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Doña Rosa y sus arepitas de Chicharrón


No hay mejor remedio que esas comidas que nos llevan hasta la infancia. Foto: Instagram @arepera_missvenezuela

Cada vez que preparo arepas de chicharrón en Buenos Aires se abre un portal cuántico que me traslada hasta la casa de mi abuela Doña Rosa, en Los Magallanes de Catia, al oeste de Caracas.


Hacer arepas y bollitos de chicharrón en la casa “Villa Delia” de la calle Vista al Mar en Los

Magallanes era todo un ritual. Usualmente la materia prima, es decir, el chicharrón de cerdo,

provenía de una chicharronera que estaba en la entrada del pueblo de San Antonio de Cúa en los Valles del Tuy, donde mi familia tenía una casa de campo.


En aquella época yo tenía tal vez 10 años y mi hermano 6. Mi madre estaba haciendo una

licenciatura en educación a distancia, en la Universidad Nacional Abierta; y como tenía

exámenes los fines de semana, nosotros nos íbamos con papá a Cúa para que ella pudiera

estudiar y presentar sus pruebas sin distracción alguna.


Antes de llegar a Los Cocos (Así se llamaba la casa de Cúa), mi papá se detenía en la

chicharronera y compraba: 1 Kg de Chicharrón, ½ Kg de “frito” y algunas arepas para

acompañar. Luego rodábamos alrededor de 1 kilómetro hasta la parcela y pasábamos el fin de semana entre matas de mango, paseos a caballo, baños en el tanque (el bebedero de las vacas) y uno que otro juego de pelota.


De la compra en la chicharronera, papá siempre reservaba lo que quedaba para llevarlo a

Caracas, donde mi abuela Doña Rosa prepararía sus ricas arepas y hallaquitas. El proceso era el siguiente:


La Doña instalaba un molino en la mesa del comedor y los nietos más grandes nos poníamos

en fila para darle a la manivela, esto con el objetivo de moler el chicharrón hasta que quedara

lo más pulverizado posible. Y una vez que teníamos frita la piel del cochino lo más triturada

posible, la abuela unía eso con la mezcla de Harina Pan, el agua y un toque de azúcar.


Una vez lista la masa, Doña Rosa separaba una parte para hacer las arepas fritas y otra para las hallaquitas, a las que envolvía en hoja de maíz para luego cocinarlas en aguar hirviendo. El

queso blanco semiduro era fundamental para acompañar estos ricos manjares.


¿Por qué escribo de esto ahora y cómo recordé las arepas de mi abuela?


Hace algunos meses ofrecí a mis amigos Matías y Ariel, dos excelentes comediantes

argentinos, que les prepararía unas arepas para que las probaran. Decidí como relleno nuestra emblemática Reina Pepeada a base de pollo, aguacate y mayonesa. Y también sumé el de carne mechada y queso amarillo.



Acto seguido fuimos a comprar la Harina Pan, salsa de ajo y otras cosas más, cuando en uno de los anaqueles me topé con una bolsa que decía: “Sabores Clau, Chicharrón Artesanal”, así que lo compré. Tras llegar a casa de Ariel, probé un trocito pequeño de chicharrón y como por arte de magia, mi mente me conectó con aquel Juancito de 10 años que giraba la manivela de un molino en casa de Doña Rosa.


Sé que ni a mi nutricionista ni a mi cardiólogo les gustará este artículo, pero créanme, en los

días fríos o tristes, no hay mejor remedio que esas comidas que nos llevan hasta la infancia,

aunque te suban un poco el colesterol.




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