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¿Estamos diseñados para amar o para destruir?

Entre la guerra y la paz la evolución pareciera que aún no ha decidido: ¿Somos herederos del odio… o constructores de vida en convivencia?

Imágenes Gessen&Gessen
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En los últimos cien años, la humanidad ha presenciado múltiples guerras y dos mundiales, revoluciones, el desarrollo y empleo de armas nucleares, el holocausto, genocidios, crisis migratorias masivas y conflictos que siguen desangrando al planeta. No obstante, también hemos construido sistemas de salud, educación, cooperación científica y redes globales de ayuda sin precedentes, además del desarrollo tecnológico como nunca antes. ¿Cómo es posible que la misma especie que le canta a la vida haya creado tanta mortalidad? ¿Estamos genéticamente inclinados a destruirnos… o a cuidarnos? Esta paradoja nos obliga a mirar más allá de las coyunturas y analizar las raíces evolutivas de nuestra conducta. ¿Somos, por naturaleza, violentos o solidarios? ¿Qué pesa más, nuestra herencia biológica o nuestras decisiones culturales? Y tú, ¿cómo te consideras?, ¿beligerante o conciliador?

 

El caso de María y Daniel

Escena: Despacho sobrio, con luz cálida. Un psicólogo de unos 45 años escucha a una pareja joven. Ambos tienen unos 25 años. Ella se llama María. Él, Daniel. Llegan a la consulta tomados de la mano pero con miradas de preocupación. Están al tanto sobre las guerras que resurgen en uno y otro lado, la violencia cotidiana, la polarización de las redes, la discriminación constante y sienten que el mundo se tambalea. Están enamorados, se respetan, sueñan con construir una familia. Pero ahora dudan si traer un hijo a este mundo sería un acto de amor… o de irresponsabilidad.

El psicólogo que los recibe, un hombre de 45 años con años de experiencia en el acompañamiento emocional de parejas jóvenes escucha primero sin interrumpir. Sabe que detrás de cada dilema ético hay una lucha emocional.

Psicólogo: Bienvenidos. Me alegra que hayan decidido venir. ¿Qué los trae hoy por aquí?

Daniel (cruzando los brazos, pero sin hostilidad): Queremos hablar sobre si debemos o no tener un hijo…

María (mirándolo con un dejo de tristeza): Sí… es algo que nos ilusiona, pero también nos asusta mucho.

Psicólogo: ¿Qué es lo que más les inquieta?

Daniel: El mundo. El rumbo que está tomando todo. Las guerras, la política, el cambio climático, los fanatismos…

María (asintiendo): Hay días en que sentimos que traer un niño a este mundo sería egoísta.

Psicólogo (sereno): ¿Sienten que sería condenarlo a algo?

Daniel: Yo siento que lo estaríamos lanzando a un mundo donde tendrá que luchar desde el primer día. Y no sé si eso es justo.

María (más serena): Pero también creo que si las personas con conciencia dejan de tener hijos, el futuro queda en manos de quienes no cuestionan nada.

Psicólogo: ¿Y qué haría falta para que sintieran que sí vale la pena traer a ese hijo?

Daniel (con fuerza): Para mí, que la gente despierte. Que dejemos de ser corderos. Hay que arrebatarles el poder a los que promueven la guerra, aunque eso implique… fuerza.

Psicólogo (mirándolo con atención): ¿Fuerza como lucha armada?

Daniel (evitando la mirada): No lo sé. A veces siento que la paz sin justicia es una mentira.

María (mirándolo con cariño pero firme): Yo creo en la resistencia, sí… pero en la pacífica. En la que transforma desde la raíz. A veces me duele ver cómo él se va endureciendo.

Daniel (suspira): No me estoy endureciendo. Me estoy preparando.

Psicólogo: ¿Y tú, María, te estás preparando para qué?

María: Para criar un hijo que no repita la historia. Que no odie. Que no tema. Que construya.

Psicólogo (luego de una pausa reflexiva): Ustedes no solo están decidiendo si traer un hijo al mundo… Están decidiendo qué mundo le ofrecerán, y qué mundo ayudarán a construir.

