El peligro del pensamiento único y la violencia desde el poder
- Juan E. Fernández, Juanette

- 17 sept
- 3 Min. de lectura

Hace mucho que no escribía de política ni de humor. Me había refugiado en el cine, en reseñar películas, en pensar la vida a través de Fellini o Chaplin. Pero la realidad me superó. Y a veces, cuando la realidad aprieta demasiado, no queda otra que volver a escribir, aunque sea incómodo, aunque sea doloroso, aunque caiga bien. Hoy me permito este espacio no para hacer un análisis académico ni una diatriba ideológica, sino un llamado.
Hay algo peor que la violencia de los palos y las balas: la violencia del pensamiento único. Esa que empieza como un discurso inspirador, se viste de proyecto colectivo y termina anulando al que piensa distinto. La vimos en Venezuela con Hugo Chávez (2-2-1999/5-3-2013) que hablaba del “hombre nuevo”. Una idea que sonaba casi poética, pero que escondía la trampa: para ser “nuevo” había que renunciar a tus deseos, a tu ambición, a tu identidad. Prosperar era sospechoso, ser rico era pecado. Y si no entrabas en ese molde, te convertías en enemigo del pueblo.
Maduro heredó esa narrativa y la endureció todavía más. El chavismo, que en su inicio prometía redención, terminó convertido en un aparato de silenciamiento: control de medios, persecución a periodistas, cárcel para opositores. El pensamiento único como método de gobierno, institucionalizado, normalizado, casi naturalizado.
Del otro lado del espectro ideológico, la receta es la misma con otro disfraz. Donald Trump convirtió a los migrantes en villanos universales: criminales, violadores, culpables de todo. Esa narrativa caló hondo en millones que empezaron a mirar al vecino con miedo. En Argentina, Javier Milei aplica recortes a jubilaciones, educación y discapacidad, mientras diseña regímenes a medida de los grandes empresarios y olvida a las pequeñas y medianas empresas y a los emprendedores. Y además impulsa su “batalla cultural”, donde quien piensa distinto no es simplemente alguien con otra mirada: es parte de la casta, del mal, del enemigo. Cambian los nombres, cambian las banderas, pero la lógica es la misma: dividir, estigmatizar, polarizar.
No se trata de inventar algo nuevo. Hitler lo hizo, Mussolini lo perfeccionó. Uno
construyó poder sobre el odio al judío y al comunista; el otro inventó la épica del
italiano puro y marginó a los que no encajaban en ese molde. Siempre el mismo
mecanismo: un pensamiento único que expulsa al distinto y abre la puerta a la violencia.
Y esa violencia no se queda en palabras. Las palabras son semillas, y esas semillas germinan. Hace apenas unos días, en Estados Unidos, el activista político Charlie Kirk
fue asesinado en plena universidad. Un disparo desde un techo lo convirtió en víctima
de ese clima enrarecido en el que la retórica del odio se convierte en justificación para
matar. No es un hecho aislado. Es la consecuencia lógica de un discurso que convierte
al adversario en enemigo, y al enemigo en objetivo legítimo.
Mientras tanto, la sociedad se pelea por ellos. Las familias se dividen, los amigos se bloquean en redes sociales, los compañeros de trabajo se enfrentan como si la política
fuera una religión. Y mientras la gente discute en sobremesas y en "timelines", los políticos negocian entre ellos. Se insultan de día, pactan de noche. Se proclaman enemigos irreconciliables en público y se reparten favores en privado. La gente se desangra en batallas culturales que no le pertenecen, mientras ellos preservan sus privilegios a resguardo.
El peligro no es sólo económico ni social, es cultural y democrático. Una sociedad que acepta el pensamiento único se acerca peligrosamente a la intolerancia. La democracia no se mide en votos, sino en la capacidad de disentir sin miedo. Y cuando el poder —venga de donde venga— decide que sólo existe una verdad posible, estamos frente al germen de la violencia política.
Por eso hoy escribo esto. Porque no se trata de estar a favor de Chávez o de Milei, de Trump o de Maduro. Se trata de entender que todos ellos, cada uno con su máscara, han jugado el mismo juego: el de uniformar el pensamiento, dividir a la sociedad y usar al odio como combustible. Y cuando aceptamos que solo hay una forma de pensar, empezamos a recorrer el mismo camino que nos llevó a Hitler, a Mussolini y a tantos otros que encontraron en la intolerancia su modo de gobernar.
La verdadera batalla cultural no debería ser para “ganarle al otro”, sino para defender la pluralidad. Esa incomodidad de que existan voces que no nos gustan, de que haya alguien que piense distinto, es la esencia de la democracia. Sin pluralidad no hay futuro, sólo silencio. Y en ese silencio, la violencia siempre encuentra eco.






Comentarios