¡Garibusa!
- Noel Álvarez
- 14 sept 2024
- 3 Min. de lectura

Conversando con el paisano Darío Montilla, me recordó una expresión utilizada en la Costa Oriental del lago y en algunas zonas del estado Trujillo: ¡Garibusa! Es una exclamación que se profiere en el juego de metras para acompañar al arrebatón que se produce cuando uno de los jugadores, secuestra todas las esféricas por estar inconforme con los resultados de la partida, a través de ella se declara ganador a lo Jalisco. Huelga decir que esta es una acción considerada ilegal por el resto de los participantes y que atrae futuras consecuencias.
Con esta introducción, quiero situarles en el contexto de lo que vengo a contarles hoy. Recuerdo que, cuando era niño y vivía en El Batatillo, estado Trujillo, allí se desarrollaban dinámicas muy particulares. Por ejemplo, en los primeros años de las escuelas rurales, muchos no tenían acceso a una educación formal, lo que ocasionaba que los niños compartieran las aulas con personas de mayor edad. Me viene a la mente el caso de un condiscípulo de primer grado que debía tener unos 20 años. Todos lo llamábamos Mora, aunque nunca supe si ese era su nombre o su apellido. Era solo uno de los muchos casos que había en esos tiempos.
Acercándome al tema central de esta historia, debo mencionar a una de las tantas familias que llegaron a poblar nuestro pequeño pueblo, provenientes de distintos puntos de Trujillo y otros estados vecinos. En la década de los 60 arribó a El Batatillo una familia compuesta por tres personas: la madre, a quien llamaban "la tuertica Dilia" por la falta de un ojo; el padrastro, Pedro Bermúdez, un viejo tramposo y dicharachero que vendía polvos y rezos brujos para ahuyentar los bachacos; y el hijo, Antonio Viloria, apodado "Comecandela" o simplemente "Candela".
Nada bueno se podía esperar de esta disfuncional familia, y como era de esperarse, el vástago no podía ser un dechado de virtudes. De una cosa estoy seguro, Candela fue el primer pícaro que conocí en mi tierna edad. Aunque él ya tenía unos 15 años, ingresó a primer grado con nosotros. A partir de su llegada al pueblo, cualquier actividad ilegal que se produjera en nuestra comunidad, siempre llevaba su marca, pero, en simultaneo asistía regularmente a todas las clases.
En esa época, además de ser un buen estudiante, yo era un experto jugador de metras. Cualquiera que jugara conmigo salía inevitablemente derrotado. Tanto así que mi madre, antes de morir, me recordó que una vez, yo había enterrado en los alrededores de nuestra casa, una bolsa con miles de metras. La verdad es que no recuerdo ese episodio, pero si fue cierto, seguramente esas metras ya pertenecen a las lombrices de la tierra.
Candela, a pesar de su edad avanzada, también era un excelente jugador de metras. Dado lo pequeño del círculo estudiantil, era inevitable que algún día nos enfrentáramos. En la primera partida, a pesar de sus artimañas, ninguna pudo salvarlo de la derrota. Sin embargo, quedé impresionado por sus triquiñuelas, lo que me hizo dudar en concederle la revancha. Pero un día me volvió a retar, y aunque me resistí, la codicia se apoderó de mí al ver su bolsa de metras nuevas, las más buscadas, y finalmente acepté el desafío.
Como dice el refrán: "Allí empezó Cristo a padecer". Candela llegó con nuevas reglas unilaterales, todas a su favor: no me podía mover de la raya; la distancia no se medía con la cuarta, sino con el geme; dependiendo de la distancia de las metras, me obligaba a disparar de una u otra forma: uñita, cariaquita, y rara vez el método full. A pesar de todo, volví a ganarle. Fue entonces cuando afloró su verdadera naturaleza: enfurecido, me arrebató la bolsa de metras, que contenía tanto las mías como las que acababa de ganar. Intenté resistirme, pero, debido a su mayor corpulencia, terminé recibiendo una soberana paliza.
Desde esa temprana edad, aprendí que, cuando te enfrentas con tramposos, no importa cuál sea el resultado de la contienda: si pierdes, pierdes, y si ganas, ellos encontrarán la forma de arrebatarte el triunfo. Por eso, siempre que puedo, evito confrontar a estos personajes nefastos. Y si, por alguna razón, no puedo eludirlos, solo me queda encomendarme a Dios para que el resultado del enfrentamiento refleje fielmente lo ocurrido.
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