Daniel (en voz baja): No lo había pensado así.

Psicólogo: Tal vez no se trata de si este mundo merece un hijo… sino de si ustedes están dispuestos a criar a un ser humano que lo transforme.

María (tomando la mano de Daniel): Yo quiero que ese hijo vea que la ternura también es una forma de valentía.

Daniel (mirándola por primera vez en silencio): Quizás… podríamos enseñarle las dos cosas.

Psicólogo: Me doy cuenta de que los dos tienen una enorme sensibilidad y una profunda conciencia del mundo. Eso ya dice mucho de cómo serían como padres. Pero también entiendo que la pregunta que traen no se resuelve con un sí o un no.

Daniel (asintiendo con una mezcla de rabia y duda): Exacto. No quiero que el miedo decida por nosotros… pero tampoco quiero ser un ingenuo.

María (mirando al psicólogo): ¿Qué podemos hacer? ¿Cómo se decide algo así?

Psicólogo (sereno, con voz clara): Les propongo una estrategia. No es una receta, sino un proceso. Una forma de pensar y sentir juntos. ¿Quieren que se las comparta?

Ambos: Sí, por favor.

Psicólogo: Primero, imaginen al hijo. No al bebé ideal. Al ser humano. Pregúntense ¿Qué clase de persona quisiéramos formar? ¿Con qué valores, con qué herramientas, con qué forma de mirar el mundo? Luego, imaginen el mundo. Pero no solo como está hoy, sino como ustedes podrían influir en él. ¿Desde qué lugar pueden actuar, inspirar, enseñar? ¿Están dispuestos a ser parte activa del cambio que desean para su hijo? Después, pregúntense si están emocionalmente preparados para sostener la contradicción. Porque criar a un hijo no les va a evitar el dolor del mundo. Pero puede darles razones más fuertes para luchar por su belleza. Por último, dejen espacio para el silencio. A veces las grandes decisiones no vienen de pensar más… sino de escuchar mejor. Al cuerpo, al vínculo, a la vida.

María (con los ojos brillantes): Nunca nadie nos lo planteó así.

Daniel (con voz más suave): Es como si el foco no estuviera en el mundo… sino en lo que vamos a hacer con él.

Psicólogo (sonríe levemente): Exactamente. No se trata de traer un hijo al mundo perfecto. Sino de preguntarse si pueden acompañar a un ser humano a crecer con dignidad, lucidez y con amor, incluso en un mundo imperfecto.

La sesión no resuelve el conflicto, pero abre una vía luminosa. María y Daniel entienden que su dilema personal no es ajeno al de la humanidad. Y que la paz, como la paternidad, no es un acto pasivo… sino un compromiso diario, ético y emocional. Al salir, no saben aún si tendrán un hijo pronto. Pero se toman de la mano con más fuerza. Han comprendido que el futuro que heredarán sus hijos depende de las decisiones que tomen hoy como pareja, como ciudadanos y como seres humanos.

 

La ambigüedad de nuestra naturaleza

Desde los albores de la civilización, el ser humano ha oscilado entre la violencia fratricida y la compasión redentora. El relato bíblico de Caín y Abel —dos hermanos, uno convertido en asesino del otro— no solo narra un crimen ancestral, sino que simboliza la tensión fundacional de nuestra especie: la capacidad de dar vida… y de quitarla. Esta ambivalencia también fue objeto de debate filosófico: Thomas Hobbes, popularizó la expresión del dramaturgo romano Plauto “homo homini lupus” —el hombre es un lobo para el hombre— y en su obra Leviatán (1651), donde describe al ser humano en su estado natural como egoísta, temeroso y movido por su instinto de autoconservación. Por el otro lado, Jean-Jacques Rousseau argumentó lo contrario, imaginando al hombre como originalmente bueno, para luego ser corrompido por la sociedad. Definitivamente es verdad podemos ser violentos y también pacíficos, en su expresión más simple: malos o buenos.

