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Ecuador: Todo depende del color del cristal con que se mire


Jorge Glas compareciendo ante la comisión de Fiscalización de la Asamblea Nacional para hablar acerca del caso Odebrecht. Foto: Agencia de Noticias ANDES, Wikipedia

La naturaleza humana y el  interés suelen expresarse en contradicciones emanadas de contextos diferentes. Así pues, un golpe de Estado que desaloje a un presidente de izquierda tiende a ser justificado por quienes militan en el espectro opuesto del arco iris político. Quien esto escribe seguramente vería con mayor complacencia una maniobra que desplazara del poder al boliviano Luis Arce que otra similar que tuviera por víctima al uruguayo Alberto Lacalle Pou, ambos  elegidos en comicios libres, democráticos y verificables. Lo anterior no pretende ser una justificación, sino apenas una comprobación de aquello de que ”todo es según el  color del cristal con que se mire”.


Lo anterior viene al caso con relación a la reciente operación comando ejecutada en Quito para remover de la embajada mexicana al Sr. Jorge Glas, exvicepresidente de Ecuador durante los últimos cuatro años de la gestión presidencial de Rafael Correa, personaje este cuyas ejecutorias e ideología son del desagrado de mucha gente -incluyendo el suscrito-.


El Sr. Glas ha sido juzgado y condenado por corrupción por la justicia de su país con motivo -entre otros- del escándalo Odebrecht, que cobró también otras cabezas del continente que gozaban del mayor respeto como el expresidente Kuczynski del Perú. Sin poder asegurar que la justicia ecuatoriana sea impoluta, entendemos que hasta ahora se ha movido con bastante independencia del Ejecutivo.


Lo cierto es que el gobierno de Ecuador, presidido por Daniel Noboa, perfectamente legítimo y democrático, adoptó la inusitada decisión de tomar por asalto el local de la Embajada de México y sacar de allí por la fuerza al Sr. Glas, condenado con sentencia firme y definitiva por la justicia ecuatoriana.


La acción puede verse con cierto grado de complacencia en la medida en que luce apropiada para erradicar el vicio de la corrupción, pero si la vemos desde el cristal de la legalidad del derecho internacional es indiscutible que Ecuador violó un principio pétreo  con lo cual pudiera abrirse a la consideración de otros gobernantes -democráticos o no- el imitar esa conducta, por ejemplo en nuestro propio país donde seis compatriotas han solicitado asilo político en la Embajada de la República Argentina ante la inventada acusación de que hubieran participado en la preparación de acciones delictivas destinadas a derrocar a Maduro. Hoy día, con el absoluto desprecio por el derecho que caracteriza a los lideres “rojo-rojitos” a lo mejor a alguno se le mete esa idea en la cabeza.


El principio de la inviolabilidad de una sede diplomática no tiene excepción alguna en el derecho internacional y es derecho del Estado de acogida conceder asilo político o no -a su solo juicio- a quien se refugie en dicha oficina o residencia, a partir de lo cual nace la obligación del Estado territorial (Ecuador) de expedir el salvoconducto que garantice al asilado el egreso del país sin ser apresado en el trayecto al aeropuerto u otro lugar de salida.

Así mismo ocurrió con Pedro Carmona, asilado en la Embajada de Colombia después de los sucesos de abril de 2002 que culminaron con el derrocamiento de Chávez y su posterior regreso. Se respetó el asilo concedido y se facilitó su salida del país por vía aérea.


Casos han habido en los que el Estado territorial se ha negado a conceder el salvoconducto. Ello aconteció entre 1949 y 1954, cuando el líder político peruano Víctor Raúl Haya de la Torre entró a la Embajada de Colombia en Lima, donde le fue concedido el asilo, pero el gobierno militar del general Odría se rehusó a extender el respectivo salvoconducto. El caso hubo de ser resuelto nada menos que por la Corte Internacional de Justicia de La Haya que abrió la solución para la salida del asilado luego de nada menos que cinco años de refugio.

Otro caso muy sonado fue el del mismo Ecuador que brindó asilo político al controvertido hacker australiano Julian Assange, fundador del portal Wikileaks cuyas revelaciones sacudieron al mundo político en los primeros años de este siglo, quien terminó refugiándose en la Embajada de Ecuador en Londres en 2012 y permaneció allí hasta 2019, cuando ese país, en un sustancial cambio de rumbo, se lo revocó y lo puso en la calle entregándolo a las autoridades que lo solicitaban.


Distinto al caso de Rafael Simón Urbina, quien en 1950 participó en el secuestro y asesinato del presidente de la Junta de Gobierno de entonces, Carlos Delgado Chalbaud, y se refugió de inmediato en la sede de la Embajada de Nicaragua, que le negó el asilo y lo puso en la calle, donde lo esperaba la policía venezolana que rápidamente lo dio de baja.


Caso más reciente es el de los comisarios de la Policía Metropolitana de Caracas a quienes Chávez acusó de ser los autores de los disparos que cobraron casi una veintena de víctimas en la esquina caraqueña de Puente Llaguno, por donde se dirigía la manifestación popular que exigía la renuncia del presidente Chávez la tarde del 11 de abril de 2002. Esos señores se refugiaron en la Embajada de El Salvador, la cual, en una controvertida negociación con el gobierno venezolano, se tradujo en la entrega de los comisarios Henry Vivas, Lázaro Forero y otros quienes fueron juzgados y condenados a treinta años de prisión, la cual siguen cumpliendo. Pero no entraron por la fuerza.


Es evidente que acoger a un ciudadano perseguido y otorgarle asilo es un acto poco amistoso hacia el país ante el cual está acreditada la embajada. Pero es así y no tiene excepciones, menos aun en el Derecho Internacional latinoamericano en cuyo ámbito estos hechos ocurren con lamentable frecuencia, aunque es cierto que también en Europa han habido sonados casos como el del cardenal y obispo húngaro Josef Midzenski, quien , perseguido por los comunistas gobernantes, se refugió en la Embajada de Estados Unidos en Budapest y permaneció allí por quince años hasta que finalmente se negoció su salida del país en 1971. Ni el más sanguinario dictador comunista de aquel país, Janos Kadar, se atrevió a lo que sí se atrevió hace apenas unos días el joven presidente Noboa, quien -consciente de la gravedad de su acción- pidió disculpas públicas, pero… sin restituir a Glas a la residencia mexicana. Resultado: ruptura de relaciones, con algún rédito político para la popularidad del presidente y unánime repudio internacional, sin dejar de reconocer -como se expresó al principio de este artículo- que a la postre “todo depende del color del cristal con que se mire”.


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