El triunfo de Luiz Inácio Lula da Silva, pronosticado por la gran mayoría de las encuestas serias brasileñas, ha despertado la suspicacia –y en algunos casos la paranoia- de varios sectores políticos y empresariales que ven en el antiguo líder sindical el peligro de que se reafirme la izquierda radical en América Latina. Según esa visión, el Foro de Sao Paulo y su primo hermano, el Grupo de Puebla, ahora gozarán de una vitalidad que les permitirá promover movimientos antidemocráticos y anticapitalistas a lo largo de todo el continente.
No comparto esa apreciación. Lula no fue un presidente extremista durante los ocho años que duró su mandato en la primera década de este siglo. Si no lo fue antes, no tiene por qué serlo ahora cuando conseguirá un Brasil y un mundo bastante diferentes.
De lo primero que deberá ocuparse el presidente electo es de tratar de asegurar la gobernabilidad de un país fracturado en dos pedazos casi idénticos. El Partido de los Trabajadores (PT), organización que Lula fundó y de la cual ha sido líder vitalicio, tuvo que formar una coalición integrada por diez agrupaciones diferentes ubicadas, buena parte de ellas, en el centro político. El PT no es ese partido hegemónico de hace dos décadas. En el Parlamento, Lula se encuentra en minoría tanto en la Cámara de Diputados como en la del Senado, bajo el control de los bolsonaristas. En ese foro tendrá que llegar a acuerdos para que le aprueben los presupuestos y medidas ejecutivas orientadas a fomentar la inversión pública y elevar el gasto social que atienda la situación de los grupos más vulnerables. En el plano regional, también se encontrará con la oposición de gobernadores clave aliados de Jair Bolsonaro. Lula no dispondrá de mucho margen para andar atacando a los empresarios y a la propiedad privada, ni dando saltos hacia la izquierda que le hagan aún más tortuoso el camino para alcanzar acuerdos con sus rivales, quienes estarán atentos ante cualquier pretensión izquierdizante del Gobierno.
La corrupción –fenómeno que tanto preocupa a quienes ven con reservas a Lula y que ha echado raíces tan profundas en Brasil- probablemente ahora sea más vigilada por el Parlamento y por otros organismos del Estado. El PT, responsable directo de que ese cáncer se expandiera por todo el cuerpo social, estará más sometido a la supervisión de los partidos opositores. Además, Odebrecht –la correa de transmisión que diseminó gran parte de la podredumbre- se encuentra bajo el escrutinio continuo del Estado y las organizaciones civiles.
En el plano internacional, Lula enfrentará retos colosales. Tendrá que ver cómo se mueve en un mundo donde la globalización cambió radicalmente desde que él salió de la presidencia de la República el 1 de 2011. La etapa de colaboración respetuosa entre las naciones, que caracterizó el comercio internacional a comienzos del milenio, ya no existe. Vladimir Putin se encargó de cancelarla. La triste y dramática experiencia de la invasión de Rusia a Ucrania indica que unas naciones no pueden confiar ingenuamente en otras, como si los vínculos fueran entre hermanos leales. Ahora hay que anteponer la seguridad nacional. Esto conduce al recelo, la desconfianza y a cierto grado de autarquía. Este punto de vista lo adoptó Xi Jinping, el nuevo mandarín chino, quien pareciera estar dispuesto a sacrificar las enormes tasas de crecimiento logradas durante décadas por esa economía, y replegarse un poco como gran financista mundial, en aras de permanecer indefinidamente en el poder.
Los cambios provocados por Rusia y China en el tablero planetario deberían redefinir el papel de Brasil, una de las economías más grandes del mundo, que ahora tendría que asumir un liderazgo más proactivo en el plano global, tanto en el ámbito económico como en el político. En esta segunda esfera, le corresponde adoptar la defensa de la democracia, tan acorralada desde que abandonó la jefatura del Estado ¿Está Lula consciente del papel que le corresponde desempeñar en el nuevo escenario mundial? Hasta ahora no ha dado señales de plantearse ese tipo de desafíos. Veremos qué hace como Presidente. Hay que tomar en cuenta que el auge de los commodities, que tanto lo favoreció durante su primer mandato, ya concluyó. Ahora, Brasil tendrá que aprovechar mejor sus ventajas comparativas y competitivas para lograr las tasas de crecimiento que requiere para resolver los graves problemas sociales que confronta. Con relación a la democracia, su autoridad y prestigio en el campo de la izquierda internacional, debería utilizarlo, junto al de otros mandatarios moderados, para patrocinar el sistema de libertades frente a los autócratas de todo pelaje que buscan eternizarse en el poder mediante la destrucción del Estado de derecho y la confección de constituciones a la medida.
En América Latina, por donde podría comenzar, Lula tiene la responsabilidad de promover transformaciones en los brutales regímenes de Cuba, Nicaragua y Venezuela, verdaderas taras continentales.
De no afrontar los desafíos que se levantan frente a sí, el gobierno de Lula no pasará de ser, como dice Juan Francisco Misle, sino una mediocridad más.
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