 

El cerebro humano: una fábrica de posibilidades


Ambos, Hobbes y Rousseau tenían razón en parte. Lo que hoy sabemos desde la psicología evolutiva y la neurociencia es que nuestra arquitectura biológica alberga tanto la agresión como la solidaridad, y que su expresión depende del entorno, la educación, las normas sociales y las narrativas que nos contamos unos a otros. Somos una especie básicamente de comportamiento dual, y precisamente por eso, extraordinariamente libres.

Nuestras emociones y conductas se formaron a lo largo de la evolución, ofrece una respuesta compleja y doble de que no somos una especie en esencia violenta, ni fundamentalmente pacífica, ya que poseemos y podemos tener ambos comportamientos eventualmente. Estamos equipados con mecanismos cerebrales tanto para la agresión como para la empatía, y su expresión depende del contexto.

Charles Darwin, muchas veces malinterpretado como defensor del “más fuerte”, afirmó en The Descent of Man (1871) que los grupos más exitosos en la evolución fueron aquellos donde “prevaleció el espíritu de cooperación”. Más adelante, investigadores han demostrado que los humanos somos únicos por nuestra capacidad de colaboración intencional desde edades muy tempranas.

 

Un caso paradigmático

 

En investigaciones del psicólogo Michael Tomasello y su equipo —en el Instituto Max Planck para la Antropología Evolutiva— durante un experimento en el laboratorio, un adulto simula que está colgando unas toallas en un armario y deja caer una pinza sin darse cuenta, entonces un bebé de apenas 18 meses, al observar la situación, camina espontáneamente hacia el adulto, recoge la pinza y se la entrega, sin que nadie se lo pida, sin que haya sido entrenado para hacerlo, y sin esperar ningún tipo de recompensa o aplauso. El adulto, de hecho, mantiene una actitud neutral, sin reforzamiento positivo explícito. A pesar de ello, el niño actúa por pura motivación prosocial. Este tipo de conducta se repite en múltiples variaciones del experimento: cerrar una puerta, alcanzar un objeto fuera de alcance, o corregir una acción interrumpida. Estos estudios sugieren que la tendencia a ayudar está presente de forma natural en los humanos desde etapas muy tempranas del desarrollo, lo que refuerza la hipótesis de que la cooperación es una capacidad evolutiva fundamental, anterior incluso al lenguaje, y no dependiente de normas sociales externas ni de reforzamientos condicionados.

 

La violencia no es inevitable

 

Durante mucho tiempo predominó en la imaginación colectiva la figura del hombre cazador y guerrero como modelo evolutivo. Un ser que sobrevivía gracias a la fuerza, la territorialidad y la lucha contra otros grupos, un alfa pues. Esta narrativa, influida por visiones patriarcales y belicistas, ha sido cuestionada por enfoques más integradores. La antropóloga Sarah Blaffer Hrdy, junto a otros investigadores, han propuesto una hipótesis distinta: la cooperación, no el conflicto, fue la clave del éxito evolutivo humano. La necesidad de criar a los niños altamente dependientes, de compartir alimentos y de coordinar acciones complejas dio origen a capacidades como el lenguaje, la empatía y el altruismo. Estudios de neurociencia corroboran esta idea: al cooperar, el cerebro libera oxitocina y dopamina, generando placer y vínculo. Asimismo, observaciones antropológicas en sociedades cazadoras-recolectoras actuales muestran una predominancia de la colaboración sobre la competencia.

En la comparación con otros primates, somos tanto como los violentos chimpancés… y como los pacíficos bonobos. La diferencia clave reside en que los humanos podemos transformar la agresión reactiva en diálogo, y la planificación destructiva en proyectos comunes. Somos herederos de una evolución ambigua, pero dotados de una plasticidad única para elegir cómo vivir juntos.

