Pocas frases son tan ilustrativas del voluntarismo cubano como esa que llama a "convertir el revés en victoria". Alimentada por el capricho de Fidel Castro, la máxima resume, desde 1970, una manera de hacer política en que pavonearse del triunfo era más importante que recoger los resultados. No importa si la gente deja la vida en la contienda, si el país se hunde en la crisis o la economía se destroza, pero cada fracaso debe transformarse en una nueva meta más ambiciosa que celebrar a todo tren.
Hubo un tiempo en que esa brújula ideológica se orientaba a campañas delirantes que presentaban el paso de un huracán como una batalla contra la naturaleza, en la que fingíamos que teníamos las de ganar ante los fuertes vientos que dejaban casas derrumbadas y campos arrasados. Tras el paso de un meteoro, había que jactarse de que se reconstruirían las viviendas, incluso más espaciosas y bellas que cuando el ciclón las había echado abajo. Le sacábamos la lengua a las ráfagas y hacíamos el gesto de la peineta a los chubascos.
Ante cada golpe o contratiempo, se respondía con la altanería revolucionaria de que aquel infortunio no era nada comparado con la "fuerza de un pueblo". Así, fuimos acumulando desgracias de las que no se nos permitió siquiera hacer el debido duelo porque había que levantar el puño y reír de oreja a oreja como si se estuviera en un eterno jolgorio. El fracaso de la industria azucarera, los sucesivos éxodos masivos, el deterioro del fondo habitacional o la crisis económica recibían, indistintamente, la respuesta soberbia del oficialismo y su consiguiente estrategia para invisibilizar el fiasco.
Con el tiempo, esa obsesión por el triunfo a toda costa ha derivado en maquillar el desastre de una manera más torpe y ridícula. Así, hemos escuchado a los dirigentes cubanos asegurar, tras la explosión del hotel Saratoga, que el inmueble se reconstruirá "mejor que antes", aunque de los resultados de la investigación pericial que determine responsabilidades por la muerte de 47 personas, nadie ha vuelto a hablar. Algo similar a la tragedia en los supertanqueros de Matanzas, donde el desastre se ha tapado con los titulares triunfalistas sobre la reconstrucción de los depósitos.
Los excesos de engreimiento llegaron a celebrar como campeones a los peloteros del Team Asere, que cayeron 2 carreras frente a 14 en el juego contra Estados Unidos en el Clásico Mundial de Béisbol, o asegurar que el resultado del reciente proceso electoral para ratificar a los diputados al Parlamento fue un espaldarazo al sistema aunque tuvo una marcada abstención. Cada vez, la distancia entre lo que se aplaude y lo que realmente ocurrió se ensancha más y más. En lugar de convertir el revés en victoria, estamos viviendo una época de total maquillaje, de una burda cosmética aplicada sobre la realidad. Pero, a diferencia de unas décadas atrás, ya el régimen ni siquiera pretende que le creamos.
Con el rímel corrido y el pintalabios grotesco, el castrismo no busca que lo veamos como un sistema triunfante, sino que prefiere que le temamos. En fin de cuentas, es una maquinaria represiva capaz de triturar vidas mientras simula que las salva, de hundir a un país a la par que aparenta que lo ha rescatado.
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