El tema relacionado con las sanciones que pesan sobre el régimen de Nicolás Maduro, a pesar de que en ocasiones sale del centro de los reflectores, siempre gravita en la agenda pública. El Gobierno no pierde oportunidad de atribuirles la responsabilidad de todos los males nacionales, aunque la conexión causal entre unas y otros no exista. El debate lo han colocado de nuevo en la agenda las persistentes declaraciones de Manuel Rosales, gobernador del Zulia, Adán Celis, presidente de Fedecámaras, quienes abogan porque las sanciones sean levantadas de forma inmediata; y la reciente reunión de la junta directiva
de ese organismo con varios diputados de la Asamblea Nacional de 2020, a quienes se les entregó una carta dirigida a Jorge Rodríguez.
La destrucción de la industria petrolera y Pdvsa comenzó cuando Hugo Chávez decidió, en el ya lejano 2002, despedir al personal profesional y técnico más calificado de la industria para sustituirlo por militantes del PSUV, quienes no eran evaluados con criterios meritocráticos, sino por su lealtad con el partido. Desde esa época la actividad petrolera entró en declive hasta llegar al ocaso en el que se encuentra en la actualidad. La asistencia técnica de los iraníes, ¡y hasta de los cubanos!, no ha sido suficiente para detener el declive de Pdvsa, empresa que provocaba la envidia de los demás países petroleros. Las sanciones nada tienen que ver con ese desplome, iniciado mucho antes de que se hablara de penas contra los gobernantes venezolanos.
La erosión de la industria nacional, la destrucción del empresariado y de la clase obrera, hay que entenderla como parte de la venganza del comandante Chávez contra los empresarios y sindicatos que participaron en los sucesos del 11 de abril de 2002, cuando Chávez estuvo algunas horas fuera de Miraflores, y en el paro cívico de finales de 2002 y principios de 2003, dirigido por Fedecamaras y la CTV, en aquel momento liderada por Carlos Ortega. Al poco tiempo de haber ocurrido esos acontecimientos, los precios internacionales del crudo comenzaron a escalar hasta encaramarse por encima de los cien dólares el barril.
Chávez pensó que el crecimiento de China y la India, y otros países en vías de desarrollo, permitiría el aumento de los precios de forma indefinida.
La economía nacional se convirtió, por un lado, en una actividad de puertos porque la mayor parte de los bienes se importaban; y en una actividad estatizada debido a que Chávez, con todos los petrodólares que le ingresaban, creía que podía acabar con la propiedad privada, la
iniciativa particular y los sindicatos, sustituyéndolos por empresas administradas por comisarios del Gobierno. Centenas de industrias y empresas de servicios, hatos y haciendas pasaron a manos del régimen.
El resultado de ese asalto a los activos de la nación levantados por particulares lo padecemos desde hace varias décadas. Las sanciones no guardan ninguna relación con el deterioro de la actividad industrial y comercial.
Los dirigentes obreros también han pagado las consecuencias del odio y la paranoia del régimen. La Confederación de Trabajadores de Venezuela, CTV en la práctica desapareció por el acoso del Gobierno. En las zonas donde los trabajadores se rebelan contra la esclavitud, sus líderes son castigados con penas bíblicas. Seis líderes de Guayana acaban de ser condenados a dieciséis años de cárcel,
acusados de delincuentes y conspiradores. Esto ocurre en un gobierno cuyo presidente se autodenomina ‘Presidente obrero’.
El menoscabo de los servicios públicos –electricidad, agua potable, educación, salud y transporte- tampoco está conectado con las sanciones. Las fortunas amasadas alrededor del negocio de la electricidad por personas vinculadas al régimen, son ampliamente conocidas. Igual que la riqueza acumulada por numerosos "enchufados" durante la vigencia de Cadivi, (feb 2003 - ene 2014) supuestamente concebido para mejorar los servicios públicos.
Lo que ocurre es que Maduro utiliza las sanciones para tratar de ocultar la ineficacia, desidia y corrupción del Gobierno, y, más recientemente, para justificar la decisión de no convocar un proceso electoral transparente, que permita el cambio de Gobierno de forma democrática, pacífica y constitucional, como establece la Carta del 99.
Las sanciones operan como un señuelo. El control de los medios de comunicación que posee el régimen, especialmente en el interior del país, ha logrado convencer a un segmento de la población de la inconveniencia e inutilidad de las sanciones. Los permanentes mensajes
a través de la amplia red de medios informativos de los que dispone Maduro, han permitido que la gente le retire el apoyo a las sanciones.
Hoy, de acuerdo con distintas encuestadoras, el respaldo popular es sensiblemente menor que en 2021. El tema no es sencillo de analizar para la oposición porque no se trata de un problema fundamentalmente económico, sino político, con una vertiente interna y, sobre todo, con un ramal conectado con el exterior. Es verdad que las sanciones generan consecuencias negativas tanto para el régimen como para la población. Esta realidad es
inocultable. Pero, las sanciones constituyen la única arma de los países democráticos para obligar al régimen a restablecer el Estado de derecho en Venezuela.
El Gobierno, responsable de todos los atropellos a la Constitución y a la democracia que han provocado las sanciones, debería dar señales que permitan ir levantándolas progresivamente. Las agresivas declaraciones de Diosdado Cabello no ayudan.
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