Aunque algunos lo creen, no hay evidencia contundente de que la guerra sea una constante desde los orígenes de la humanidad. El antropólogo Douglas Fry ha documentado sociedades de cazadores-recolectores contemporáneos que viven con niveles bajísimos de conflicto violento. Y el arqueólogo Brian Ferguson ha argumentado que la guerra organizada, sistemática y a gran escala, como la entendemos hoy —con ejércitos, jerarquías militares, estrategias políticas de conquista y ocupación— no aparece de forma generalizada en los registros arqueológicos hasta después del surgimiento de la agricultura, la propiedad privada y las sociedades jerárquicas, hace unos 10.000 años. Antes de eso, durante decenas de miles de años, los grupos humanos vivían como nómadas recolectores con formas de resolución de conflictos mucho más basadas en la evitación, el diálogo o la disolución del grupo. La esclavitud ocasional entre tribus no equivale a una estructura bélica organizada con fines de dominación territorial y acumulación sistémica.

En este sentido, la guerra no sería una necesidad biológica, sino una construcción social favorecida por intereses económicos, estructuras de poder y narrativas culturales que legitiman la violencia.

Las culturas no solo organizan el conflicto sino que también lo enseñan, lo glorifican y lo heredan como identidad. Es allí donde la educación, los mitos fundacionales y los liderazgos juegan un rol decisivo.

Un estudio destacado que respalda la afirmación de que la empatía y la compasión activan regiones cerebrales asociadas al placer físico, publicado en 2009 en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS), señala en un experimento de resonancia magnética funcional (fMRI), que se determinó que estas emociones activaban regiones cerebrales que están relacionadas con la conciencia corporal, lo que sugiere que la compasión y la empatía están profundamente arraigadas en nuestra biología.

Incluso, en el reino animal, las especies con estructuras sociales complejas, como los bonobos, prefieren estrategias de reconciliación y cooperación a la confrontación. Y nosotros, los humanos, somos capaces de ambas, pero con una plasticidad cognitiva que nos permite elegir.

 

Las crisis del presente

Los humanos actuamos como espejos de nuestra dualidad ancestral. Por un lado, enfrentamos desafíos que exigen una cooperación global sin precedentes —como el cambio climático, las pandemias o las migraciones forzadas— y, por otro, asistimos al resurgimiento del nacionalismo, los conflictos armados y la polarización social, incluso dentro de las democracias más consolidadas.

Mientras científicos del mundo comparten datos en tiempo real para combatir virus globales, líderes políticos erigen muros, desinforman o promueven la división como estrategia de poder. Este contraste revela una verdad incómoda, como es que la tecnología y el conocimiento avanzan más rápido que nuestra madurez ética y emocional. Sin embargo, no todo está perdido. La neuroplasticidad humana —esa capacidad de nuestro cerebro para aprender, desaprender y transformarse— sugiere que sí, podemos reentrenarnos hacia la colaboración si la educación emocional, el pensamiento crítico, la empatía y el diálogo se convierten en pilares de nuestra cultura. El presente no es solo una crisis: es también una oportunidad para reprogramar el rumbo de nuestra especie.

 

El presente: entre algoritmos de odio y redes ¿de solidaridad?

Sin embargo, el contexto actual no facilita la cooperación. Las redes sociales, los discursos polarizantes, la economía basada en la competencia despiadada y los nacionalismos resurgentes tienden a activar nuestras emociones más primitivas como el miedo, la exclusión, la agresión reactiva. Nos bombardean con narrativas de amenaza constante. Pero al mismo tiempo, nunca antes habíamos tenido tantas posibilidades de conectarnos globalmente, de organizarnos en comunidades solidarias, de aprender unos de otros. La pandemia de COVID-19 demostró que, en medio del caos, millones de personas optaron por cuidarse mutuamente, donar, colaborar, y crear redes de apoyo.

 

¿Cuál es el futuro que elegimos?

 

La evolución nos dotó de una herencia ambivalente, podemos atacar o abrazar, dividir o unir, destruir o crear. Pero lo que nos diferencia de otras especies no es solo el instinto, sino la conciencia y la capacidad de elección.

La pregunta no es si estamos programados para la guerra o la cooperación. La verdadera pregunta es ¿cómo estamos educando, estimulando, recompensando y normalizando a nuestra sociedad?

