El título de este artículo no pretende ser original, pero posee enorme pertinencia.
Cada día es mayor la convicción del peligroso y temerario rumbo que han venido tomando las cosas en Venezuela.
La conducción de los asuntos públicos, salvo honrosas excepciones, se hace con enorme improvisación. El sentido común parece haber desaparecido entre quienes nos dirigen. La gente reclama soluciones y no hay respuestas oportunas y efectivas. El Estado venezolano concentra cada vez más poder, pero cada vez se siente más la falta de gobierno en muchos aspectos.
En toda la nación, los empleos formales desaparecen. Las zonas industriales son pueblos fantasmas, la economía productiva languidece, la carencia de agua potable nos quita calidad vida, los apagones hostigan a la ciudadanía, el acceso a una salud de calidad es inexistente, los niños en edad escolar no comen bien, ni reciben buena enseñanza y la pesadilla de una inflación crónica limpia nuestros bolsillos.
En general, una sensación de incertidumbre y zozobra se apodera del país. Desidia, incompetencia, desorden, improvisación, voluntarismo, arrogancia, intolerancia, impunidad, autoritarismo, derroche y corrupción, son los rasgos más sobresalientes de la actual hora nacional. Este sombrío balance se produce luego de haber recibido desde el año 2003 a 2013 los cuantiosos recursos económicos que dispensó un prolongado período de abundancia fiscal petrolera, la cual posiblemente jamás volveremos a ver en la extensión y volumen que vivimos en tal período. Estamos hablando de más de un millón de millones de dólares de Estados Unidos y hoy las reservas monetarias internacionales están exhaustas.
Tal circunstancia debería generar una seria reflexión acerca del origen y destino
de una riqueza nuevamente malgastada.
Un inédito dato se asoma: el descontento está uniendo ahora a los venezolanos que antes la confrontación política había separado. El descontento y la inconformidad con lo que sucede en el país son tan amplios que han rebasado abiertamente los límites de la llamada oposición. De hecho, están erosionando la zona de confort en la que cohabitan las conformaciones políticas oficialistas y opositoras.
Como bien decía un célebre pensador británico del siglo XIX: “El descontento es el primer paso para el progreso de un hombre o de una nación” Pero hay que hablarle a ese país descontento y nadie, o muy pocos, lo están haciendo con la determinación y la propiedad que se requieren. Es decir, existe una demanda de un mensaje político alternativo, pero aun la ciudadanía no identifica en el horizonte una oferta correspondiente.
El destino de Venezuela se ve poco auspicioso. Sin embargo, tenemos la oportunidad de cambiar nuestro futuro. Para lograr este propósito, no basta alertar sobre los males que nos aquejan, sino iniciar la acción que posibilite revertir tal realidad. Podemos resignarnos sólo a rumear nuestro descontento y escribir sesudos documentos y artículos, pero millones de palabras impresas o publicadas no generan los cambios, son los cambios los que generan que se impriman o publiquen millones de palabras. Por eso hay que convertir el vasto descontento nacional existente en una renovación política. Esa renovación ya no es sólo
deseable sino un asunto de sobrevivencia.
Hay que encontrar una alternativa viable, pacífica, democrática y constitucional. Sin atajos ni espejismos. El país camina sobre un plano inclinado. El reto es cambiar esa ruta suicida. Sin embargo, el mayor problema de todos es vencer el escepticismo y no bajar los brazos. Es la hora del coraje cívico, pero también de la templanza y la cordura.
Tenemos la posibilidad de ponerle una mano en el pecho y detener el proceso de
deterioro nacional. Ciertamente la democracia es mucho más que la mera convocatoria a elecciones. Una verdadera democracia republicana es aquella en donde las libertades ciudadanas están garantizadas y la independencia y autonomía de los poderes públicos evitan que la concentración del poder avasalle a los individuos. La democracia prácticamente se ha reducido sólo al acto comicial. Nos referimos al voto, a la institución del sufragio, que a pesar de lo maltrecha que esté entre la ciudadanía, constituye la última trinchera democrática y la última línea de defensa del sistema de libertades.
Tomemos conciencia a qué nos enfrentamos. No está en peligro nada más la democracia, está en juego la viabilidad misma de nuestra república, tal y como la hemos conocido hasta ahora.
コメント