incluso la exposición solar en la playa, con moderación, regula los ritmos circadianos y mejora los niveles de vitamina “D”. Investigadores como Mathew White, de la Universidad de Viena y del European Centre for Environment and Human Health, han demostrado que las personas que viven cerca del mar reportan mayor bienestar subjetivo. En parte, porque el mar regula nuestros ritmos internos. El flujo de las mareas, que responde a la Luna, también rige el ritmo hormonal y emocional en muchas especies, incluyendo la humana.
En un mundo hiperconectado, donde reina la velocidad y la saturación de estímulos, el mar representa uno de los últimos refugios sensoriales. Al mar no se le puede apresurar ni controlar. Su inmensidad nos obliga a detenernos, a escuchar, a mirar hacia lo desconocido. En cierta forma, visitar el mar es reconectar con lo que somos y con lo que no podemos dominar. Nos obliga a ralentizar, a contemplar, a entregarnos. Tal vez por eso, aún en la modernidad, seguimos sintiendo la necesidad de regresar a él. No se trata de nostalgia. Se trata de sanación. De reconectar con aquello que no ha sido contaminado por el ruido mental ni por la velocidad. Se trata de sentir de nuevo.
Mar y conciencia
Carl Gustav Jung veía al océano como un arquetipo del inconsciente colectivo. En sus profundidades habitan los miedos, los deseos y los arquetipos que nos atraviesan como especie. Al contemplar el mar, accedemos simbólicamente a nuestro mundo interior, fluido, caótico, misterioso… pero también fértil y lleno de vida.
Desde este punto de vista, el mar no es un escenario natural, sino un espejo espiritual. Mirar el mar es mirar dentro de uno mismo.
Es buscar respuestas sin palabras, como lo hacían los antiguos sabios al sentarse en las noches y en silencio frente a las olas. Tampoco es casual que en tantas religiones el agua del mar o de los ríos sea símbolo de purificación, renacimiento o conexión con lo divino. Para los taoístas, el agua representa el principio más sabio del Universo ya que se adapta, fluye, y vence sin violencia. Para los cristianos, el bautismo en el agua es símbolo de renacer. Para las culturas africanas del Caribe y Brasil, como el candomblé o la santería, Yemayá —la diosa del mar— es madre y protectora universal. Todas estas tradiciones, desde sus lenguajes diversos, reconocen algo sagrado en el mar.
En prácticamente todas las culturas, el mar es símbolo de lo sacro, lo infinito o lo maternal. Desde la mitología griega, como el nacimiento de Afrodita, hasta las cosmogonías polinesias o africanas, el mar es visto como madre, diosa, monstruo o mensajero.
El mar y el Universo: el infinito en la Tierra
Nos gusta pensar que el mar es el pedazo más visible del Universo en la Tierra. Es el único lugar que, al mirarlo, nos da la sensación de inmensidad como lo hace el firmamento con el Sol, durante el día, y el cielo estrellado y los astros en la noche. Ambos —océano y cosmos— nos recuerdan nuestra pequeñez, pero también nuestra conexión con lo vasto. Hay en el mar una continuidad vibracional con el Universo. Cuando una persona se sienta frente al mar y se siente en paz, lo que está ocurriendo es una repercusión profunda entre su conciencia individual y la conciencia universal. Así lo entendemos como psicólogos, y también como seres espirituales. Aquí, el mar nos habla con su impresionante sonido, cuando lo vemos y escuchamos, y arriba en el cielo vemos las luces y la magnificencia del Universo.
Al llegar a la costa, se abre un portal donde los vínculos con el firmamento y el cosmos se hacen más intensos, más puros, más verdaderos. Durante el día, el mar se convierte en un espejo ardiente del Sol. Esa estrella que nos da la vida brilla con fuerza sobre las aguas, reflejando su luz como un abrazo cálido. El cuerpo humano, al exponerse al Sol junto al mar, no solo se broncea, también se equilibra, se revitaliza, se recarga de energía vital. El Sol en el mar nos recuerda que somos también seres necesitados de luz y calor. Allí entendemos que lo luminoso también habita en nosotros.
Pero es por la noche, sobre todo en altamar —en un crucero, en una barca, o en la soledad de una playa alejada— cuando la magia se multiplica. La Luna, que rige las mareas y los ciclos interiores, se alza inmensa sobre el horizonte, sin luces urbanas que la oculten. En esos momentos, la Luna no es solo un satélite. Es una presencia. Un astro silenciosa que guía, que inspira, que emociona. Y junto a ella, el manto estrellado del cielo. A mar abierto, sin la contaminación lumínica, las estrellas aparecen con una nitidez que hemos olvidado en las ciudades. Allí en lo alto, en esa bóveda infinita, el Universo nos susurra que estamos en casa. Que no estamos solos. Que cada estrella es un punto de conciencia, y que nosotros —minúsculos pero despiertos— formamos parte de ese mismo entramado, —y por qué no decirlo— sagrado.
En el mar, todo se alinea, el agua, la luz del Sol, los ritmos de la Luna, el resplandor cósmico. Allí comprendemos que la vida no es solo sobrevivir ni acumular, sino sentir y recordar que somos hijos de la Tierra y del Cielo. Del cuerpo y del espíritu. De la materia y de la conciencia. Por eso, cuando vamos al océano nos encontramos con nosotros mismos... La atracción que sentimos por el mar es existencial. Es una llamada que viene de lo más profundo de nuestra biología, de nuestra historia evolutiva, de nuestra psicología y de nuestra conciencia. El mar es nuestro origen, nuestro espejo y nuestro destino. Nos recuerda que somos parte de un todo mayor. Que no somos seres aislados, sino gotas de la inmensidad cósmica. Y que ese inconmensurable océano —el mar y el Universo— es, en última instancia, un Ser consciente que nos habla en cada ola, en cada brisa, en cada silencio. Por eso, cuando sientas el impulso de ir al mar, no lo ignores. No es un simple deseo. Es una memoria que se despierta en ti. Es el Universo llamando a tu puerta. La atracción por el mar es un imperativo biológico y un reflejo cósmico. Es el escenario preferido por la humanidad porque responde a lo más profundo de su ser. Cuando miles de millones de personas eligen cada año ir al mar, no solo buscan vacaciones. Buscan volver a sentirse parte de algo eterno. Volver a recordar que, en medio de la incertidumbre, hay algo que siempre nos espera: El mar, abajo, y junto al Universo, arriba.
Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…
María Mercedes y Vladimir Gessen, psicólogos
(Autores de “Maestría de la Felicidad”, “Que Cosas y Cambios Tiene la Vida” y de “¿Qué o Quién es el Universo?”)