Si enseñamos desde la infancia a competir, excluir y dominar, obtendremos ciudadanos temerosos y agresivos. Pero si cultivamos la empatía, el diálogo, la cooperación, formaremos seres humanos capaces de construir un mundo más justo y pacífico.

La paz no es una utopía, es una decisión. Estamos programados para ambas cosas. Pero lo estamos también para trascender nuestros impulsos más primitivos. Por ello, la paz no es la ausencia de guerra, sino la presencia de justicia, empatía y cooperación activa. Como especie, aún estamos a tiempo de elegir la vía de la evolución consciente para alcanzar la felicidad y el bienestar. La guerra puede ser parte de nuestro pasado… pero no tiene por qué ser nuestro destino.

 

Lo que llevamos dentro

 

No estamos encadenados a lo que ocurrió. No somos esclavos de los genes ni prisioneros de la historia. Somos una especie capaz de imaginar el bien antes de lograrlo, de soñarlo antes de construirlo. Pero esa libertad trae consigo una responsabilidad inmensa, como es elegir, conscientemente, hacia dónde queremos ir.

Si escogemos mal —si seguimos glorificando la violencia, levantando muros, y sembrando desconfianza— el futuro que heredarán nuestros hijos será uno de aislamiento, miedo y destrucción progresiva. No hará falta una guerra nuclear para arrasar con todo, bastará la indiferencia sistemática, el odio viralizado y la deshumanización silenciosa del otro.

Si elegimos bien —si decidimos cultivar la cooperación, la empatía, la justicia y el cuidado mutuo— entonces sí la humanidad aún puede salvarse de sí misma, sanar, florecer. El cerebro humano, moldeado tanto por el fuego como por el abrazo, está listo para el amor consciente, para la paz activa, para la revolución de la compasión.

El futuro no está escrito. Está latiendo, en cada decisión que tomamos hoy. Y quizá, la más humana de todas las rebeliones consista en elegir la paz cuando algunos pocos pero poderosos en el mundo nos incitan al odio.

Entonces, la elección está frente a nosotros, clara como el cielo antes de una tormenta. Cada gesto, cada palabra, cada silencio, está esculpiendo el destino de nuestro linaje humano. No hay neutralidad posible. Ser espectadores nos convierte, sin quererlo, en cómplices del derrumbe… o de la reconstrucción.

En un mundo donde los algoritmos modelan nuestras emociones y las narrativas del miedo se propagan como virus, el mayor acto de rebeldía ya no es gritar: es abrazar. Ya no es marchar con puños cerrados, sino extender la mano a quien piensa distinto. Ya no es imponer una verdad, sino sostener una esperanza compartida.

Quizá el dilema de María y Daniel no sea solo suyo. Tal vez es nuestro. Porque en cada nacimiento —biológico o simbólico— hay una declaración de fe en el futuro. Porque cada nuevo ser humano, si es criado en la ternura y en la lucidez, puede convertirse en antídoto contra la barbarie, en arquitecto de paz, en memoria viva de que otra humanidad sí es posible.

El mundo no cambiará por decreto. Pero sí puede transformarse desde dentro, como un corazón que empieza a latir distinto.

Y tú, que has llegado hasta aquí, no estás exento. También estás programado… pero no de forma definitiva. Estás configurado para sentir, para decidir, para reescribir tus impulsos. Estás hecho de historia, sí, pero también de futuro. Un futuro que empieza en la forma en que hoy miras al otro. En la forma en que eliges —o no— desarmarte por dentro. Porque al final, no se refiere solo de si habrá guerra o paz. Se trata de si todavía creemos que el amor, la conciencia y la justicia… pueden más que la violencia.

Y si lo creemos… entonces aún estamos a tiempo… Si quieres profundizar sobre este tema, consultarnos o conversar con nosotros, puedes escribirnos a psicologosgessen@hotmail.com. Que la Divina Providencia del Universo nos acompañe a todos…

 

 

2 Comments


Kilback Minh
Kilback Minh
hace un día

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jun Bon
jun Bon
hace 2 días

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